domingo, 29 de octubre de 2017

CAPITULO 20





Pedro se deleitaba con un vino de más de cinco mil dólares, regalo de Durand Lasserre, famoso chef del restaurante Le Petit Garçon en el que estaba cenando, mientras contemplaba a su glamurosa cita, que, aunque en otras ocasiones lo había mantenido expectante ante la idea de pasar la noche en su cama, en esos momentos tan sólo lo aburría enormemente.


Ninette era una hermosa rubia de vivos ojos verdes y largas piernas.


Como se dedicaba al mundo de la moda, cuidaba mucho su físico y poseía unas espectaculares curvas que enloquecerían a cualquier hombre, pero que en esos instantes a Pedro lo dejaban frío.


Su piel de porcelana era perfecta y sus llamativos labios pintados de rojo lo atraerían a pecaminosos pensamientos si no estuviera recordando una descarada boquita que, por desgracia, parecía llamar más su atención.


¡Qué narices le había hecho Paula Chaves! Él, un hombre que podía tener a cualquier mujer en su cama, se dedicaba a fantasear con una que era sumamente espinosa y altanera, una que no dudaría en fustigarlo con su lengua si supiera las mil y una posturas en las que quería tenerla para poseerla una y otra vez sin compasión.


Decididamente, la abstinencia de aquellas dos últimas semanas le estaba pasando factura.


Había estado tan ocupado con sus proyectos, que hacía algún tiempo que no salía con nadie; tal vez por eso fantaseaba con aquella fiera descontrolada que no hacía otra cosa que alterar su buen humor. Pero ahora tenía una cita con una famosa y hermosísima modelo. Seguro que después de pasar una tórrida noche de pasión con ella, se quitaría a la impertinente Paula Chaves de la cabeza sin ningún problema.


Lo malo era que, aun viendo a la ardorosa Ninette frente a él con aquel escueto y provocador vestido rojo que insinuaba cuán exquisito era su cuerpo, no podía olvidar cómo su joven contrincante se había enfrentado a él y le había advertido beligerantemente sobre su próximo movimiento.


Pero ¿qué podía hacer Paula que no hubiera hecho ya? Pedro se conocía uno a uno todos sus sucios trucos e insultantes regalos, y, después de todo, ella no podía tener acceso a los mismos lugares en los que él podía entrar por su dinero y posición en las altas esferas de los negocios y la sociedad.


Mientras miraba una vez más cómo Ninette jugueteaba con su insulsa ensalada, a la vez que le dedicaba incitadoras miradas llenas de pasión, sin duda alguna para agradecerle el regalo que lucía en su muñeca derecha, una costosa pulsera de esmeraldas, Pedro vio que un hombre de unos cuarenta años elegantemente vestido se dirigía hacia ellos.


El sujeto no parecía sospechoso, su porte elegante y su rostro serio e imperturbable hacía pensar en un hombre de negocios. Pero el ramo de flores amarillas que llevaba en las manos significaba «celos» en el lenguaje de las flores y sólo había una persona en su vida que pudiera hacerle tan abiertamente una advertencia. Cuando empezó a buscar a Paula con la vista e intentó advertir a Ninette, ya era demasiado tarde y la broma de Love Dead había comenzado.


—Señorita Ninette, aquí tiene estas espléndidas rosas: son para usted por el día de su cumpleaños. Yo tan sólo soy un mensajero —anunció el hombre, entregando su presente.


—¡Oh, son hermosísimas! ¡Seguro que esto es uno más de tus maravillosos regalos, Pedro!


—Ninette yo... —intentó inútilmente advertir él.


—¡No digas nada! —susurró la ardorosa modelo, tapándole
dulcemente la boca con una mano—, en casa te recompensaré por cada uno de tus presentes...


—Me alegra que le haya gustado, señorita, pero aún hay más. Debo cantarle el Cumpleaños feliz de una forma que nunca lo olvide —continuó el hombre con gran seriedad ante la alegre modelo.


—¡Oh, un tenor para mí sola! ¡Qué detalle tan romántico, Pedro!


—Pero, Ninette, yo no... —lo intentó una vez más, siendo desoído por la temperamental fémina, que, eufórica ante su regalo, no atendía a razones


—¡Calla, calla! ¡Quiero escuchar la canción!


—Un segundo, señorita, debo prepararme —pidió afectadamente el elegante hombre, mientras cogía una bebida gaseosa de una bandeja que llevaba un camarero que permanecía a su lado, asombrado, y se la bebió de un solo trago.


—¡Pobre! Debía de estar sediento... —excusó Ninette el grosero comportamiento de quien iba a hacerle su regalo.


Cuando depositó la botella vacía nuevamente en la bandeja, el hombre se golpeó el pecho con fuerza y se dispuso a cantar.


Pero de su boca no surgió la melodiosa voz que Ninette esperaba, sino unos eructos que, de una forma un tanto distorsionada, podían identificarse con la melodía del Cumpleaños feliz.


En el restaurante se hizo un silencio sepulcral. Todas las escandalizadas miradas se dirigían a la mesa en la que un atónito Pedro miraba boquiabierto cómo aquel hombre era capaz de seguir eructando «cumpleaños feliz» incansablemente una y otra vez.


Ninguno de los presentes podía concebir que en un restaurante tan prestigioso como aquél se llevara a cabo tan tosca afrenta. Una burla que, sin duda alguna, acabó con el apetito de todos.


Ante la petrificada presencia de los camareros, que no se podían creer lo que estaba sucediendo en su lujoso comedor, el «tenor» finalizó su canción, si es que se podía definir aquello como tal, hizo una reverencia y se marchó con la misma majestuosidad con que minutos antes se había presentado.


—¡Esto es insultante, Pedro! ¡Qué humillación! ¡Sin duda alguna nunca olvidaré este día! —gritó Ninette, tirándole la servilleta a la cara, sin permitirle dar ninguna explicación mientras se alejaba airadamente.


Los comensales fulminaron a Pedro con la mirada, hasta que uno de los camareros se acercó para mostrarle amablemente la salida.


Él se resignó a irse sin armar escándalo. Aunque se excusara, nadie lo creería, así que pagó una escandalosa suma, sin duda alguna algo hinchada por los resentidos empleados, y salió por la puerta de Le Petit Garçon para no volver mientras se pudiera recordar esa escabrosa broma. 


Cuando salía del local, oyó una irónica voz femenina, a cuya propietaria esperó con impaciencia.



***


—¡¿Qué?! ¿Veinte dólares por unos panecillos y un agua mineral? ¡Dios, qué atraco! —se quejó Paula, ultrajada, mientras sacaba su cartera—. Joel, te has quedado sin cena —suspiró luego, resignada, mientras entregaba todo su dinero al elegante ladrón del restaurante..


—¡Vaya, vaya, vaya! Pero a quién tenemos aquí: ¡si es mi querida enamorada! —dijo sarcásticamente una voz conocida detrás de Paula, cuando ésta salía con Joel de Le Petit Garçon.


—¿Qué haces aquí? —preguntó, sorprendida al haber sido pillada in fraganti por aquel adonis, que por lo visto no era tan tonto como aparentaba.


—He oído tu melodiosa voz en el instante en que salía y no he tenido dudas de que la serenata de Ninette ha sido cosa de mi querida y celosa amante.


—¡Tú y yo no somos amantes! —vociferó Paula, furiosa por su presunción.


—Aún... —apostilló Pedro, sin dejar de reírse ante el enfado de ella.


—Bueno, espero que te haya gustado mi regalo. Ése era Larry, el hermano de Barnie. Estoy pensando en añadir sus servicios a un nuevo y extenso catálogo creado sólo para ti. —Paula sonrió maliciosamente, intentando dejar atrás la prepotente presencia de Pedro Bouloir.


—Un segundo, preciosa —la detuvo él, cogiéndola bruscamente del brazo—. Tú y yo todavía no hemos terminado.


—¡Será mejor que la sueltes! —saltó el siempre protector Joel, ante el acoso hacia su amiga.


—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó Pedro, molesto, mirando al sujeto por encima del hombro como si de una fastidiosa mosca se tratase.


—Paula me ha invitado a cenar —contestó Joel, dándose importancia.


—¡Enhorabuena! Por lo que he podido oír, has tenido tiempo de roer los panecillos de este famoso lugar. ¡Conténtate con esto y piérdete! — ordenó arrogante Pedro, tirándole un billete de cien dólares.


—¿Quién narices te crees que eres? —gritó Paula, ultrajada por la forma en que acababa de tratar a su amigo.


—En estos momentos un hombre con muy poca paciencia, que tiene mucho que hablar contigo.


—¡Yo no tengo nada que hablar con usted, «míster Eros»! —declaró ella muy digna, mientras se zafaba de su agarre.


Cuando se libró de Pedro, cogió amigablemente a Joel del brazo y se dispuso a marcharse de aquel ostentoso lugar, hasta que una maliciosa provocación la hizo pararse en seco.


—¿Ni siquiera del contrato de nuestra apuesta? —preguntó Pedro burlonamente, viendo cómo Paula posponía su partida—. El contrato, y su preceptiva copia, redactado por mis abogados, está en mi apartamento. Tienes hasta las doce de esta noche para venir a echarle un vistazo; si no vienes, lo romperé en pedazos y nuestro acuerdo quedará anulado.


—¡Fui una estúpida al hacer ese trato contigo! —replicó Paula, furiosa, olvidándose de Joel.


—No lo dudo, pero ¿tienes el suficiente dinero para enfrentarte de nuevo a mis abogados? —preguntó malévolo el diablo con cara de ángel al que algunos comparaban con Cupido.


—¡Eres un miserable! —gritó Paula, acompañándolo hacia su coche.


—Sin duda alguna —confirmó Pedro, abriéndole gentilmente la puerta del vehículo.


—Lo siento, Joel, pero este ser despreciable y yo tenemos que hablar — dijo Paula, rabiosa, mientras cerraba con brusquedad la puerta del caro descapotable.


—Otra vez será —añadió Pedro, desafiándolo con una intensa mirada de advertencia de sus fríos ojos azules, antes de marcharse con su conflictiva acompañante.


Joel se quedó a solas con el billete de cien dólares abandonado en el suelo. Lo recogió antes de que algún otro se hiciera con él y, ante la perspectiva de cenar solo en su pequeño apartamento, llamó a toda la plantilla de Love Dead.


—¡Adivinad quién nos invita a cenar esta noche...! —anunció
alegremente, sin preocuparse demasiado por su amiga, ya que sabía que Paula podía defenderse sola.


Muestra de ello era sin duda su inigualable negocio. ¿A qué otra loca desquiciada se le ocurriría abrir una empresa en la que simplemente se dedicaba a tocarle las pelotas a todo el mundo?



CAPITULO 19





—Ninette no, ¡claro que no he olvidado que hoy es tu cumpleaños! Tengo toda una velada especial preparada para ti. Primero, una fantástica cena en Le Petit Garçon, con música, velas, flores..., todo lo más caro y delicado para tu exquisito paladar. Luego te daré tu regalo y más tarde tomaremos el postre en mi casa —ronroneó Pedro a la cotizada modelo, que al fin había conseguido hacer un hueco en su agenda para pasar tiempo con él.


—Entonces paso a recogerte a las siete. La reserva es a las ocho, así que no habrá ningún problema —finalizó Pedro, cerrando bruscamente su teléfono móvil al percatarse de que enfrente tenía a Paula Chaves, que lo observaba alegremente con una pícara sonrisa.


—¡Oh! ¡No deberías salir con otras cuando estás prometido! ¿Qué pensará de ti tu querida suegra cuando se lo cuente? —dijo con ironía, aún molesta por su jugada.


—Ah, por lo que puedo ver, no te gustó que llamara a mamá para quedar, pero creo que si vamos a salir, es mejor para ambos que no nos escondamos —contestó Pedro burlonamente.


—¿Y piensas contarle a tu Ninette que estamos prometidos, o eso te lo reservas para los oídos de las madres alcahuetas?


—No creo que tenga que decírselo. Ella solamente es una hermosa mujer con la que quedo a veces. Ninguno de los dos está comprometido con el otro. No quiero quemar mis barcos con ella, ya sabes, por si tú me abandonas y me dejas con el corazón roto —respondió él, carcajeándose ante esa absurda posibilidad.


—Te lo advierto, soy una persona enormemente celosa, amor mío — dijo Paula, jocosa, a la vez que le apretaba un poco más la corbata.


—¿Estás celosa, Paula? Eso quiere decir que he empezado a gustarte —se jactó Pedro ante la pendenciera mirada de ella—. Sólo me falta esto — añadió con chulería, mostrando una pequeña distancia entre sus dedos índice y pulgar—, para que caigas rendida a mis pies.


—¡Oh, sí! ¡Segurísimo que sí! —contestó ella, burlona—. Te lo advierto, Pedro Bouloir: tú me has fastidiado mucho con esa estúpida llamada a mi madre y yo pienso amargarte la vida a conciencia. De momento, prepárate para convertirte en el perfecto hombre fiel, ¿no es ésa una de las cosas de las que te vanagloriaste ante mi madre? Pues no te preocupes, yo te ayudaré con ello —finalizó Paula, apretando demasiado la elegante corbata, mientras se enfrentaba a sus burlones ojos.


—Sí, lo que tú digas, cariño. Si quieres tenerme para ti solita, tan sólo tienes que decírmelo. En estos instantes mi local está vacío y todavía no hemos terminado lo que empezamos sobre el nuevo mostrador.


—¡Quedas advertido, Pedro Bouloir! —amenazó Paula airadamente, tras soltarlo con brusquedad.


Mientras se dirigía a su tienda, oyó las estruendosas carcajadas de él, burlándose de sus amenazas, seguramente creyéndolas insustanciales.


—¡Oh, Pedro Bouloir, no sabes cuánto me voy a divertir contigo! — susurró Paula maliciosamente, mientras que una perversa idea tomaba forma en su cabeza.



*****


—Paula, cuando me invitaste a un elegante restaurante francés y me pediste que me vistiera para la ocasión, no tenía precisamente esto en mente —se quejó Joel sentado con ella a una alejada mesa, escondida de todos, desde donde espiaban descaradamente a Pedro Bouloir y su cita.


—¡Cállate, Joel! ¡Encima de que te invito a cenar en un restaurante caro! —replicó Paula, sin dejar de observar con suma atención la mesa de al lado, mientras se escondía tras la carta de vinos.


—Pero ¡si sólo me has dejado comerme los panecillos de la cesta! Y el camarero, que no deja de dar vueltas a nuestro alrededor, empieza a olerse que aquí hay gato encerrado.


—Sólo tienes que aguantar un poco más y ya verás: habrá valido la pena acompañarme.


—Vale, lo que tú digas, pero yo tengo hambre. ¿Puedo pedir ya? — preguntó Joel, esperanzado, pensando en probar la deliciosa comida de aquel famoso restaurante.


—¡Ni de coña! Como pidas algo, me arruino. Calla y luego te invito al McDonalds —ordenó ella despreocupadamente, sin quitar ojo de la empalagosa pareja.


—En serio, Paula, no me digas que ya has caído en las garras de ese embaucador. Porque lo que estás haciendo en estos momentos es propio de una mujer enamorada y celosa.


—¡Qué celos ni qué ocho cuartos! —musitó ella con rabia, muy ofendida con la insinuación.


—Entonces, ¿me puedes explicar qué hacemos aquí espiando a ese guaperas en vez de disfrutar de una cena donde sea?


—Todo a su debido tiempo, Joel, todo a su debido tiempo —comentó Paula sonriente, mientras veía cómo un elegante hombre con un ramo de rosas amarillas era conducido a la mesa donde se encontraba la pareja—. ¡Oh, Joel, mira atentamente! ¡Créeme! ¡No querrás perderte esto! —añadió
con maliciosa excitación, ante lo que se le avecinaba a Pedro Bouloir—. ¡Te lo advertí! —susurró vengativamente a su rival, observándolo con atención.





CAPITULO 18




—¡Que has hecho ¿qué?! —gritó Nicolas, iracundo, a su inconsciente hijo.


—Solamente ha sido una apuesta, papá, no es para tanto. Tal vez así acelere un poco las cosas y Paula Chaves desaparezca antes de nuestras vidas. 


—Pero ¡le has quitado a los abogados de encima! ¡Explícame por qué demonios has hecho eso! —exclamó Nicolas.


—Papá, eso no nos llevaba a ningún lado —replicó Pedro—. Ella siempre encontraba la manera de pagar a los abogados y últimamente los jueces comenzaban a molestarse con nuestra insistencia. Sin embargo, la señorita Chaves me ha dado su palabra de que me entregará su tienda si pierde. 


—¡Espero que lo pongáis por escrito!


—Claro, ya que ninguno de los dos se fía del otro —confirmó él.


—No me acaba de convencer, Pedro, le has dado permiso a esa mujer para que se comporte de la manera más horrenda posible contigo. ¡Y Dios sabe que puede ser terriblemente odiosa! —Tras una pausa, Nicolas preguntó preocupado—. ¿Y quién te dice que ella no ganará esa apuesta?


—Papá —respondió Pedro con confianza—, después de un año estudiando su tienda, me conozco todos sus trucos. Créeme, no hay nada que ella haga que pueda llegar a sorprenderme o alterarme lo más mínimo.


—¡No te confíes, Pedro! Paula Chaves es prodigiosamente imaginativa y puede llegar a sacarte de quicio de mil maneras distintas.


—No lo hará. Y voy a disfrutar mucho viendo cómo salta por cada uno de mis presentes.


—¿No me has dicho que tienes que hacer que se enamore de ti, no enfadarla?


—Sí, padre, pero primero me voy a permitir jugar un poco con ella. ¡No sabes lo divertido que puede llegar a ser mortificar a esa chica! — Sonrió maliciosamente, rememorando su inolvidable encuentro con Paula Chaves sobre el duro mostrador de su tienda.


—Hijo mío, me permito hacerte una advertencia que tal vez debí haberte hecho hace tiempo: si juegas con fuego, te acabarás quemando, y aunque tú aún no lo veas, esa chica puede ser ese fuego. Ten mucho cuidado, pero ¡que mucho cuidado! —lo previno Nicolas, lamentando el día en que le habló a su hijo de esa mujer.



****


—¡Que has hecho ¿qué?! —exclamaron al unísono todos los
trabajadores de Love Dead, mirando inquisitivamente a su alocada dueña.


—No es para tanto. Además, así he conseguido quitarme de encima a esas pirañas de abogados que trabajan para Eros —se justificó Paula, bajando la cabeza ante la reprimenda de sus amigos.


—¿Tú vas a salir con el hombre que ocupa el tercer lugar en la lista de solteros más deseados, uno que cada día lleva a una mujer distinta del brazo, que rompe el corazón de cuantas féminas se ponen en su camino y que se dedica precisamente a elaborar momentos para enamorar? —la reprendió severamente Cata, su inseparable amiga de la infancia—. ¿Y aún crees que tienes alguna posibilidad de no acabar babeando por él? ¡De las dos, creía que yo era la ingenua, Paula!


—No me enamoraré de alguien que sólo quiere destruirme —declaró ella, un tanto molesta por la desconfianza de sus empleados.


—Hija mía, el amor nos llega cuando menos lo esperamos y no atiende a razones —intervino Agnes amigablemente—. Por si acaso, piensa en esto cada vez que te sientas a punto de caer en la tentación —añadió la anciana, mostrándole la foto de un hombre feo, grasiento y con gran parecido a un oso, por la enorme cantidad de pelo que tenía, que miraba amorosamente hacia la cámara con un escueto bañador.


—¡Dios, Agnes, aparta eso! —gritó Catalina, horrorizada.


—¡Ya está, Agnes! ¡Por fin has conseguido traumatizar mi
adolescencia! —chilló Amanda, espantada, después de echarle un solo vistazo.


—Agnes, en serio, ¿quieres que odie a Pedro Bouloir o a todos los hombres? —preguntó Paula severamente a la anciana ante tan espantosa visión—. ¿Se puede saber qué haces con esa foto en tu cartera?


—Es mi sobrino, está soltero y me dio esta foto para que le buscara novia. No sé por qué, se cree tremendamente sexy posando de esta guisa. ¿Creéis que si se la enseño a la chica de la tienda de flores...?


—¡Por Dios, Agnes, guárdala y no la vuelvas a sacar! —pidieron a voz en grito las tres jóvenes que trabajaban en Love Dead.


—¡Sí! ¡Encierra esa foto en lo más profundo de una caja fuerte, rodéala con más de cien cadenas, tírala al mar y que la custodien una decena de tiburones! Pero, por lo que más quieras, ¡que no vuelva a ver la luz! — suplicó la traumatizada adolescente.


—¡Exageradas! —dijo Agnes despreocupadamente, recibiendo una mirada de reproche de cada una de las mujeres que habían tenido la desgracia de contemplar aquella abominación—. Bueno, vale, está bien —se rindió finalmente, devolviendo la foto a lo más profundo de su gigantesco bolso.


— Ahora en serio, Paula, ¿qué vas a hacer cuando ese ricachón comience su asedio? —preguntó Joel, preocupado por su joven e impetuosa amiga.


Contraatacar, Joel, contraatacar. Oh... ¡Es que aún no os he dicho lo mejor! Si quiero ganar y que él nos deje en paz, solamente tengo que conseguir que Pedro Bouloir me odie. —Sonrió maliciosamente, consiguiendo que sus empleados se deleitaran con la idea de hostigar a aquel hombre que tantos problemas les había causado últimamente.


Todos se tomaron muy en serio la misión de importunar a ese niño bonito que, con su batallón de abogados, los había atormentado incansablemente en los últimos meses. Y, a partir de ese día, se turnaban para espiar los movimientos del tenaz empresario cuando estaba en su recién estrenado local. Pero él les sonreía irónicamente mientras los acompañaba a la salida.


—No hay manera: ¡ese tío nunca pasa mucho tiempo en su tienda y así no podemos averiguar nada de él para poder fastidiarlo como se debe! —se quejó desalentada la joven Amanda, a la que nuevamente había acompañado fuera un sonriente Pedro.


—No te preocupes, Amanda, seguro que muy pronto damos con algo que consiga molestarlo —dijo Paula.


—No me gusta, ese tipo siempre está sonriendo. ¡Eso no tiene que ser bueno! —comentó acusadoramente la anciana Agnes.


—Bueno, por lo menos, después de lo de tu madre no ha intentado nada más —recordó Catalina, esperanzada—. Tal vez se haya olvidado de ti.


—No, está esperando mi contraataque, ¡y éste tiene que ser
espectacular! Lo de mi madre fue un golpe muy bajo, incluso para tratarse de él —gruñó Paula, totalmente decidida a hacerle una jugarreta igual de maliciosa a su rival—. Bueno, volved al trabajo. ¡Ya sabéis lo mucho que tenemos que hacer antes de San Valentín! —ordenó animadamente, poco antes de abandonar su tienda al ver salir a su rival del número quince, y acercarse diligentemente a su descapotable.