domingo, 5 de noviembre de 2017

CAPITULO 43




Joel tenía razón: la noche fue inolvidable. 


Después de que Paula dejara claro que no podían emprenderla a puñetazos, como dos brutos desconsiderados, ambos machos en celo se dedicaron a demostrar su valía bebiendo como cosacos.


Por su parte, ella nunca había entendido esa clase de juegos o desafíos, ni en la universidad, donde los jóvenes inconscientes se retaban continuamente, ni entonces, cuando aquellos dos hombres parecían haber retrocedido a su adolescencia, convertidos en auténticos necios.


Pedro y Joel bebieron incansablemente de todo lo que había en el bar: whiskies, ginebra, ron y un sinfín más de licores, que los llevaron a hacer todo tipo de apuestas, como quién encestaba más bolitas de papel en la papelera, quién daba más veces en la diana de dardos, quién era capaz de dar una voltereta hacia atrás con más gracia... En algún momento de la noche, Paula creyó que empezarían con el típico «A ver quién mea más lejos».


Ya había decidido abandonar a aquellos dos estúpidos, cuando los dos hombretones pasaron a la fase dos de la borrachera: las lamentaciones y las confesiones.


Mientras Pedro se lamentaba ante Paula de sus solitarias noches, Joel le declaraba su incansable devoción. Los dos estaban a sus pies, de rodillas, en medio de un bar lleno de gente que los observaba asombrados. Paula tenía unas ganas locas de castrar de una patada a aquellos imbéciles, a ver si así dejaban de hacer tonterías y de ponerla en ridículo.


Para desgracia de Paula, ninguno de ellos estaba en condiciones de llegar a su casa, ni siquiera de encontrar dónde era si un taxi los dejaba en las inmediaciones del lugar. Pensó seriamente en abandonarlos en la acera cuando empezaron a pelearse de nuevo como niños de seis años, pero lo descartó rápidamente cuando ambos la miraron con fervor, diciéndole cuánto la adoraban.


Con gran dificultad, Paula los ayudó a subir la escalera que daba acceso a su propio piso apoyados uno en cada hombro. Y mientras subían los escalones, comenzaron otra vez con sus absurdas disputas.


—¡Yo puedo subir solo! —dijo Pedro, separándose de Paula y dando un paso tambaleante.


—¡Pues yo los subiré de dos en dos y más rápido que tú, niño de papá! —lo retó Joel, moviéndose patosamente hacia el frente.


—¡Por Dios! —gritó Paula, deseosa de llegar a casa y deshacerse de aquellos dos energúmenos—. ¿Por qué no os la sacáis, comprobamos quién la tiene más grande y dejáis ya de hacer el idiota? —añadió ofuscada.


Satisfecha de haber conseguido su atención, se dispuso a seguir ayudándolos a subir, cuando se dio cuenta de que habían tomado sus palabras al pie de la letra y empezaban a desabrocharse los pantalones.


Gritó histérica que parasen, antes de reprenderlos severamente y advertirles que si no se dejaban ayudar, empezaría a patear sus traseros escaleras arriba hasta que llegaran a su destino.


Ellos finalmente cedieron ante su amabilidad, dejándose guiar por las dulces palabras de Paula:
—¡Joder! ¡Moveos de una maldita vez, obtusos cretinos!



****


La cabeza le daba vueltas, la habitación daba vueltas, todo se movía sin cesar a su alrededor, mientras un persistente y molesto ruido le machacaba el cráneo con insistencia, haciéndolo desear estar muerto.


Por lo menos, la velada había resultado productiva, porque, aunque no supiera lo que había ocurrido la noche anterior, estaba seguro de que se hallaba en el apartamento de Paula. 


Seguramente ella se había vuelto a apiadar de él y lo había llevado a su casa, luego tal vez lo había seducido y habían tenido una noche memorable.


Pero ¿por qué narices no recordaba nada? ¿Y por qué se sentía todo el cuerpo dolorido? Sintió una cálida cabeza apoyada en su hombro y sonrió satisfecho al pensar que era su amada Paula, hasta que un ronquido nada femenino terminó de despejar su confusa mente.


Pedro abrió los ojos y vio que estaba sentado en el suelo, con su dolorida espalda apoyada en el pequeño sofá. A su lado, el molesto e insistente Joel estaba en la misma incómoda postura, con la salvedad de que tenía la cabeza apoyada en su hombro. Lo retiró bruscamente de un empujón, sonriendo satisfecho cuando vio que se daba un golpe contra el suelo, lo que lo despertó de su sueño.


—¡Enhorabuena, al fin os despertáis! —gritó Paula alegremente, torturándolos en medio de su resaca.


—¡No grites, por favor! —suplicó Joel, susurrando.


—Pobrecitos, ¡y pensar que anoche teníais una energía inagotable! Incluso me propusisteis formar un trío, ¿no lo recordáis? No os preocupéis, no pasó nada. En cuanto os disteis cuenta de que tendríais que veros el culo mutuamente, la propuesta fue retirada —ironizó ella, terriblemente molesta con los dos.


—Perdona, Paula, la noche no fue como yo esperaba —se excusó Pedromientras se sujetaba la cabeza.


—¡Oh, no me digas! —replicó ella sarcásticamente, mientras lo fulminaba con la mirada—. Pero sí fue tan inolvidable como me aseguró Joel que sería —añadió, reprendiendo a su amigo.


—Lo siento, Paula —se disculpó éste, arrepentido, recordando algunas cosas de la noche anterior.


—No os preocupéis, sé que los hombres a veces podéis dejaros llevar por la testosterona y que en realidad no es culpa vuestra. Por eso os he preparado mi remedio especial para la resaca. Tenéis que tomároslo de un solo trago —explicó, a la vez que les tendía dos vasos enormes llenos de un extraño brebaje.


Pedro y Joel los miraron. Era una mezcla un tanto pastosa, de un color entre verde y marrón, y olía fatal. Estuvieron tentados de declinar la amable oferta de Paula, pero una vez más se desafiaron con la mirada a ver quién era más valiente. En unos segundos, el brebaje bajó por sus gargantas hasta sus doloridos estómagos, produciendo su milagrosa recuperación.


Todo se estabilizó a su alrededor por unos instantes, pero el período de paz fue breve, pues pronto se encontraron compitiendo nuevamente para ver quién llegaba primero al cuarto de baño para deshacerse de aquel mejunje, que no podía describirse con otro apelativo que no fuera veneno.


—¡Por una inolvidable mañana! —sonrió Paula maliciosa, mientras recogía los vasos del suelo y brindaba con ellos irónicamente.





CAPITULO 42





Era diecisiete de marzo, el día de San Patricio. 


Toda la calle comercial estaba adornada con globos verdes y guirnaldas de tréboles.


Paula, igual que muchos dueños y clientes de los distintos establecimientos del barrio, llevaba una prenda de color verde: en su caso, un bonito vestido, con unas botas militares a juego.


El distrito comercial permanecería abierto, aunque los locales cerrarían poco después del desfile para que todos pudieran ir a enturbiar sus sentidos con la cerveza que en esas fechas siempre tenía un extraño color verdoso.


En esa festividad, en Love Dead siempre estaban bastante ocupados, ya que a los bromistas con una copa de más les encantaba su producto especial, un pequeño peluche de veinte centímetros, que representaba a un duendecillo con una jarra de cerveza en la mano. Si se le tiraba del brazo con que sostenía la cerveza, comenzaba a insultar como un descosido y no paraba hasta que se llevaba la cerveza nuevamente a la boca. También gustaban mucho unos enormes gorros de gomaespuma con la forma de un trébol que sacaba la lengua, y los siempre solicitados globos Pienso en ti, que para esas fechas tenían su insultante dedo corazón teñido de verde.


A pesar de que las ventas habían rebasado las del año anterior, Paula parecía deprimida. 


Derrumbada sobre el mostrador, daba vueltas una y otra vez a la única cosa que conseguía sumirla en aquel estado.


—¡Te has vuelto a acostar con él! —la acusó Catalina, solamente con ver su sonrojado rostro esa mañana.


—Sí —reconoció Paula, ocultando la cara entre las manos, sumamente avergonzada—. ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Lo he vuelto a hacer! Es que ese hombre es irresistible, y esta vez no lo puedo culpar a él de la seducción, porque he sido yo la que, tras despertarme entre esos fuertes y seguros brazos, me he vuelto loca —masculló Paula casi inteligiblemente, recriminándose su idiotez.


—No hay más remedio. Tendremos que pasar al plan B —anunció Catalina, mientras le tendía un bombón con el que calmar sus desdichas.


—¡No sé lo que me pasa con ese hombre! No soy yo, ¡definitivamente no soy yo! —se quejó ella, confusa, devorando la apetitosa golosina.


—Bueno, la verdad es que Pedro es famoso por su persuasiva seducción. Es normal que caigas rendida a sus encantos.


—En realidad, esta vez he sido yo quien lo ha seducido —confesó Paula con un leve susurro, rogando que su curiosa amiga no la hubiese oído.


—¡Quééé! —gritó Catalina, mirándola con asombro.


—Es que se emborrachó y tuve que llevarlo a casa. Parecía tan inocente y desvalido, que no pude resistirme a quedarme junto a él y, cuando me he despertado, ha pasado lo que ha pasado... —intentó excusarse Paula.


¡Espera! ¡Espera! Algo no me cuadra en esa explicación. ¿Que Pedro Bouloir se emborrachó? ¿Se puede saber cuánto bebisteis?


—Apenas unas cervezas y ya se tambaleaba. Yo también me quedé sorprendida, pero al parecer no tiene demasiado aguante.


—Bromeas, ¿verdad?


—No.


—Te diré una cosa, Paula: la inocente has sido tú. Si leyeras más esa prensa rosa que tanto detestas, sabrías que ese rico adonis es famoso por sus escandalosas fiestas y su ilimitado aguante ante las mujeres y la bebida.


—¡¿Qué?! ¡Será hijo de...!


—Así que dudo mucho que se emborrachara con unas simples cervezas, por muy fuertes que fueran —continuó Catalina—. Y en cuanto a lo de desvalido...


—¡Sin duda alguna nos hace falta pasar al plan B! ¡Será cerdo...! — murmuró Paula, antes de acallar sus insultos con un nuevo bombón, que devoró en dos bocados.



****


Esa vez la cita era en un bar de mala muerte, donde podía verse el partido de la semana. 


Todos los hombres llevaban alguna prenda verde para conmemorar el día de San Patricio, y se emborrachaban con sus respectivas cervezas verdes a la vez que gritaban a la pantalla del televisor.


El humor de Pedro había mejorado mucho desde el último día que había visto a su amada Paula. La noche que pasó entre sus brazos atestiguaba que ya lo había perdonado, o por lo menos que comenzaba a hacerlo. Sin duda, la cita de ese sábado sería sin compañía extra, y si alguien osaba interrumpirlos con su presencia, él siempre podría idear algo para deshacerse del insensible lastre que la custodiara.


La sonrisa se le esfumó de los labios, junto con su buen humor, cuando vio a un demasiado amigable Joel riendo abiertamente con una alegre Paula.


—Tenías que ser tú —dijo Pedro, molesto por la presencia de un hombre que podía llegar a ser un rival—. ¿No podías haberte traído a otro de tus impresentables empleados? —le preguntó a Paula, tomando asiento junto a ella y enfrentándose a la mirada reprobadora de Joel.


—Paula, cielo, ¿por qué no vas por unas cervezas a la barra, mientras yo reprendo a este indeseable sujeto? —sugirió Joel, animándola a que los dejara solos.


—Pero Joel... —replicó ella, dirigiendo una mirada a sus apretados puños.


— No te preocupes, no pasará nada —la tranquilizó su compañero con una amable sonrisa.


Cuando Paula se marchó, el enfrentamiento entre los dos jactanciosos machos dio comienzo.


—¿Por qué no nos haces un favor a todos y nos dejas a solas, para que Paula y yo podamos tener una cita en condiciones? —le preguntó Pedro a un impasible Joel, que lo miraba con indiferencia.


—Si ella no me quisiera aquí no me habría traído, ¿no te parece? — replicó Joel, desoyendo las advertencias de su adversario.


—No sé qué narices pintas aquí. ¡Que hayas salido con ella en algún momento no te da derecho a entrometerte ahora en su vida! —le reprochó Pedro, sumamente molesto con la presencia de ese sujeto.


—Yo nunca he salido con Paula —dijo Joel sonriendo victorioso, como si él llevara ventaja.


—Entonces sólo eres un enamorado un tanto cobarde que la admira desde lejos —arremetió él contra su rival, queriendo hacer sangre.


—Si te crees vencedor por haber estado con ella, piénsalo mejor. Paula no es una mujer fácil de enamorar, todas sus relaciones han sido bastante breves. En cuanto se siente agobiada, desaparece. Dentro de poco, tú sólo serás uno más de sus novios abandonados —profetizó Joel, satisfecho, con una arrogante sonrisa.


—Entonces tengo la suerte de mi parte, porque según el contrato que ella misma firmó, no puede huir de mí durante todo un año. ¿Quién sabe? Quizá se enamore de mí. ¿Sabes lo primero que haré cuando gane la apuesta y ese horrendo negocio sea mío? Ponerte de patitas en la calle. ¿Cuánto tardará entonces en olvidarse de ti? —se burló Pedro, regocijándose en su victoria.


Joel se levantó furioso, dispuesto a usar los puños contra aquel despiadado sujeto, cuando Paula llegó con las bebidas y tuvo que contenerse. Volvió a sentarse apaciblemente, sin olvidarse de susurrar una sutil amenaza al insensible demonio.


—Si hubieras sido un mejor hombre, me habría apartado de tu camino. Pero tú no estás a la altura. Ella se merece algo mejor, algo que, decididamente, no eres tú.


—¡Por los contratos irrompibles! —brindó Pedro, alzando altivamente su jarra de cerveza verde, a la vez que sostenía retador la mirada a la de aquel impertinente individuo.


—¡Por una noche inolvidable! —ironizó Joel, remarcando que no lo dejaría a solas con Paula.


Ambos entrechocaron sus jarras sin dejar de desafiarse con la mirada y Paula los observó, segura de que todo aquello sólo podía derivar en un gran y enorme error.







CAPITULO 41







Bien. Otra cita, otra nueva e impertinente compañía que no los dejaría a solas ni un solo instante, que monopolizaría las conversaciones y que no le permitiría avanzar en su conquista, que le impediría acercarse a Paula lo suficiente como para darle siquiera un simple beso, y por culpa de la cual se volvería a una casa vacía, donde sus sueños calenturientos lo obligarían a torturarse con horas y horas de duchas de agua helada que no le servirían para nada.


¡Oh, pero esta vez la elección de la carabina había sido un error!


Demasiado joven, demasiado inofensiva, demasiado fácil de manejar... Y Pedro estaba demasiado desesperado como para comportarse nuevamente como un buen chico, así que en esta ocasión jugaría sucio.



****


¡Dios! ¡Pedro estaba guapísimo con aquellos vaqueros gastados y aquella camiseta que se adaptaba a su cuerpo, marcando cada uno de sus firmes músculos y haciéndola babear y recordar cada una de las veces que había deseado besar de arriba abajo ese espectacular y fuerte torso!


Pero ¿en qué narices estaba pensando? Tenía que centrarse y no caer más en la tentación de acostarse con él, con aquel musculoso hombre que tenía unas manos mágicas y una lengua lasciva que la hacía enloquecer cada vez que devoraba su...


«¡Céntrate, joder Paula, céntrate! ¿Para qué narices has traído a Amanda si no es precisamente para detener los avances de ese hombre y endurecer nuevamente tu corazón?»


La cena siguió adelante sin ningún contratiempo. Incluso fue divertido escuchar alguna de las anécdotas de Pedro de cuando estaba en el instituto, así que en el momento en el que él propuso ir a un bar cercano para tomar unas copas, nadie protestó. Fueron a un lugar con un ambiente un tanto tranquilo y lo más fuerte que pidieron fue unas cervezas.


Pero cuando el joven y adinerado empresario empezó a beber, se descontroló, y a su quinta cerveza era un muestrario andante de todos los pecados que un hombre podía cometer.


—Entonces, a Loretta Wilbur le quité el sujetador con los dientes y...


Paula le tapó la boca antes de que prosiguiera con su picante historia, no apta para algunos oídos. Él le besó la mano, sin olvidarse de lamerle lujuriosamente la palma antes de que ella la retirara rápidamente, un tanto abochornada.


—Pero sin duda alguna, la mejor noche de mi vida fue cuando mi querida Paula me dio una oportunidad, esperándome lascivamente desnuda en el sofá de cuero de mi apartamento. ¡Oh, esa noche fue espléndida! ¿Recuerdas cuántas veces lo hicimos? Casi no pude esperar a llevarte a mi cama. La forma en que te retorciste entre mis brazos mientras besaba tus...


—¡Ya es suficiente! Ya no hay más cerveza para ti —exclamó Paula, arrebatándole la botella y mirando el reloj, cuya avanzada hora marcaba el fin de una velada que comenzaba a impresionar la inocente mente de la joven casi adolescente que los acompañaba.


—Sí, creo que será lo mejor. Pero ¿no deberías llamar un taxi para Pedro? —sugirió Amanda, al ver cómo se tambaleaba, bastante inestable.


—Sí. Tú vete a casa, yo me quedaré con él. Después de todo, en este estado no puede ser demasiado peligroso —comentó Paula, tras verlo disculparse con una silla con la que había tropezado.


—¿Estás segura? —preguntó con impaciencia la joven, sin dejar de mirar su reloj.


—Sí, anda, lárgate ya o tu padre te echará la bronca.


Cuando Paula se volvió hacia la masa bamboleante que era Pedro, pensó que ella misma tendría que llevarlo a su apartamento si no quería que acabara durmiendo en la acera de su edificio, porque en el estado en que se encontraba no llegaría ni al portal.


—No me puedo creer que te hayas emborrachado tanto con sólo cinco cervezas —se quejó Paula, mientras él apoyaba en su hombro parte de su peso.


Cuando llegaron al aparcamiento, Paula decidió que lo mejor sería que cogiera el coche de Pedro. Aparte de que siempre había querido echarle mano a uno de esos lujosos deportivos, también estaba el hecho de que el coche de ella pasaría más desapercibido ante los delincuentes del lugar.


—¡Las llaves! —le exigió, tras apoyarlo en el capó.


—¡No voy a dejar que conduzcas a mi bebé! Ninguna mujer lo ha conducido nunca y tú eres capaz de estrellarlo, con tal de hacerme sufrir un poco más —se quejó Pedro, como un niño que no quisiera prestar su juguete preferido.


—Tienes dos opciones: o me dejas a mí las llaves para que lo conduzca hasta tu casa o te despides de tu hermoso coche, que lo más seguro es que mañana aparezca desmontado, porque con la borrachera que llevas encima, ni loca te voy a dejar conducir —señaló Paula, contando con los dedos las únicas alternativas posibles.


—Sólo porque no tengo más remedio, pero ¡no le hagas ni un solo rasguño! —la advirtió Pedro antes de entregarle a regañadientes las llaves de su ostentoso vehículo.


En el momento en que llegaron al apartamento de él, Paula lo dejó sobre el enorme sofá, y ya se disponía a marcharse después de echarle una manta por encima, cuando Pedro le cogió una mano atrayéndola hacia él, y sus penetrantes ojos azules la miraron suplicantes.


—Paula, no me dejes —rogó, intentando retenerla a su lado.


Ella dudó unos instantes antes de rendirse finalmente a la tentación que representaba Pedro y caer de nuevo entre sus brazos.