jueves, 9 de noviembre de 2017
CAPITULO 51
Pedro estaba muy cansado. No sólo tenía que hacerse cargo diariamente de su cadena de tiendas, sino que además estaba ayudando a Paula con todos sus problemas. Lo más patético era que lo hacía en silencio, por lo que ella no tenía idea ni de la mitad de dificultades que aquella moralista asociación le estaba acarreando.
Para colmo de males, llevaba semanas sin sexo y las duchas frías le estaban empezando a helar las pelotas. Pero no podía acercarse a ninguna mujer, porque únicamente podía pensar en una: en Paula. En la molesta e intrigante Paula, que en esos momentos le debería estar agradeciendo su ayuda con aquella insolente boquita y aquel excitante cuerpo. Pero eso nunca pasaría, porque ella desconocía que era él quien la estaba auxiliando.
Encima, después del malentendido con la empalagosa rubia del Comité, Paula no dejaba que se le acercara a menos de dos metros. Siempre que intentaba verla, o bien no estaba o había salido. También le daban la típica y manida excusa de «Está enferma», que sus infames empleados habían llevado al límite, inventándose decenas de síntomas surrealistas.
Pedro estaba empezando a sentirse frustrado con esa situación. Si no hacía algo pronto iba a acabar cometiendo una locura, como raptarla o violarla sobre la mesa de su despacho: comenzaría por degustar de nuevo aquellos exuberantes pechos y... Sus lujuriosos pensamientos fueron interrumpidos por la desaliñada figura de un hombre que le resultaba muy familiar. Para su desgracia, nunca podría negar que lo conocía.
—¡Hermano, al fin has vuelto! ¿Qué haces aquí? —dijo Pedro, bastante intrigado por su súbita aparición.
—Tenemos que hablar —repuso Dario muy serio.
Pedro lo acompañó a su despacho y cerró la puerta. La expresión grave de su hermano indicaba que se trataba de un tema importante el que lo había llevado a visitarlo a él en primer lugar, en vez de a su padre.
—¿Cuál es la urgencia que te ha hecho venir a verme a mí antes que a papá? —preguntó Pedro, resentido.
—¿Cómo sabes que no he ido primero a verlo a él? —replicó Dario, molesto por las irónicas palabras de su hermano menor.
—Muy fácil: todavía no he recibido la llamada del viejo anunciándome que el hijo pródigo ha vuelto a casa.
—No soy ningún hijo pródigo y además no he vuelto para ocupar el lugar de papá. Eso te lo dejo a ti, que al parecer eres tan despiadado como él —repuso Dario, observando con atención la nueva tienda—. Al final lo hiciste, ¿verdad? No pudiste decirle que no a nuestro padre —acusó a Pedro, furioso con lo que las argucias de su padre habían conseguido.
—Tú lo abandonaste, ¿qué querías que hiciera?
—Lo que te pedí en su momento: negarte a seguirle el juego.
Ilusamente, creía que al conocer a Paula te darías cuenta de lo estúpido que era todo y la dejarías en paz. Pero no has podido mantener las manos quietas, ¿verdad? —le espetó rabioso, recordando todas las palabras que se habían dicho en aquella necia reunión.
—Dime que no has vuelto por ella, porque, como sea así, tú y yo no vamos a ser muy buenos amigos a partir de ahora —le advirtió Pedro, celoso, dándose cuenta finalmente de lo que había llevado a Dario a retornar a su hogar.
—¿Por qué, si no, habría vuelto tan repentinamente? ¡Sólo hace unas horas que estoy en la ciudad y ya he podido ver la cantidad de problemas que tiene con ese absurdo Comité para la Moral y otras estupideces! No le hace falta que tu acoso y el de nuestro padre se añadan a la lista.
—¡Eh, que yo la estoy ayudando! —exclamó Pedro, enfadado ante las acusaciones de su hermano, que no sabía nada de la verdadera situación.
—¡Claro que sí! —ironizó Dario—. Pero tu ayuda en la cama no hará nada por su negocio. Te lo advierto: ¡aléjate de ella! ¿Por qué no te vas a dar una vuelta por París con una de tus modelos? Eso sin duda va más contigo que hacerte pasar por su caballero andante —concluyó jactancioso, menospreciándolo una vez más.
—¡No voy a hacerle daño a Paula! Ella y yo tenemos una especie de relación y...
—¿Y qué crees que pensará cuando sepa que el famoso Pedro Bouloir no es otro que Pedro Alfonso, hijo de ese empresario que sólo desea cerrar su empresa? ¿Crees que es tan tonta como para pensar que la apertura de tu tienda enfrente de la suya es una simple coincidencia?
—Al final, ni siquiera tú, que te jactas de ser el mejor, juegas limpio. ¿Vas a delatarme sólo para tu propio beneficio? —lo acusó Pedro, sintiéndose acorralado por sus palabras.
—No, hermano, no seré yo quien le hable a Paula de tu traición. Serás tú mismo. ¡Y hasta que no lo hagas no me pienso apartar de su lado!
—Paula me importa —confesó Pedro, intentando hacerle entender a su hermano lo que sentía.
—¿Sabes, Pedro? No te creo. Creo que solamente la ves como uno más de los juguetes que me pertenecían y de los que siempre te gustaba apropiarte.
—¡Paula no es un juguete y no te pertenece! —gritó Pedro, enfadado por la cruel comparación de Dario ante su confesión.
—¿Tú crees? ¿Acaso sabes lo que pasó cuando ella y yo cenamos juntos?
—Si en el pasado ocurrió algo entre vosotros, te puedo asegurar que ya lo ha olvidado. ¡Paula es mía y no pienso renunciar a ella tan fácilmente! Tú siempre lo has tenido todo, ¡no voy a dejar que te quedes con la única cosa que he deseado en toda mi vida!
—Entonces, hermano, definitivamente tenemos un problema, porque he decidido que Paula es la mujer con la que quiero pasar el resto de mis días. Si tú no tienes para ella una oferta mejor que ésa, te aconsejo que te largues —exigió Dario, altanero y seguro de su victoria.
—¡Paula es mía! —chilló Pedro como un niño mimado, sujetando a su hermano por la camiseta.
—Pues entonces observa cómo te la quito, porque, al contrario que tú, yo no tengo que acercarme a ella con mentiras —se le enfrentó Dario, soltándose con facilidad y saliendo de la estancia con una complacida sonrisa.
Desde la ventana de su despacho, Pedro observó cómo cruzaba la calle hacia Love Dead. Paula, que estaba arreglando los escaparates, esbozó una encantadora sonrisa en cuanto lo vio, y corrió a sus brazos. Pedro la vio darle un recibimiento que nunca le había brindado a él y golpeó el escritorio con el puño, mientras dos solitarias lágrimas de rabia y dolor asomaban a sus ojos.
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