martes, 7 de noviembre de 2017
CAPITULO 49
Paula disfrutaba de unos minutos de descanso, mientras tomaba su espeso café. Y todo gracias a que Amanda había localizado a alguien que resolvería una de sus complicaciones más aparatosas. Todo era paz y tranquilidad, hasta que oyó una aniñada voz:
—Perdone, ¿es usted la bruja malvada dueña de esta tienda? — preguntó decidida una hermosa cría de unos siete años, con unos bonitos rizos rubios y rostro angelical.
—Sí, pero estoy a régimen y he decidido comerme a los niños insolentes sólo los martes. Así que ya te puedes largar por donde has venido —contestó Paula bruscamente.
—¡Quiero comprar uno de sus productos! —afirmó la niña, desafiante.
—¿Por qué? —soltó groseramente Paula, decidida a deshacerse de aquella chiquilla que estaba segura de que sólo le traería problemas.
—¡Porque mi padre se olvida siempre de mi cumpleaños, no va a mis recitales ni a mis funciones de teatro, ni pasa tiempo conmigo! Y a pesar de todo, mamá me obliga a hacerle un regalo por el día del Padre, ¡así que este año he decidido que le regalaría algo de su tienda!
—Tus padres se enfadarán si compras algo aquí y lo más probable es que te castiguen —advirtió Paula a la pequeña sobre las posibles consecuencias de sus actos.
—¡No me importa! Tampoco me importa que digan que es usted una mujer mala que debería irse de aquí. Creo que sus regalos son para que los papás entiendan que no se están portando bien —expuso muy resuelta la insistente mocosa.
—No, no y no —se negó tajantemente Paula—. Venderte algo a ti solamente me traerá problemas y dolores de cabeza.
Pero la decisión de esa niña era inquebrantable y utilizó su último gran recurso, uno contra el que Paula no podía hacer nada: la miró con unos ojos enormes, llenos de pena y desilusión, y para terminar tan triste escena, dos pequeñas lágrimas asomaron silenciosamente a ellos.
—¡Bien, vale! Pero límpiate esas lágrimas o no te venderé nada — gruñó Paula, tendiéndole un pañuelo de papel.
—No se preocupe, ¡son falsas! —contestó alegremente la pequeña mentirosa, mientras se las secaba.
—Tú sí que eres una bruja —sonrió Paula, despeinando el cabello de la manipuladora.
—Entonces, le gusto, ¿verdad? —preguntó la cría, emocionada.
—Sin duda alguna —confirmó ella, mostrándole su tienda.
Después de media hora de indecisión y de darle vueltas una y otra vez a su escaso presupuesto, Paula se compadeció de la niña y se inventó unas inauditas rebajas en alguno de los productos más asequibles. La pequeña se marchó con una alegre sonrisa y le prometió que no le contaría a nadie que había estado allí.
Supo que sus promesas no eran muy de fiar cuando, mientras degustaba otra taza de café, fue interrumpida de nuevo.
—¿Es usted la bruja? —habló una decidida vocecilla infantil.
En el instante en que Paula alzó la vista, se encontró con seis niños cuyas edades oscilaban entre los cinco y los diez años.
—Molly nos ha dicho que hoy tiene descuentos en su tienda —declaró el más valiente.
—¡Usted es la persona que regala cosas a los papás malos, ¿verdad?! —preguntó tremendamente excitado un chiquillo de unos cinco años.
—¡Nosotros también queremos comprarles algo a los nuestros! — ceceó uno de los críos, al que le faltaban dos dientes.
—¡Para que nunca más se vuelvan a olvidar de nosotros! —terminó otro.
Paula abrió la boca, dispuesta a negarse con rotundidad, cuando seis pares de ojos lastimeros la miraron llenos de pena y desilusión.
—Maldita mentirosa —murmuró Paula, mientras enseñaba a sus nuevos clientes las ofertas de ese día.
CAPITULO 48
Tras ir a casa para cambiarme el traje por otro similar, fue la joven Amanda la que acabó contándome algunos de los problemas que había tenido Paula en las semanas que yo había estado fuera. Era muy normal que, con su temperamento, se hubiera alterado al ver a una de las principales causantes de sus desdichas abrazada a mí.
Amanda, que en esos momentos no dejaba de hacerle ojitos a Gaston, mi joven y tímido empleado, con el que había empezado a salir, me contó todo lo sucedido esa mañana con los osos.
Después de cavilar durante horas, finalmente Amanda tuvo una idea muy buena, que yo no dudé en apoyar: con la ayuda de Agnes y de toda la plantilla de Love Dead, añadieron unos pequeños camisones y unas horrendas cabelleras a esos osos, convirtiéndolos en algo muy parecido a la niña de El exorcista. Teniendo en cuenta que el defecto del oso era vomitar incansablemente, el cambio era sin duda bastante adecuado.
Después de que llevaran a cabo esas imaginativas modificaciones, le aseguré a Amanda que yo me encargaría de todo y, sin vacilar, busqué en mi agenda un número de teléfono que tenía un tanto olvidado. Llamé a uno de mis excompañeros de clase, Johan, que era ahora un famoso actor que había hecho el papel de malo en alguna que otra película de terror. A él le divirtió mucho la idea y se le ocurrió añadir ese singular obsequio al festival de cine de terror que promovía su productora.
Por desgracia, yo no me llevaría el mérito ante Paula, porque, con lo furiosa que estaba en esos momentos y el mal carácter que tenía, sería capaz de arrojarme la ayuda a la cara, aunque la necesitara con desesperación. Así que le sugerí a Amanda que mintiera diciendo que un amigo suyo resolvería el problema de los peluches. Le di mi número personal y le aseguré que la llamaría en cuanto supiera algo de Johan y de la dirección a la que debían enviar el pedido.
****
Pedro buscaba el número de teléfono de Amanda para darle la dirección del festival de cine de terror, que Johan ya le había hecho llegar, cuando su teléfono comenzó a vibrar con una llamada entrante. En cuanto descolgó, supo que se había buscado un nuevo dolor de cabeza.
—¡Pedro! ¿Cómo van las cosas por ahí? ¿La has seducido ya? ¡Dime que le has comprado una casita en las afueras y que va a abandonar su negocio! —rogó esperanzado su padre, Nicolas Alfonso.
—No, nada de eso. De hecho, ahora mismo acabo de ayudarla con un gran problema —contestó Pedro, harto de su insistencia.
—¿No se supone que estás ahí para hacer que esa chica cierre su negocio y se aleje de mi banco? —le recordó Nicolas.
—La manera en que yo resuelvo mis asuntos es cosa mía, padre. Además, ya no estoy tan seguro de querer ganar esa apuesta —añadió, arrepentido.
—¡No! ¡Eso sí que no! ¡No me digas que tú también has caído en las garras de esa arpía!
—¿Yo también? —preguntó él, confuso por la afirmación de su padre.
—Tu hermano me ha llamado hoy para hacer algo que, al parecer, tú has olvidado —gruñó Nicolas, molesto—: ¡felicitarme por el día del Padre! Y luego no ha dejado de reprenderme por el modo en que quiero deshacerme de esa mujer. No sé qué le pasa, desde que la conoció ya no es el mismo. ¡Seguro que esa bruja lo sedujo para quitárselo de en medio!
—No digas estupideces, papá, Paula no es así —replicó Pedro, no del todo convencido, recordando que, efectivamente, su hermano Dario había conocido a Paula antes que él, y que ella constituía un atrayente reto para cualquier hombre.
—Bueno, entonces explícame por qué Dario se niega a volver a casa mientras tratemos de echar a la señorita Chaves, y por qué, cada vez que hablamos, no deja de defenderla.
—Porque lo que hacemos está mal, papá —admitió finalmente Pedro, dándole por una vez la razón a su sabio hermano mayor.
—Tú dirás lo que quieras, pero yo estoy seguro de que Paula Chaves ha jugado con ambos —declaró Nicolas, aumentando las dudas en la mente de su hijo—. Cambiando de tema, he recibido un extraño regalo de Dario. Te llamo porque parece una de las bromas de esa fastidiosa joven: se trata de un oso de peluche. Pero es el oso más feo que he visto en mi vida. Encima, lleva una nota en el ombligo que dice «Seguro que no te atreves a apretarlo». ¡Pues van listos! Si esa mujer o tu hermano creen que me voy a acobardar...
—¡No, papá! —intentó advertirle Pedro—. No lo aprietes... —Y se calló, resignando, cuando oyó las maldiciones de su padre, que le indicaban que su advertencia había llegado demasiado tarde.
—¡Tres mil dólares! ¡Este traje me costó tres mil dólares! —vociferó histérico Nicolas Alfonso—. ¿Cómo mierda se para este maldito oso? — gritaba desesperado, sin lograr detenerlo.
—Papá, verás... ese oso es defectuoso, así que...
—¡¿Qué demonios es esto?! —oyó Pedro que gritaba una voz femenina a través del teléfono.
—Yo, yo... —intentaba excusarse Nicolas.
—¡Es usted el más cochino de la planta, y eso que es el jefe! ¡Pues yo ya he terminado mi jornada, de manera que esto lo limpia usted! — sentenció la voz, alejándose.
—¡María! ¡Le ordeno que vuelva aquí ahora mismo! —Pero por lo visto las órdenes no fueron atendidas, porque la tal María no hizo su aparición—. ¡Mierda, Pedro! ¡La mujer de la limpieza acaba de entregarme su fregona!
—Bueno, papá, lamento decirte que eso no es lo peor que te ha pasado. Ese oso no se puede desactivar, así que no parará hasta que se le vacíe el depósito.
—¿Y qué hago ahora? —preguntó Nicolas, suplicante.
—Bueno, creo que es un buen momento para que aprendas a utilizar la fregona.
—¡Oh, no sabes cuánto odio a Paula Chaves! —masculló su padre, furioso, justo antes de colgar.
Pedro, aún sonriente por la jugada de su hermano, se apiadó de él y le envió una limpiadora como regalo de ese día. Se preguntó desde cuándo su hermano se había vuelto tan osado, pero en realidad lo sabía muy bien: había sido poco después de conocer a Paula Chaves.
¿Qué habría pasado en esa cita? ¿Sería verdad lo que su padre había insinuado? ¿Se habría acostado Paula con su siempre correcto hermano? Eso era algo que debía averiguar antes de que los celos hicieran estragos en él, porque pensar que su amada podría haber estado en brazos de su propio hermano lo enfurecía profundamente, sobre todo porque él siempre era el segundo en todo lo que se refería a su inigualable hermano mayor.
CAPITULO 47
De pie junto a la puerta de Eros, miraba a Pedro con odio, sintiéndome traicionada por un hombre en el que nunca debería haber confiado. ¡Y se atrevía a ensuciar nuestro acuerdo con una mujer como ésa!
Me sentaba como una patada en el estómago que «doña Castidad» hubiera conseguido lo que yo llevaba añorando desde hacía semanas. Esos apasionados labios, esas ardorosas manos... ¡solamente me pertenecían a mí!
Pero ¿a quién quería engañar? Pedro Bouloir únicamente era un maldito conquistador que nunca cambiaría. Él nunca sería fiel a una sola mujer, así como yo nunca cedería mi corazón a ningún hombre. Todos eran demasiado mentirosos: ésa era una lección que nuevamente Pedro me acababa de recordar.
—Paula, ¡no es lo que parece! —se disculpó él, alzando las dos manos con el gesto universal de «pillado in fraganti».
La señorita «Aún-soy-virgen-aunque-te-mire-como-una-guarra» dirigió hacia mí una sonrisa llena de satisfacción, mientras intentaba aparentar una inocencia de la que sin duda alguna carecía.
Pero un ser despreciable como ella no iba a conseguir sacarme del camino de Pedro, así que, con una de mis mejores y más falsas sonrisas, me dirigí hacia él provocativamente y, delante de aquella ilusa mojigata, me colgué de su cuello mirándolo acaramelada.
—Cuando me libre de esta lapa te vas a enterar —murmuré
amenazante, antes de acallar sus excusas con un ardoroso beso al que Pedro no tardó en responder con el anhelo de las semanas que hacía que nuestros cuerpos no se habían tocado.
En cuanto el beso terminó, la «señorita Empalagosa» seguía de pie junto a nosotros, sin dejar de observarnos, boquiabierta ante nuestra osadía.
Parecía que no pillara las indirectas, así que metí una mano por dentro de la camisa de Pedro, me pegué a su cuerpo lascivamente y le hice un chupetón.
A él no pareció molestarle demasiado mi osadía, ya que cogió mi trasero con sus fuertes manos, acercándome más a su cuerpo. En el momento en que Pedro se enrolló mis piernas alrededor de la cintura y comenzó a devorar con ansia mi boca, el sonido retumbante de un fuerte portazo nos anunció la partida de «miss Castidad».
Entonces me separé de Pedro, con cierta dificultad a la hora de detener sus impetuosos avances.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le pregunté impertinente.
—Recuperar las semanas que hemos perdido por culpa del ajetreo de nuestros negocios —dijo él, intentando volver a atraerme hacia sus brazos.
—Pero, Pedro, por lo que he podido observar cuando he llegado a tu tienda, tú ya las has recuperado. ¡Y con creces! —lo acusé, cruzando los brazos a la altura del pecho, impidiéndole acercarse.
—Paula, yo... —comenzó a excusarse, alzando una mano hacia mí, pero tras ver mi ofendida mirada, desistió de sus mentiras—. Nada de lo que te diga hará cambiar la opinión que tienes sobre mí, ¿verdad? —me preguntó decepcionado.
—No —contesté, desilusionándolo aún más.
—¿Para qué has venido? —inquirió desalentado, a la vez que me acompañaba a la salida.
Ni una simple excusa, ni un ruego, ni un nuevo intento de explicar lo ocurrido... ¡Nada! Sólo una mirada de desilusión y una falsa sonrisa de resignación mientras me mostraba el camino. Me enfurecí más con las palabras que no dijo que con las que intentó excusar su falta, porque si ya ni se molestaba en mentirme significaba que yo no le importaba nada. Así que, bastante enfadada por su comportamiento, dirigí uno de los osos defectuosos a su entrepierna y le mostré cuál era mi problema.
¿Por qué se me habría ocurrido acudir a un tipo como él, si ambos sabíamos que no haría nada para ayudarme? Al fin y al cabo, Pedro sólo estaba conmigo para ganar una apuesta.
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