Mientras Paula bebía el espeso líquido, no le pasó desapercibido el brillo de aquellos fríos ojos azules que tanto la tentaban y la astuta sonrisa de Pedro que le anunciaba que nada lo detendría a la hora de averiguar lo que quisiera.
Para su desgracia, algo le decía que el día que él consiguiera su revancha, no la dejaría ir tan fácilmente como en ese momento. Más le valía estar preparada si eso ocurría. Pero no era tan fácil descubrir cuándo era su cumpleaños. No obstante, tendría que advertir a sus amigos y a su madre para que guardaran silencio, y rezar para que él no lo adivinara.
¿Por qué había tenido que desafiarlo una vez más? Sobre todo a su hinchado ego... Pero es que en el momento en que se despertó entre sus brazos y vio que la abrazaba como si verdaderamente fuese lo más preciado para él, tuvo ganas de gritar llena de frustración que todo era mentira.
Pero ¿qué hizo en cambio? Recogió su ropa en silencio y se dispuso a abandonarlo sin más, hasta que vio que en el vanidoso rostro de ese adonis había una sonrisa llena de satisfacción que sólo podía significar que se creía vencedor, de modo que no pudo evitar hacer algo para borrarle esa sonrisa que tanto la irritaba. Por desgracia, ahora Pedro sonreía de nuevo, pero esta vez con expectación ante lo que se avecinaba.
—¡Dios, que nunca descubra cuándo es mi cumpleaños! Si no, estoy perdida —rogó Paula en voz baja, antes de ver cómo, muy decidido, él salía por la puerta.
*****
—El veinticuatro de febrero tenemos una cita —anunció Pedro, triunfante, mientras Paula cerraba la tienda.
Había logrado que su padre le enseñara los archivos personales de Paula que se guardaban en el House Center Bank.
—¿Ah, sí? ¿Desde cuándo? —se burló ella, alzando impertinentemente una ceja.
—¿Acaso no es ése el día de tu cumpleaños? —preguntó Pedro sarcástico, decidido a que ella admitiera su derrota.
—No. Ése es el día que consta en todos mis documentos personales, pero no es el día en que nací. En la inscripción de mi nacimiento hubo un error que mis padres no corrigieron, así que, aunque ése sea el día oficial, no es el correcto —le informó Paula, borrando la sonrisa con la que prematuramente Pedro celebraba su victoria.
—¡No me jodas! Entonces, ¿cómo demonios voy a averiguar cuándo es?
—¡Oh, pobre! ¿Esperabas que fuera fácil? —ironizó Paula,
acariciándole compasiva la mejilla, mientras él la fulminaba con la mirada.
—Eres odiosa —masculló entre dientes.
—Entonces, ¿me odias ya? —preguntó ella hábilmente, buscando su rendición.
—No, Paula, al contrario: te deseo. Te deseo tanto que cuando consiga averiguar cuál es el maldito día de tu cumpleaños no te dejaré salir de mi cama en una semana —afirmó Pedro, cogiendo la delicada mano que segundos antes lo había acariciado, para besarla con delicadeza, reafirmando así su declaración.
—¡Oh, qué palabras tan dulces! —comentó ella irónicamente, ante su poca sutileza a la hora de expresar sus deseos—. Ni flores, ni dulces, ni empalagosos peluches: una simple orden y esperas que te siga como un inocente corderito hacia el matadero. Si es así como conquistas a tus amantes, tengo que decirte que las mujeres con las que sales son idiotas.
—Pero, Paula... me sorprendes. Creía que tú no eras de esas damas que ansían ese tipo de halagos —la provocó Pedro ante sus impertinentes palabras.
—Y no los quiero. Esa clase de regalos apestan. Pero tampoco quiero que me ordenes meterme en tu cama como si yo fuera una muñeca hinchable —replicó ella enfadada.
—No te preocupes, a partir de ahora te cortejaré como se debe: flores, bombones, peluches, serenatas... —anunció Pedro con una burlona sonrisa que le advertía de lo que se avecinaba.
—¡Ni se te ocurra! —le prohibió Paula tajantemente.
—¿Cuándo es tu cumpleaños? —le pidió decidido.
—No pienso decírtelo —declaró ella con rotundidad.
—Entonces, adiós, Paula —contestó Pedro—. ¡Ah, por cierto! Mañana serán rosas —anunció alegremente.
Mientras se alejaba lentamente hacia su coche, unas cuantas decenas de maldiciones resonaron a su espalda.
—¡Ni se te ocurra, Pedro, te lo advierto! —lo amenazó ella.
Para su desgracia, la respuesta de él fueron unas sonoras carcajadas.
Pedro apretaba con fuerza la nota con la que Paula lo había sorprendido esa mañana.
Después de cumplir en una sola noche todos y cada uno de los calenturientos sueños que había tenido durante meses con ella, lo que menos esperaba era encontrarse con algo tan insultante como eso al lado de su almohada.
Cuando abrió los ojos y vio el lecho vacío, en un principio pensó que Paula estaría en otra estancia, así que holgazaneó un poco. Pero en el momento en que volvió la cabeza sobre su mullida almohada, se percató del arrugado contrato del que aún no se había deshecho. Lo cogió decidido a romperlo en mil pedazos cuando vio la firma de Paula Chaves, que además se burlaba de él en un post-it que jamás debería haber escrito. Al leerla pensó lo tonto que había sido al creer que aquella mujer podía llegar a ser dulce o amorosa.
En la nota había una frase que, aunque pudiera parecer alentadora en otras circunstancias, no cabía duda de que era un escarnio en aquéllas:
«NECESITAS MEJORAR», decía, escrito con chillonas letras rojas y puntuando su actuación de la pasada noche con un sonriente tres.
Cuando se percató de que ella se había ido dejándolo allí abandonado, Pedro se enfureció, sin caer en la cuenta de que eso mismo era lo que él había hecho con muchas de sus amantes. Aunque de una forma un tanto más sutil, tras regalos de rosas y diamantes, no con una ultrajante nota que sólo podía hacerle desear vengarse.
¡Como que se llamaba Pedro Alfonso que Paula Chaves volvería a estar en su cama! ¡Y no dejaría descansar a esa provocadora hasta que rogara clemencia una y otra vez!
Sabía que lo de la puntuación era otro de sus traicioneros ataques para que acabara odiándola, pero uno para el que no estaba preparado después de una placentera noche de sexo. Sin embargo, ya sabía que con una mujer como ella nunca se podía bajar la guardia del todo.
Tras darse una larga ducha y tomar un solitario desayuno, decidió ir a buscarla y hacerle tragar el ofensivo papel. La nota, que llevaba arrugada en la mano, sólo conseguía enfurecerlo más a cada paso que daba, y no mejoró nada su humor encontrarse con el famoso Joel, para quien Paula tenía tantas alabanzas. Un hombre que ella había insinuado que era su amante la noche anterior, justo antes de caer en sus brazos, alguien que siempre tenía una sonrisa para Paula y que no se despegaba de ella, un hombre al que él le iba a partir la cara como siguiera sonriéndole como lo estaba haciendo en esos instantes.
Cuando Pedro entró en la tienda, no tuvo ojos para otra cosa que no fuera su objetivo, la mujer que permanecía plácidamente sentada tras su mostrador, disfrutando de un café y sin inmutarse ante nada. Más aún: su presencia parecía traerle sin cuidado.
—¿Me puedes explicar qué es esto? —gritó Pedro, furioso, soltando con brusquedad el papel que le estaba quemando las manos.
—Una nota de despedida —respondió Paula, tras dedicarle una simple mirada y continuar tranquilamente con su café.
—¿Cómo que una nota de despedida? ¡Aquí no hay escrito un «Hasta luego» o un «Buenos días»! ¡Ni siquiera un número de teléfono! ¡Solamente un tres y una humillante frase!
—Creía que los bombones y las flores eran cosa tuya. Si llego a saber que te pondrías así, en el bolso llevaba una chocolatina...
—Paula, no me hagas perder la poca paciencia que me queda — amenazó Pedro, dirigiéndole una iracunda mirada.
—¿Qué quieres saber? Pasamos una noche juntos, que estuvo bastante bien, pero no fue para tanto —comentó Paula despreocupadamente—. Que conste que si te he concedido un tres ha sido por original e imaginativo.
—Original... Imaginativo... —masculló Pedro entre dientes, mientras la miraba—. ¡Quiero la revancha! —reclamó tajante, dispuesto a demostrarle lo equivocada que estaba y lo imaginativo que realmente podía llegar a ser.
—No —replicó Paula, sin ganas de dedicarle ni un minuto más de su tiempo.
—¿Cómo que no? —preguntó él, ofendido, agarrándola del brazo e impidiendo que se fuera.
—He dicho que no, Pedro. Fue una noche que nunca debería haber existido. Me divertí, pero no es algo que tenga prisa por repetir. Además, ahora estoy demasiado ocupada con los preparativos de San Valentín como para prestarle atención a tu hinchado ego —concluyó, enfrentándose a sus fríos ojos azules.
—Quiero tener una cita contigo, Paula Chaves, y todo lo que eso conlleva: cena en un acogedor restaurante, tomar alguna que otra copa y finalmente quiero sexo, ¡mucho sexo! ¡Y aunque tenga que retenerte una semana en mi cama, acabarás rectificando esa maldita nota! —exigió Pedro, retándola a negarse una vez más.
—No, Pedro, no voy a salir contigo —declaró ella con rotundidad.
—Oh, sí lo harás —dijo él, sonriendo, mientras le enseñaba el arrugado contrato con sus respectivas firmas—. «Punto uno: Paula Chaves no puede negarse a salir con Pedro Bouloir» —leyó Pedro animadamente, mientras ella lo escuchaba un tanto molesta.
—Bien, Pedro, lo haremos como tú quieras. Pero estoy tan ocupada, que por ahora sólo puedo concederte una cita el día de mi cumpleaños — contestó Paula finalmente, haciéndolo retroceder con una de sus maliciosas miradas.
—De acuerdo, no tengo ningún problema. ¿Cuándo es tu cumpleaños? —quiso saber, confuso ante su rápida rendición, pero dispuesto a hacer un hueco en su agenda sin importar lo que tuviera en ella.
—¡Oh, Pedro! No esperarás que yo haga todo el trabajo, ¿no? ¿No se supone que quieres enamorarme? Pues empieza por averiguar cuándo es mi cumpleaños —repuso Paula, cogiendo su copia del contrato y guardando la ofensiva nota en el bolsillo delantero de la camisa de Pedro.
Tras darle unas palmaditas sobre el bolsillo, se puso de puntillas y le susurró al oído:
—Sigues teniendo un tres.
Luego se alejó insinuante hasta donde seguía su café, ahora frío
¡Dios! Me dolían todos los músculos del cuerpo, y todo por culpa de aquel hombre que no sabía parar. ¡Había tenido más de diez orgasmos! No era humano. Su amiguito parecía estar siempre dispuesto y solamente tenía que dedicarme una de sus estúpidas sonrisas para volver a ponerme a cien.
Definitivamente, Pedro Bouloir me había arruinado para los demás hombres, porque de ahora en adelante los compararía a todos con él y sin duda alguna perderían.
Pero aunque hubiera sido el mejor sexo de mi vida, nunca lo
confundiría con amor. Aunque sus ojos se tornaron cálidos en el momento del placer, él sólo lo hacía para ganar una apuesta.
Yo prefería su fría y distante mirada cuando se enfrentaba a mí, antes que esa otra, engañosa, que haría que cualquier mujer abrigara esperanzas.
Cualquiera menos yo, que sé que el amor es solamente una efímera ilusión.
Tal vez por eso hice lo que no debía y lo provoqué una vez más antes de dejarlo solo en una fría cama, con una impertinente nota y un contrato firmado que nos confirmaba como enemigos.
A partir de entonces, lo mejor sería no volver a acercarme a la cama de Pedro, porque aunque él pudiera ser de lo más tentador, también era muy peligroso.
Mientras reflexionaba sobre la pasada noche, sonreí estúpidamente a la nada, escondiéndome tras mi café, sentada un tanto incómoda en mi taburete, en la tienda.
Mis empleados fueron entrando uno a uno sin decir nada sobre mi extraño comportamiento, pero mis trabajadoras no eran estúpidas y, para mi desgracia, eran igual de impertinentes que yo, así que cuando los hombres desaparecieron para llevar a cabo sus tareas, ellas me rodearon en un indecente coro de cotillas y comenzaron su asedio.
Si no decía nada, seguramente me dejarían en paz.
—A ti te pasa algo —comentó mi amiga de la infancia, dando pie a las demás para que iniciaran su asalto.
Yo me escondí detrás de mi taza de café y guardé silencio.
—Tú has hecho algo que no debías —insistió Catalina, mientras yo la fulminaba con una de mis miradas de «Métete en lo tuyo», que con ella nunca parecían funcionar.
—Te has acostado con alguien y, por tu cara, parece haber sido un buen amante —conjeturó la anciana Agnes, después de mirarme un segundo.
¡Por Dios! ¿Esa anciana era adivina o qué?
—Si te has acostado con alguien, ¿por qué deberías sentirte culpable? ¿Acaso era un extraño que conociste en un bar? —preguntó impertinente Amanda.
—No, Paula no es de ésas. Le cuesta mucho elegir una pareja. De hecho, tiene que conocer muy bien al hombre antes de decidir acostarse con él —reveló Cata, a pesar de mi silencio.
—Entonces se ha acostado con alguien que conocemos —supuso la joven gótica.
—No es uno de tus empleados, si no, estarías aún más avergonzada y quizá no hubieras aparecido. Entonces sólo nos quedan los clientes asiduos o alguno de nuestros proveedores... —opinó mi amiga sin dejar su acoso.
—¡Ya está, ya lo tengo! —anunció Agnes, mirándome burlona—. ¡Te has acostado con ese niño bonito, ese Pedro Bou... algo! ¡El dueño de Eros!
Después de las palabras de la endiablada anciana, me escondí más todavía detrás de mi café, incómoda con las miradas de sorpresa e incredulidad que me dirigían Catalina y Amanda.
—No, Paula nunca haría eso —negó Cata, muy convencida. Hasta que vio que me estaba ruborizando.—¡Mierda, Paula! ¿Cómo has podido acostarte con ese hombre...? — preguntó mi amiga, algo preocupada.
—¡Sí, eso! ¡Con lo bueno que está! ¡Dime qué has hecho para llevártelo a la cama! —la interrumpió Amanda impertinente, ganándose una mirada reprobadora de Catalina.
—¡Aquí lo importante es que no lo vuelvas a hacer! Seguro que esa clase de hombres, después de una noche pierden interés y, aunque hayáis hecho un trato, si no lo provocas no irá detrás de ti y... ¡Mierda! ¿Qué has hecho, Paula? —acabó gritándome Cata, cuando vio que me hundía un poco más en mi asiento.
—Yo... Verás, en fin...
—¡Joder, Paula! ¿Qué le has hecho esta vez a ese hombre? —preguntó Joel, entrando en la tienda y mirándome con una sonrisa de satisfacción—.¡Está que trina! Me ha dedicado una mirada asesina mientras venía hacia aquí. Me ha preguntado por ti sin parar de soltar maldiciones y sosteniendo un papel medio arrugado que cada vez que miraba parecía ponerlo más furioso. Finalmente me ha amenazado con mil y un infiernos si me acercaba a ti. ¿Se puede saber cómo has conseguido enloquecer a ese orgulloso pedante? —se carcajeó Joel, sin darse cuenta de que sus bromas estaban de más.
—Acostándome con él —anuncié finalmente ante mis atónitos empleados, poniendo fin a aquel absurdo acoso y confirmando sus sospechas.