—¿Qué piensas hacer con esto? —preguntó Pedro, sonriendo satisfecho y mostrándole a Paula la invitación de la exposición de Dario que ella tenía en la mesilla de noche.
—Ir —contestó ella sin dudar un instante, disfrutando del delicioso desayuno que Pedro le había llevado a la cama.
—¿Después de lo que ha pasado esta noche piensas acompañar a ese tipejo a su exposición? —le recriminó él, quitándole el plato de tortitas.
—Sí, ¿por qué no debería hacerlo? Dario es mi amigo —repuso Paula, un tanto molesta con su interrogatorio, mientras intentaba recuperar su desayuno.
—Tal vez porque yo te lo pido —sugirió Pedro, a la espera de una respuesta que lo dejara satisfecho.
Por desgracia, no fue eso lo que recibió.
—¿Y por qué ibas tú a pedirme eso? Nosotros no somos ni siquiera amigos —replicó Paula despreocupadamente, mordiendo una tortita.
—Me encanta despertarme contigo por las mañanas. ¡Siempre me dejas claro cuál es mi sitio! —se lamentó Pedro, mientras se ponía su arrugado traje y se marchaba furioso.
*****
Si el día anterior Jeffrey y Kevin habían pensado en algún momento que la tienda de Pedro se parecía al infierno, estaban muy equivocados.
Definitivamente, el infierno fue lo que experimentaron ese día.
Todo empezó en el preciso instante en que un furioso Pedro Bouloir entró por la puerta de Eros, anunciando que, al parecer, no habían aprendido la lección, pero que sin duda alguna lo harían. Después de soltarles un sermón sobre lo que hacían y no hacían los hombres, arrojó despectivamente la gorra de uno de ellos sobre la mesa de su despacho y los mandó a la tienda de enfrente, sin olvidarse de amenazarlos con la cárcel si osaban desobedecer a la bruja que dirigía Love Dead.
Los dos jóvenes se dirigieron temblorosos al lugar que tanto temían y, cuando llegaron, los empleados de aquel singular negocio los recibieron con caras de pocos amigos.
En el momento en que la joven dueña, que resultó ser la mujer del bate de béisbol, los vio, no mejoró para nada su ánimo. Alguno de los empleados les advirtieron que tuvieran cuidado, porque ese día, Paula, que así era como se llamaba la jefa, estaba de muy mal humor.
Los dos se presentaron amablemente, intentando no empeorar más su difícil situación, pero la bruja no tuvo piedad. Los recorrió de arriba abajo con una mirada insultante y dijo:
—Así que vosotros sois mis nuevos empleados. ¡Perfecto! Hoy ayudaréis a Agnes, a ver si así aprendéis algo. —Y sonrió maliciosamente, conduciéndolos hacia la trastienda.
Los chicos no sabían por qué los demás trabajadores se escondían de Agnes, ni se imaginaban cuán terrible era esa persona. Pensaron que se trataba de una broma, cuando vieron que los llevaban junto a una anciana de pelo rojo. ¿Cómo podía ser aquella dulce viejecita tan terrible? Luego recordaron que ésa debía de ser la abuelita que por poco les fríe el culo a balazos en el instante en que se negaron a pintar la pared de Eros.
Fue entonces cuando los jóvenes comenzaron a temblar.
Después de tan sólo una hora de trabajo, los delincuentes juveniles le suplicaban piedad a Paula.
—¡Por favor, señora, perdónenos por nuestra idiotez! Mándenos el trabajo que usted quiera, pero, por Dios, ¡no nos ponga a trabajar más con esa terrible anciana!
—¡Venid aquí, malditos mocosos, y terminad de una puñetera vez de coserle los dientes al maldito oso de las narices! —gritó Agnes, persiguiendo a los chavales con su trabajo a medio terminar.
—Agnes nunca ha tenido paciencia para enseñar —comentó Paula, apiadándose de los inocentes angelitos que se habían dejado engañar por la bondadosa apariencia de la anciana—. Id con Joel —dijo, señalándoles al mensajero que se disponía a marcharse en la furgoneta. Paula nunca había visto a nadie correr tan rápido como lo hicieron aquellos dos.
—Eres demasiado blanda de corazón, niña —le acusó la belicosa abuela, que aún quería la sangre de aquellos individuos.
—Sí, Agnes, lo sé —respondió Paula, suspirando resignada.
—Bueno, ¡pues ahora mueve tu culo y ayúdame con esos osos de mala madre! —pidió la anciana con su habitual amabilidad.
Horas más tarde, Paula descansaba agotada en la puerta de su tienda.
¡Quién iba a decir que el orgullo de los chavales sólo necesitaría unas pocas horas con Agnes para desmoronarse! Una lección que nunca olvidarían.
Para eso estaba Love Dead: para recordar a los chicos malos cuál era su sitio.
«Aunque al parecer no funciona con todos», pensó Paula, mientras recibía una mirada enfurruñada de su ofendido vecino.
Aquél no era el día de suerte de los muchachos. Pedro, que siempre esbozaba una sonrisa, en esos momentos no tenía ningunas ganas de mostrarse amable en absoluto, y menos aún con unos gamberros que le habían hecho perder toda una noche de sueño.
Había estado cerca de seis horas dando una capa tras otra de pintura a aquella vieja pared, hasta hacer desaparecer por completo el insultante mensaje que tanto molestaba a Paula. Encima, ella no lo había recompensado por sus buenas acciones, por lo que había tenido que marcharse solito a casa, tirando al llegar allí uno de sus mejores trajes, que ya no servía para nada.
Esa mañana temprano, tras dormir solamente tres horas, había recibido una llamada de su tío Murray. Por lo visto, aquellos niñatos habían sido juzgados por él y sentenciados a trabajos comunitarios en su tienda, después de haberse comprobado que sus acciones no estaban influenciadas por el efecto de las drogas, claro está.
Y ahora Pedro los tenía delante, sin saber qué narices hacer para que aquellos imberbes aprendieran finalmente la lección.
—¡Nosotros no lo hicimos! —dijo desafiante el joven moreno y alto llamado Jeffrey, que parecía tener más edad.
—¡Me importa una mierda! —gritó Pedro, sin dar muestras de paciencia —. ¡Porque indudablemente sí hicisteis la pintada de la pared de Love Dead!
—Pero señor Bouloir, nuestros padres dicen que sólo son basura y...
—¡Silencio! —hizo callar Jack airadamente al bajito y pecoso
pelirrojo, cuyo nombre era Kevin, y que en esos momentos intentaba excusar sus acciones—. ¿Qué edad tenéis, quince, dieciséis? ¿No creéis que es hora de que empecéis a pensar por vosotros mismos?
—Sí, señor —contestaron a la vez dos voces un tanto infantiles.
—Bien, hoy es Cuatro de Julio, el día de la Independencia. Una buena ocasión para empezar vuestro trabajo, ya que vais a estar tan ocupados que no tendréis tiempo ni de parpadear. ¡Olvidaos de pasar este día con vuestras familias, porque tendréis que ayudar con el reparto, distribuir publicidad durante el desfile y vender esos bonitos banderines que tanto gustan a los niños! Y cuando creáis que sois libres para mirar los fuegos artificiales, no sabréis lo equivocados que estaréis, porque aún tendréis que limpiar.
—¡Sí, señor! —Los dos sonrieron satisfechos por trabajar para un hombre al que sus padres tenían en tan alta estima.
—Si creéis que hoy será un día duro, no sabéis lo que se os vendrá encima a partir de mañana, porque trabajareis en Love Dead.
—Pero ¡señor Bouloir, el juez nos destinó a su tienda!
—Para vuestra información, yo puedo ceder alguno de mis trabajadores a quien me dé la gana. Y si vuestros padres tienen alguna queja, decidles que vengan a hablar conmigo. Comentadles de paso que yo, al contrario que Paula, no leo la correspondencia basura, sino que me deshago directamente de ella —amenazó Pedro abiertamente—. ¡Ahora, apartaos de mi vista! Id con Gaston. Él os dará suficiente trabajo como para que no podáis usar esas manitas en otra cosa que no sea embalar.
Cuando los chicos se fueron, Pedro decidió echar una cabezadita en su despacho, mientras pensaba cómo le contaría a Paula, sin que ésta se ofendiera, la decisión que había tomado.
Después de todo, no podía ser tan difícil, ¿verdad?
****
Pedro se había quedado dormido durante toda la tarde. Se despertó poco después de que comenzaran los fuegos artificiales, dándose cuenta de que Love Dead había cerrado sus puertas. Pensó en llamar a Paula para contarle lo que había ocurrido con aquellos muchachos, pero con el genio que se gastaba, dudó que lo dejara terminar de explicarse antes de que le colgara el teléfono. Así que se encontraba en la puerta trasera de Love Dead, sin decidirse a llamarla, cuando oyó un ruido en la trastienda.
Cuando fue hacia allá, vio que el cristal de la puerta estaba roto y que alguien había forzado el cierre. Pedro se preguntó por qué motivo el caro sistema de seguridad que había hecho instalar no había funcionado, y se dispuso a detener al intruso, pero sólo consiguió que éste saliera corriendo.
Durante su huida, el delincuente perdió una gorra. Una gorra que él no tardó en reconocer.
Por suerte, Pedro lo había sorprendido y el trabajo de destrucción quedó inconcluso, siendo los únicos perjudicados algunos de los horrendos osos de Agnes.
Las luces se encendieron mientras él recogía apenado uno de los descabezados peluches del suelo. De repente, alzó la vista y se quedó sin habla al ver a Paula junto a él.
Llevaba la más escandalosa ropa que jamás había visto: un camisón negro y totalmente transparente. Tras fijarse en su atuendo, se percató de que en la mano derecha llevaba su famoso bate. Entonces Pedro recordó por qué estaba allí y se enfureció con la insensatez de ella.
—¡¿Qué narices haces bajando así?! ¿Es que quieres que además de destrozar tu local también te violen? ¿Y me puedes decir para qué tienes un sistema de seguridad de última generación si no lo utilizas? —concluyó, bastante enfadado.
—Con el ajetreo del día se me ha olvidado conectarlo. Y en cuanto a mi indumentaria, estaba durmiendo y he oído un ruido así que no me he parado a pensar en lo que llevaba puesto. Simplemente he cogido a Betty y he bajado a echar un vistazo —dijo Paula, que al ver los peluches destrozados, añadió—: Esto no es propio de ti, así que dime, ¿qué ha pasado?
—Un gamberro ha entrado en tu tienda dispuesto a destrozarlo todo, pero yo lo he interrumpido y ha huido, aunque creo saber quién es.
—¡Mierda, más gastos! —se quejó Paula, preocupada por la puerta rota.
—No te preocupes, yo lo pagaré. Después de todo, es culpa mía —dijo Pedro, sin poder evitar distraerse con el atuendo de ella.
—¿Y cómo es eso? —preguntó reprobadora.
—Verás, a los muchachos de ayer los han condenado a trabajar en mi tienda, pero yo he decidido cedértelos amablemente como trabajadores temporales. Deben de haberse asustado con la idea y uno de ellos ha hecho esto.
—Pues no has debido de asustarlos demasiado si aún se han atrevido a entrar aquí. Pero no te preocupes, ¡yo sabré cómo tratarlos a partir de ahora! —declaró, con una de sus maliciosas sonrisas.
—¿Te puedo pedir un favor? ¿Podrías darme una taza de café? Como no me despierte un poco, no sé si seré capaz de llegar a mi apartamento de una pieza —confesó Pedro, mientras se masajeaba los doloridos ojos.
—Sube un momento, aquí no me queda café —respondió Paula, compadecida al ver su cara fatigada y consciente de que solamente había dormido un par de horas. Por su culpa.
—Gracias, esto es lo que necesitaba —declaró Pedro, tras tomar un sorbo del fuerte café, que no tardó mucho en despertar cada uno de sus sentidos. Por desgracia, alguno de ellos deberían haber seguido durmiendo, sobre todo el que hacía que su miembro se irguiera firmemente, reclamando atención—. ¿He interrumpido algo? —preguntó, intentando averiguar si su hermano estaba allí.
—No has interrumpido nada. Esto me lo regaló mi madre y lo uso para dormir sólo porque es bastante fresco y tengo los pijamas en la lavadora. Dime, ¿has subido por el café o para curiosear? —le espetó impertinente.
—Por ambas cosas —confesó finalmente, detrás de la humeante taza de café.
—¿Por qué estás tan interesado en mi vida amorosa, Pedro?
—Porque tengo celos de cualquier hombre que esté cerca de ti. Tengo celos de que alguien pueda abrazarte como lo hago yo y de que puedas gritar otro nombre que no sea el mío —respondió, dejando la taza en la mesa y poniéndose en pie para marcharse.
De repente, la delicada mano de Paula le agarró un brazo y sus ojos suplicantes lo retuvieron, posponiendo su partida.
—Los Pedro Bouloir de este mundo no tienen celos de nadie.
—Créeme, Paula, este Pedro Bouloir los tiene, y son insoportablemente dolorosos —reconoció él, llevando la mano de ella hasta su dolorido corazón.
—Yo nunca me he acostado con Dario. ¿Cómo puedes creer que justo después de hacerlo contigo me iría con otro hombre? —dijo Paula, sincerándose con él y dejándole entrever un poco de sus sentimientos.
—Tal vez porque siempre me recuerdas que yo no soy nadie
importante en tu vida —contestó Pedro, mirándola con el alma en vilo, dispuesto a ser nuevamente rechazado.
—Pedro, yo no soy de la clase de chicas que se enamoran —respondió Paula, sosteniendo dulcemente su rostro entre sus delicadas manos, para observar con atención sus tristes ojos azules.
—Yo tampoco —dijo Pedro, ocultando la verdad de su corazón.
Ella vio la mentira en sus ojos y no pudo contenerse. Lo besó con el amor que no le demostraban sus palabras.
Mientras, Pedro la atrajo hacia su cuerpo, deseoso de mostrarle cuánto había añorado sus caricias, sus besos...
Paula enlazó las manos detrás de su cuello y se dejó llevar por la arrolladora pasión de un beso que parecía no tener fin.
Pedro degustó su boca con las delicadas caricias de sus labios. Se los mordió con suavidad hasta que ella entreabrió la boca, dejando que su lengua la invadiera, y en ese momento, Paula igualó su respuesta buscando el sabor de la lengua de él y jugando con ella.
Las fuertes manos de él acariciaron sus nalgas por encima de la tenue tela hasta dejarlas expuestas. Y pegó su virilidad contra su delicado y femenino cuerpo para que notara la evidencia de su deseo. Paula se frotó sensualmente contra su erección, haciendo que se endureciera aún más, y el control de Pedro saltó por los aires, poco después de que ella buscara sus caricias acercándose más a él.
Pedro la cogió en volandas y, sin decir una sola palabra, la condujo hasta la pequeña habitación. Cuando llegó allí, la dejó en el suelo y bajó los tirantes del sugerente camisón, dejando sus senos expuestos a su anhelante mirada. Y cogiéndola con rudeza de la larga melena, la echó hacia atrás para tener pleno acceso a su delicioso cuerpo. Se deleitó con su hermosura antes de devorar golosamente sus pechos, haciéndola gemir de placer.
Fue una larga noche, entre besos, abrazos y caricias que demostraban el amor que se negaban a confesar con palabras. Sólo cuando Pedro creyó que Paula dormía entre sus brazos, se permitió pronunciar en voz alta las palabras prohibidas.
—Paula, te quiero —susurró, acariciando el rostro dormido de su amada.
Ella se volvió en sueños, dándole la espalda, y él la abrazó durante toda la noche como si de su tesoro más preciado se tratase.
Pero Paula no pudo dormir, porque las sinceras palabras de amor de Pedro aún la atormentaban. ¿De verdad estaba enamorado de ella?, se preguntó una y mil veces, antes de finalmente caer rendida ante el cansancio de ese día.
Las insultantes cartas siguieron amontonándose en mi escritorio. Todos los días recibía como mínimo unas diez. En mi opinión, eran un gasto de papel absurdo.
La policía continuaba ignorando mis quejas, por lo que, simplemente, dejé de quejarme. Al final de la semana, estaba más que harta de todo aquel maldito asunto: entre mis agobiantes empleados, Pedro, que no me perdía de
vista ni un instante, y mi amigo Dario, que no dejaba de ofrecerme consejos, me tenían hasta las narices, así que al final hallé el lugar más adecuado para esas estúpidas amenazas. Ya que la policía no necesitaba las cartas y yo estaba cansada de que mis empleados no dejaran de
recordármelas, tratando de, según ellos, insuflar algo de prudencia en mi alocada mente, decidí utilizarlas como haría cualquier persona sensata: las coloqué en el baño, junto al papel higiénico, dándoles a elegir entre utilizar el rasposo papel reciclable que nos obligaba a usar Catalina o las bonitas y floridas amenazas del Comité.
El número de cartas fue disminuyendo con gran rapidez.
Aquel día concluyó sin más contratiempos que los habituales, hasta que, a la hora del cierre, oímos un extraño ruido en la parte trasera.
En Love Dead sólo quedábamos la dulce Agnes, el intrépido Barnie, que se estaba probando un disfraz de Spiderman dos tallas más pequeño, para ir a su emocionante convención de la Cómic-Con, y yo. Alertada por todo lo ocurrido últimamente, cogí a mi fiel Betty y me dispuse a informar a mis empleados de que me dirigía a investigar la causa del estruendo.
Pero cuando me volví para pedirles que esperaran en la tienda, ya era demasiado tarde: en cuestión de segundos, Agnes había sacado una enorme pistola de su horrendo bolso, lo que me hizo plantearme seriamente qué más podía guardar la anciana en él, mientras que Barnie se puso la máscara, ocultando así su identidad. Aunque su expuesta barriga sin duda alguna lo delataba.
Los dos se pegaron a mí protectoramente y se negaron a alejarse de mi lado. Con cautela, salimos por la puerta trasera y pillamos in fraganti a dos jóvenes de unos quince años, bastante desaliñados, que con unos esprays rojos intentaban escribir «¡Lárgate, puta!». Su caligrafía era espantosa y su pulso semejante al de una abuelita con párkinson.
Decididos a darles una lección, nos colocamos silenciosamente a su espalda, obstruyendo todas las posibles vías de escape.
—¿Qué creéis que están intentando escribir? —pregunté burlonamente, mientras golpeaba el bate de béisbol contra una de mis manos.
—No tengo ni idea. Me he dejado las gafas en el bolso —respondió Agnes, apuntando con la pistola a los impertinentes adolescentes, que nos miraban sin un atisbo de arrepentimiento por haber sido pillados con las manos en la masa.
—Sea lo que sea lo que intentabais hacer, no está bien dañar una propiedad privada —los aleccionó el superhéroe, llevando a cabo su papel.
—¡Vamos, llamad a la policía! ¡Nadie vendrá a ayudaros, porque todos quieren que os larguéis, y a nosotros no nos castigarán! —dijo muy chulito uno de los chicos, que aún no sabían cómo se las gastaban los de Love Dead.
— ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Barnie, un tanto preocupado por no poder darles una lección a esos chavales.
—¡Oh, tengo una idea! —anuncié, sacando cinta adhesiva de mi bolsillo.
****
Pedro había recibido una llamada de la policía poco después de terminar de cenar con uno de sus abogados, con el que ultimaba la adquisición de un nuevo local en Roma. Por suerte, no estaba demasiado lejos de su tienda en la avenida comercial y había llegado en tan sólo unos minutos.
Tras dejar el coche en su plaza de aparcamiento, se dirigió hacia la parte lateral de su edificio, donde un agente reprendía a dos chicos que no dejaban de llorar e intentar explicarse a la vez.
—¡Nosotros no queríamos! ¡Nos han obligado! —suplicaba uno de ellos, señalando lo que habían pintado.
—Sí, claro. ¿Y se puede saber quién os ha obligado? —preguntó el agente, poniendo los ojos en blanco ante las tontas excusas de los adolescentes.
—¡Una mujer con un bate de béisbol al que llamaba Betty, una abuela de pelo rojo con una pistola enorme y...!
—¡Y un Spiderman gordo! —concluyó el otro delincuente, ante los titubeos de su amigo.
—Sí, está bien... Esto... Vosotros tomáis drogas, ¿verdad? Decidme, ¿qué os metéis? ¿Éxtasis? ¿Coca? ¿Crack? ¿Cristal? Es cristal, ¿verdad? — afirmó preocupado el agente de policía, ante la insólita historia de los jóvenes.
—¡No, se lo juro! ¡La mujer con el bate nos ató con cinta adhesiva de pies y manos y nos trajo hasta aquí! ¡Luego nos obligó a escribir eso!
—Sí, claro. Mientras Spiderman paseaba junto a la abuelita de Billy el Niño, ¿verdad? —se burló el agente de la cada vez más fantasiosa historia que estaban contando para intentar librarse de la responsabilidad de sus actos.
—¡Se lo juro! ¡Todo es culpa de los empleados de esa maldita tienda! ¡Nosotros solamente queríamos espantar a la dueña con una pintada, pero aparecieron esos personajes y...!
—Entonces, ¿me estás diciendo que ésta no es la primera pintada que hacéis? —se interesó el policía, viendo que con cada palabra que pronunciaban únicamente cavaban más hondo su propia tumba.
—No, sí... Bueno... Nosotros... —balbuceó uno de ellos.
—Hemos hecho una en el local de enfrente —confesó el otro.
—Ajá, ¿en algún sitio más?
—No señor —contestaron los dos al unísono, cabizbajos, dándose al fin cuenta de que sus excusas no servirían de nada.
—¿No debería usted ir al local de enfrente para comprobar los daños y preguntarle a la dueña si quiere presentar una denuncia? —interrumpió Pedro el interrogatorio, un tanto preocupado por Paula.
—Señor Bouloir, sé que es su prometida, pero en la comisaría no le tenemos demasiado aprecio a esa mujer, desde que la exesposa de Charlie le envió unos bombones con laxante que probamos todos sus compañeros. Cuando le reclamamos a Paula Chaves una disculpa, ¿sabe usted qué hizo? Nos mandó una tarjeta, junto con un paquete de pañales para adultos. Comprenderá, señor Bouloir, que si no es absolutamente necesario, no pienso pisar el establecimiento de esa mujer. Por lo pronto, rellenaré este
parte y me llevaré a estos dos quejicas a la comisaría. Usted puede calcular el coste y añadirlo a la denuncia cuando termine —dijo el agente, señalando la estropeada pared.
Poco después de que el policía se marchara de allí con los jóvenes detenidos, Pedro se quedó pensando: aquellos dos mocosos de mirada débil no tenían lo que había que tener para ofender a un conocido empresario, pero sí para intentar hacerse los gallitos ante la amenazada propietaria de un pequeño negocio.
Pedro se apostaría su deportivo de lujo a que los padres de esos chavales pertenecían a esa extraña asociación que iba a la caza de brujas y acosaba a Paula. Finalmente, echó una mirada a la dañada pared, en la que, en grandes letras rojas, se anunciaba «Eros apesta». Debajo de esta primera frase, se repetía dos veces más el insultante enunciado, pero con distinta caligrafía y letras más distorsionadas. Era como si alguien les hubiera estado enseñando a hacer una pintada en condiciones sin terminar de conseguirlo. En un lado parecían haber dibujado la cara de Spiderman... ¡A saber por qué!
Pedro recapacitó sobre todo lo que había visto y oído esa noche y no tuvo ninguna duda de que la historia de los chavales era cierta, para su desgracia. Muy pocos conocían el impulsivo carácter de Paula y él estaba demasiado enfadado por la despreocupación que había mostrado el agente de policía ante los problemas de Love Dead como para decir la verdad.
Cruzó con paso decidido hacia la tienda de su rival, dispuesto a reprenderla, pero cuando vio a Paula, no pudo hacer otra cosa que bromear para intentar borrar la preocupación de su rostro.
—¿Así que mi negocio apesta? Creía que eras un poquito más original —se burló Pedro.
—Por lo menos a ti no te han llamado puta —replicó ella, furiosa, intentando borrar con desesperación esa palabra de la pared.
—Déjalo, Paula, será mejor que pintes encima —le aconsejó Pedro, cogiendo el trapo de sus manos manchadas.
—No tengo dinero para eso —respondió ella, irritada, arrebatándole el trapo e insistiendo en limpiar la pared.
—Yo tengo pintura blanca en mi almacén. Si me ayudas, creo que podremos tenerlo listo para mañana.
—Gracias —sollozó Paula, levantándose del frío suelo y corriendo a los amables brazos de su enemigo, que siempre la esperaban abiertos.
Después, simplemente hundió la cara en el fuerte y seguro pecho de Pedro y dejó salir todas las lágrimas que hasta entonces no se había permitido derramar. Él no dijo nada, no hizo nada, simplemente la abrazó, disfrutando del instante y de sentirse útil ante aquella fuerte mujer que continuamente negaba que lo necesitara.