Pedro Alfonso tenía un pésimo día, en el que creía que ninguna noticia podía empeorar más su mal humor. La noche anterior estaba tan cansado que, después de finalizar su jornada laboral en Love Dead, había decidido quedarse a dormir en el apartamento de Paula, algo que no consiguió, porque allí todo le recordaba a su dueña.
Se había levantado añorando más que nunca oír su voz, aunque sólo fuera para discutir con ella, pero cuando bajó para encargarse un día más de la tienda, encontró a su hermano esperándolo junto a la puerta.
Mientras abría, Pedro miró a Dario con rabia, viéndolo tan tranquilo y despreocupado. Además, había vuelto a desempolvar sus trajes e iba tan impecable como antaño.
—Veo que ha vuelto tu antiguo yo —comentó Pedro.
—Sin embargo, a ti te veo muy desaliñado. No puedo creer que el hombre que tengo delante sea el famoso gigoló al que adoraban todas las mujeres —replicó Dario, ante su descuidado aspecto.
Pedro llevaba unos viejos vaqueros, una camisa mal abotonada y unas pesadas botas. Junto con una barba de varios días y pelo alborotado, la verdad era que no tenía demasiada buena pinta.
—¿Qué haces aquí? —le espetó furioso, muy consciente de que Dario era el culpable de gran parte de sus desdichas.
—He venido a ayudarte —respondió éste—. Según nuestro padre, lo necesitas y, viéndote, comienzo a sospechar que está en lo cierto.
—¡No necesito la ayuda de nadie y menos aún la de una babosa rastrera como tú! ¡Lárgate!
—Créeme, si por mí fuera, dejaría que te pudrieras en este jodido agujero, pero la verdad es que temo que puedas arruinar el negocio y acabar con una de las cosas más queridas por Paula.
—Así que quieres ayudar, ¡incluso después de todo lo que has hecho! ¡De lo mucho que me has jodido! ¿Todavía tienes intención de ir detrás de mi mujer?
—Que yo sepa, Paula no es de tu propiedad. Ni siquiera teníais una relación estable.
—¡Hijo de puta! ¡Estaba a punto de tenerla cuando tú te metiste en medio!
— Yo sólo le hice ver lo equivocada que estaba contigo, hermanito.
—Paula es la persona que mejor me ha conocido, más que nadie. ¡Ni siquiera tú sabes realmente cómo soy! —declaró Pedro, desdeñoso.
—Así que debajo de esa fachada de niño bonito hay algo más... —se burló Dario, sin importarle demasiado los sentimientos de su hermano.
—Sí, mucho más de lo que ves. ¡Y créeme si te digo que, cuando Paula vuelva, nada ni nadie va a conseguir alejarme de ella!
—¿Aún crees que volverá? —preguntó Dario, sarcástico.
—No es que lo crea, lo sé: ella volverá.
—¿Por qué? No tiene ninguna razón para hacerlo. Lo ha perdido todo: su negocio, su casa, incluso al hombre al que creía amar.
—Volverá porque me quiere y porque es una luchadora que nunca deja las cosas a medias.
—¿Y me puedes explicar por qué no está aquí ya?
—Muy fácil, si la conocieras como yo la conozco, lo sabrías.
—Ilústrame —lo retó Dario.
—Paula sólo está haciendo lo que siempre hace en estos casos: me está dando una lección.
—¡Ah! Y, según tú, ¿cuándo volverá?
—¿No es obvio? Cuando mi vida esté lo bastante jodida para su gusto —declaró Pedro, entrando en la que ahora era su nueva tienda, la nociva Love Dead, que poco a poco estaba acabando con él.
****
—Hace ya un mes que estás en esta casa, ¿no crees que ya va siendo hora de que le digas a Pedro que va a ser padre? —insistió Emilia una vez más mientras Paula y ella tomaban una taza de chocolate.
—¿Y por qué tiene que ser Pedro el padre? —repuso su hija,
impertinente.
—¿En serio? ¿A tu edad todavía intentas engañar a tu madre? ¿Por qué no te dejas de tonterías y hablas seriamente con ese hombre? No me pareció mal chico cuando lo conocí.
—Mamá, ¡ese hombre ha jugado con el corazón de tu hija y a ti no se te ocurre otra cosa que defenderlo! —señaló Paula, indignada por la actitud de su madre.
—Vamos a ver, si he entendido bien toda la historia, tú también tienes parte de culpa en esta situación, señorita «yo-nunca-me-enamoro» —replicó la mujer.
—¡No me habría enamorado de él si no fuera un embaucador! —se defendió Paula.
—Algo que, por supuesto, tú ignorabas, ¿no es eso? —preguntó irónicamente la crítica Emilia.
—Bueno, no... Conocía su reputación, pero es que llegué a creer que me amaba de verdad. ¡Y luego oí esa conversación y no pude hacer otra cosa que huir! —confesó Paula, comenzando a derramar de nuevo algunas lágrimas.
—Yo no he criado a una debilucha, así que, dime, ¿cuándo vas a enfrentarte a Pedro cara a cara y a decirle todo lo que sientes?
—Cuando esté preparada.
—Paula, después de más de un mes, creo que ya estás preparada de sobra para enfrentarte a todos y retomar tu vida.
—Pero, mamá, ¿y si él no nos quiere? —dudó la joven, preocupada.
—Creo que le tienes más miedo a la posibilidad de que él te ame que a lo contrario, Paula —opinó la sabia mujer ante su asombrada hija, mientras le tendía el teléfono.
Paula llevaba varias semanas escondiéndose de todos.
Después de que un adonis prepotente le hubiera roto el corazón, no tenía ganas de enfrentarse al mundo. Había celebrado el Año Nuevo junto a su madre, las dos solas en el pequeño hogar de Emilia, mirando por la televisión cómo la gente celebraba alegremente las campanadas y expresaban sus mejores deseos.
Paula había prometido hacerle la vida imposible a Pedro Alfonso y Emilia darle al fin una respuesta a Owen, al que su hija casi le había dado una paliza con Betty al confundirlo con un ladrón, viéndolo salir a hurtadillas del cuarto de su madre.
Tras las felicitaciones del nuevo año, Emilia había intentado animar a su hija arrastrándola al famoso Desfile de las Rosas, que se celebraba el uno de enero. Era cuando Pasadena se mostraba en todo su esplendor, porque mientras en otros lugares del país las calles permanecían cubiertas de nieve, allí había hermosas y cautivadoras flores por todos lados. Las bellas carrozas, elaboradas con una gran variedad de flores y semillas, no sólo añadían color, sino también un agradable olor al desfile haciéndolo único.
Todo fue maravilloso, hasta que Paula vio una llamativa carroza con un Cupido repartiendo amor por doquier, demasiado parecido al de la tienda del individuo al que intentaba olvidar.
Ese momento representó el final del desfile para ella y la vuelta a su escondite, donde se pasó el día evitando las insistentes llamadas de un gran mentiroso que no sólo aseguraba echarla de menos, sino amarla con todo su corazón.
Cada día le dejaba unos veinte mensajes en el buzón de voz. En alguna ocasión, sobre todo en los días de más estrés, llegó a dejarle treinta. Dario también insistía en que volviera y se disculpaba unas cinco veces al día. Por último, el irritante Nicolas Alfonso la amenazaba constantemente con hundir su negocio si no regresaba de su exilio.
Sus amigos la mantenían informada y la hacían reír relatándole cómo conseguían complicarle a Pedro su día a día. Ella, por su parte, se había tomado un tiempo indefinido de descanso para decidir qué hacer ahora que su vida estaba patas arriba. No podía olvidar que el único hombre al que había querido con toda su alma era un tremendo capullo al que le gustaba jugar con los corazones de la gente.
Su madre le servía de apoyo en esos instantes en que lo único que quería hacer era llorar a moco tendido bajo las sábanas de su cama. Ella, que era una luchadora que no se amedrentaba ante nada, se había convertido en una quejica compulsiva. Si alguien mencionaba su tienda, lloraba; si alguien hablaba de Pedro, lloraba; si leía en los periódicos algo sobre la famosa familia de empresarios Alfonso, lloraba... ¡Joder! ¡No había manera de cerrar el grifo!
Ése era el día libre de su madre, por lo que el desayuno consistía en las famosas tortitas de Emilia que a Paula tanto le gustaban. El aroma de la comida, que últimamente la tentaba como nunca, la hizo salir de la cama y dirigirse directamente a la cocina, donde se sentó con uno de sus viejos pijamas y esperó impaciente el delicioso manjar, mientras la boca se le hacía agua. Todo parecía ir un poco mejor esa mañana, hasta que su madre le puso delante el café que siempre la ayudaba a enfrentar un nuevo día.
Esa vez tampoco falló: corrió al baño con una rapidez asombrosa y vomitó el desayuno.
Ya era el tercer día que nada más despertar se encontraba abrazada al retrete. Al principio Paula pensó que ya se le pasaría, pero el malestar persistía.
—¡Mierda de virus intestinal! Tendré que ir al médico —dijo
airadamente.
—¿Has pensado en la posibilidad de que estés embarazada, cariño? — preguntó su madre apoyándose en la puerta del baño, mientras daba un sorbo a su café.
—No puede ser, ¡eso es imposible! Aunque Pedro a veces era un tanto impetuoso, yo tomo la píldora —contestó Paula, agarrándose más fuerte al retrete, a la vez que rogaba por que las sospechas de su madre no fueran ciertas.
—¿Estás totalmente segura de que no te olvidaste de tomarla en alguna ocasión?
—Bueno —repuso Paula haciendo memoria—, hubo una vez en que... Pero por un día no puede pasar nada, ¿verdad, mamá? —afirmó alterada.
Emilia simplemente acercó el intenso olor del café a la nariz de su hija y ésta volvió a vaciar lo poco que quedaba en su maltrecho estómago.
—¿Contesta eso a tu pregunta, Paula Chaves? —dijo, antes de echar el resto del café en el lavabo y ayudar a su inconsciente hija, que, aunque fuera una mujer adulta, en ocasiones seguía siendo una niña.
—¿Qué voy a hacer ahora, mamá? —preguntó Paula, preocupada por su futuro.
—Por lo pronto, confirmaremos el embarazo. Luego, tendrás que decírselo al padre.
—¡Y una mierda! —contestó ella, abrazando nuevamente el retrete.
—Sé sensata, Paula, el padre debe saberlo, si el embarazo se confirma —declaró su madre, intentando hacerla entrar en razón.
—¡Oh, Pedro, no sabes cuánto te odio! —exclamó Paula, ante una nueva arcada.
Después de decidir con su padre que lo mejor que podía hacer era firmar aquel documento hasta que Paula regresara, Pedro pasó la noche en su solitario apartamento, intentando averiguar dónde podía estar ella. La llamó innumerables veces al móvil sin que se lo cogiera y le dejó más de una docena de mensajes en el buzón de voz a la espera de que escuchara alguna de sus explicaciones.
Apenas comió un ligero aperitivo y, tras derrumbarse en el moderno sofá que tantos recuerdos le traía, se quedó dormido soñando con lo único que en esos instantes no podía tener: con su querida Paula.
Se despertó alarmado ante el sonido de su móvil, que contestó con celeridad, con la esperanza de oír sus reprimendas. Pero no tuvo suerte, ya que el único en reprenderlo fue su abogado.
—Pedro, ¡dime que no es verdad el rumor que dice que has aceptado llevar el negocio de esa loca que no hace otra cosa que mandar insultantes regalos a la gente!
—Jerome, te agradezco mucho tu preocupación, pero en estos instantes no estoy como para escuchar uno de tus sermones.
—¡Me parece perfecto que te deshagas de mí con una excusa tan mala! Pero si es verdad que desde mañana también dirigirás Love Dead, tal como dice el periódico de hoy, ¿sabes lo que hará esa noticia con tu negocio? — preguntó Jerome.
—Sí, pero, aun así, a partir de ahora voy a encargarme de Love Dead además de mis tiendas Eros.
—¡¿Te has vuelto loco?! ¡Definitivamente estás como una cabra, Pedro!! —gritó el abogado.
—No, Jerome, no estoy loco, sólo enamorado —respondió Pedro, antes de colgar—. Paula, eres única jodiendo a la gente —suspiró luego, echando de menos sus enfrentamientos, que casi siempre acababan en la cama.
Poco después, el teléfono de su apartamento y el móvil siguieron sonando insistentemente exigiendo respuestas.
****
El veintiséis de diciembre fue su primer día de trabajo en Love Dead.
Cuando Pedro llegó, una decena de reporteros lo esperaban para confirmar la noticia de que ahora dirigía también un negocio totalmente contradictorio con el suyo.
En realidad, Pedro no sabía lo que le deparaba aquella terrible mañana hasta que, después de evitar a la prensa, entró por la puerta trasera a la tienda de Paula. Ninguno de los rostros que allí había mostraba ninguna simpatía por él.
Por si le quedaba alguna duda de que no sería bien recibido por la plantilla de Love Dead, el jocoso oso en topless que le habían regalado y que aún no había podido llevarse a su casa, sostenía ahora un cartel que decía «GILIPOLLAS», con grandes letras mayúsculas.
—Buenos días —saludó Pedro, mientras los demás no dejaban de taladrarlo con sus coléricas miradas—. Como deduzco que ya sabréis, me voy a hacer cargo de este negocio mientras Paula está ausente.
—¿Y cuánto tiempo será eso? —preguntó rencorosamente el joven Jeffrey, una de las últimas incorporaciones que sin embargo se sentía como si aquella tienda fuera su segundo hogar.
—Hasta que la encuentre y la traiga de vuelta. Porque no tengáis ninguna duda de que voy a averiguar dónde narices se esconde —anunció Pedro, decidido a dar con el paradero de Paula.
—Ten en cuenta una cosa, niño bonito, si Paula no quiere que la encuentres, no vas a dar con ella ni en un millón de años —replicó la anciana Agnes, fulminándolo con la mirada.
—Tengo claro que ninguno de vosotros estáis de acuerdo con este cambio, pero si os pido vuestra colaboración no será por mí, sino para que la empresa de Paula pueda seguir en pie hasta que ella vuelva. Así que pensáoslo dos veces antes de hacer algo contra lo que es la vida de vuestra adorada jefa —intentó razonar Pedro.
—No te preocupes, con los problemas que te traerá la tienda por sí misma, nosotros no tendremos que hacer nada para fastidiarte. Únicamente sentarnos a mirar —respondió la ofendida Catalina, tendiéndole un montón de papeles—. Aquí tienes la lista de proveedores que exigen que se les paguen las facturas antes de lo acordado.
—¡Yo necesito todo lo que hay en esta lista antes de esta tarde! ¡Si no, no podré terminar con los malditos encargos de los peluches! —exigió beligerante Agnes, mientras le daba una arrugada hoja de papel con unos garabatos apenas inteligibles.
—A mí me duele el tobillo, por lo que no podré hacer los repartos de hoy —anunció Joel, cojeando hasta sentarse en el taburete que había tras el mostrador.
—¡Nosotros estamos resfriados! —anunciaron al unísono los jóvenes gamberros, emitiendo la tos más falsa que Pedro había oído en todos sus años de vida.
—Yo estoy en «esos días» del mes y necesito un paquete súper de tampones. Como estoy en mi horario laboral, no puedo ir a la tienda, así que tendrás que encargarte tú de ello, jefe —dijo Amanda, recalcando bien la última palabra y sin dejar de quejarse de su malestar.
—¿Algo más? —preguntó él, enfadado con la incomprensión de aquellos sujetos.
—¡Ah, sí, se me olvidaba! Barnie y Larry están de vacaciones, así que prepárate a mordisquear bombones o cantar con eructos si alguien pide ese servicio —apuntó Catalina con una satisfecha sonrisa que demostraba lo mucho que todos se regodeaban con su sufrimiento.
—Qué pena que no puedas despedir a ninguno de nosotros, ¿verdad? —soltó Joel complacido, mientras miraba cómo su tortura aumentaba.
—Puedo contratar a alguien para que nos ayude si es necesario. Yo mismo lo pagaré de mi bolsillo —sugirió Pedro, intentando aligerar algo su carga.
—¡Vamos! ¡¿Eres el dueño de todo un imperio y no puedes
desempeñar el trabajo que hacía Paula en uno de sus días más tranquilos?! ¿Qué clase de empresario eres? —lo increpó Joel, rebajando sus aires de superioridad—. Cuando Paula comenzó con esta tienda, me ayudaba en los repartos, cosía parte de los osos, llevaba las cuentas, trataba con los proveedores y, en más de una ocasión, devoró alguna de esas cajas de bombones. ¡No me digas, principito, que tú no eres ni la mitad de hombre de lo que lo es Paula!
—Además, si has leído el contrato de cesión, sabrás que no puedes contratar a nadie sin tener la aprobación de todos los miembros de Love Dead —le recordó Catalina.
—Vamos a ver, ¡votemos! ¿Alguno cree que es necesario contratar más gente? —planteó irónicamente Joel, sabiendo de antemano la respuesta.
Nadie levantó la mano.
Pedro, crispado, entró en el despacho de Paula, que ahora le pertenecía, y comprendió por qué en más de una ocasión a ella le dolía la cabeza. De hecho, en ese instante él mismo estaba empezando a tener una punzante y molesta jaqueca, que aumentaba con cada uno de los problemas que llevaba consigo aquella maldita tienda.
—¿Dónde diablos estás, Paula? —preguntó con un suspiro, revisando una vez más sus llamadas, por si había decidido contactar con él, aunque sólo fuera para hablar de su negocio.
Pedro había pasado toda la noche buscando a Paula.
Desesperado, llamó a sus amigos y familiares, a los hospitales e incluso lo intentó con la policía.
Pero no había ni rastro de ella. ¿Dónde narices podría estar?
¿Le habría pasado algo? ¿Estaría herida? Mil y una cosas aterradoras de lo que le podía haber sucedido pasaron por su mente mientras volvía a su apartamento, sintiéndose un inútil.
No podía ser que nadie supiera nada de ella. Lo más seguro era que sus amigos la estuvieran ocultando de él, pero en esos momentos le daba igual lo mucho que lo odiara, porque sólo quería asegurarse de que estuviera sana y salva donde fuera.
Sus sombríos pensamientos al lado de una botella de whisky fueron interrumpidos por la llamada de su padre. Por un instante pensó en no contestar, pero recapacitó. Tal vez su paternal consejo en esas circunstancias no le viniera demasiado mal.
—Pedro, ¡tienes que venir a mi despacho inmediatamente! —exigió el magnate, un tanto molesto.
—Papá, son las seis de la mañana, me he pasado toda la noche despierto buscando a Paula y créeme si te digo que no tengo ningunas ganas de ir ahora a tu despacho.
—¡Pues tendrás que hacerlo de todas formas, porque tengo un extraño presente que creo que es para ti! ¡Ya te puedes imaginar quién lo envía! — informó su padre.
—¡Ahora mismo voy para allá! —contestó Pedro, volviendo a ponerse con rapidez la chaqueta, mientras cogía las llaves del coche.
Llegó en un tiempo récord a las oficinas del House Center Bank, aparcó rápidamente en su plaza y subió hasta la última planta de las solitarias oficinas. Entró sin llamar en el despacho de su padre, encontrándose allí con una escena un tanto inusual. Por fin pudo respirar tranquilo sabiendo que a Paula no le había ocurrido nada, pues sin duda alguna aquella insólita idea solamente podía provenir de ella.
Se sentó frente a su padre, después de servirse una copa para pasar el mal trago que sin duda lo esperaba. De repente vio que su hermano también estaba allí, en un rincón cercano a las grandes ventanas, con una copa casi vacía en la mano y con la misma ropa que el día anterior.
—¿Qué hace él aquí? —exigió saber Pedro, furioso con el culpable de todas sus desdichas.
—La señorita Chaves así lo ha requerido —dijo el estrambótico regalo de Paula, que no era otro que un estirado abogado, con un inmenso lazo rojo atado a la cabeza. »Buenos días, me llamo Edgar Thomson y soy el abogado de la señorita Chaves —prosiguió el trajeado personaje, deshaciéndose el lazo de la cabeza—. Siento mucho mi inusual aspecto, pero mi cliente ha insistido en ello y es una señorita bastante convincente, todo hay que decirlo
—comentó el hombre con una sonrisa.
—¿Dónde está Paula? —inquirió Pedro, comenzando a enojarse.
—Sólo le diré que he tenido el placer de hablar con mi cliente por teléfono, así que desconozco su paradero. Pero por el momento creo que no quiere que la encuentren.
—¿Qué hace usted aquí entonces? ¿Por qué motivo ha enviado Paula un abogado al despacho de mi padre? ¿Y qué tiene que ver él en todo esto? —le preguntó Pedro al señor Thomson, señalando a su hermano.
—Si se tranquiliza, tal vez pueda responder a todas sus preguntas. Claro está, si es que quiere escuchar lo que la señorita Chaves tiene que decirle —indicó el abogado, tras lo que continuó—: Antes de desaparecer, la señorita Chaves dejó un regalo para cada uno de ustedes. Empecemos por
el que me ha costado más trabajo asimilar. Según la señorita Chaves, ustedes dos hicieron una apuesta.
—¡Tan sólo era un estúpido trato que estoy dispuesto a anular delante de Paula en cuanto vuelva a verla! —exclamó Pedro, arrepentido del momento en que hicieron aquella maldita apuesta.
—Pero ¿por qué, señor Alfonso? Si después de todo ha ganado — anunció el abogado, entregándole las llaves de Love Dead—. No sé muy bien de qué iba ese contrato o acuerdo que usted y la señorita Chaves firmaron. Ella sólo me dijo que usted era ahora el dueño de su tienda y me pidió que redactara esto para usted. Es una cesión del negocio debidamente cumplimentada, sólo tiene que firmarla y Love Dead será suyo.
—¡Yo no quiero su negocio! ¡Sólo deseo que vuelva Paula! —gritó Pedro, furioso—. ¡Dígale que romperé el contrato en mil pedazos!
—Se lo comunicaré a mi cliente, pero lamentablemente, mientras ella esté ausente, usted tendrá que hacerse responsable de su negocio y de todo lo que ello conlleva: gastos, proveedores, clientes... La señorita Chaves sugirió que le resultaría muy gratificante cambiar su estilo de trabajo. — Tras una pausa, el abogado de Paula continuó, dirigiéndose ahora a Nicolas Alfonso—. Ahora vamos con usted, señor Alfonso. Mi cliente le ha dejado esta carpeta. Por si se le ocurre preguntar, no tengo ni idea de lo que contiene. —Y por último, dirigiéndose a Nicolas, el señor Thomson dijo—: Y a usted, señor Alfonso, le ha dejado este inusual llavero —informó el hombre, dándole a Nicolas Alfonso un pequeño oso con un puñal en la espalda, que llevaba un cartel que decía «Gracias por todo»—. Y creo que con esto he terminado. Si tienen alguna duda, háganme un favor: no me llamen, porque ni siquiera yo estoy muy seguro de la cordura de mi cliente.
Cuando el abogado salió del despacho, todos los Alfonso miraron un tanto confusos sus presentes.
—¿Qué narices será esto? —exclamó extrañado Nicolas Alfonso, abriendo la carpeta que le habían dado y viendo en ella numerosas cartas con insultantes amenazas.
—Ésas son las amenazas que le mandaban continuamente los miembros de ese nuevo Comité para la Moral y Decencia —informó Pedro a su padre, al reconocerlas.
—¿Y qué hizo ella al respecto? —quiso saber su padre,
escandalizado con algunas de las ofensivas cartas.
—Nada, nunca le hacían caso. Ni siquiera la policía —contestó Pedro, pasándose frustrado una mano por su despeinado cabello, sin dejar desujetar en la otra el amargo regalo que eran las llaves de la tienda de Paula.
—Bueno, ahora que sabemos que Paula está bien, yo no pinto nada aquí, ¿verdad? —les dijo Dario a sus molestos familiares, que no hacían otra cosa que juzgarlo con sus frías miradas.
—¿Sabes qué es esto? —chilló Pedro, histérico, dirigiéndose furioso hacia donde estaba su hermano—. ¡Esto es la prueba de que ella me amaba! ¡Yo solamente ganaría la apuesta si lograba que Paula se enamorara de mí!
—Eso solamente puede significar que Paula tiene un gusto pésimo en lo que se refiere a los hombres —comentó Dario, indiferente ante el dolor de su hermano.
—¡Vete de aquí! —le gritó Nicolas a su hijo, mientras sujetaba a Pedro, impidiéndole que se abalanzara sobre Dario.
—Os dejo. Ahora que habéis conseguido el negocio de Paula, seguro que quieres mandar a tu semental a por otro. ¿Quién será la víctima esta vez? ¿La panadera? ¿La señora de la casa de empeños? —preguntó insultantemente Dario, mientras abandonaba el despacho de su padre.
—No te preocupes, Pedro. La amenazaremos con cerrar su negocio, ahora que está en tu poder, seguro que eso la hará volver —intentó animar Nicolas a su hijo, cogiendo el documento de cesión de Love Dead—. ¿Qué mierda es ésta? —exclamó, poco después de comenzar a leer el conjunto de folios.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pedro, inquieto con las maldiciones de su padre.
—Pues que eres dueño de un negocio en el que no puedes hacer nada: no puedes cerrarlo, ni venderlo, ni despedir a ninguno de los trabajadores, ni contratar a nadie nuevo. No puedes cambiar de proveedores, ni el catálogo de regalos, no puedes tocar los precios, ni la lista de clientes... ¡No puedes hacer ningún cambio! Ahora bien, este trozo de papel sí que te obliga a llevar la contabilidad, tratar directamente con sus empleados y proveedores y resolver cualquier problema que surja.
—Míralo positivamente, papá: eso significa que todavía no me ha olvidado. Aún quiere joderme como no lo ha hecho ninguna otra —comentó Pedro entre carcajadas.