jueves, 16 de noviembre de 2017

CAPITULO 80




Paula estaba tumbada tranquilamente en el sofá, leyendo uno de los libros sobre el desarrollo del bebé que Pedro le había mandado, pero apenas podía leer una línea, porque no podía dejar de pensar en Pedro y en su respuesta ante la noticia de que iba a tener un hijo. Después de revelarle que estaba embarazada y de huir como una cobarde, había vuelto a casa de su madre llena de miedo y dudas sobre la posible respuesta de un hombre que había jugado con su corazón. Emilia le dijo que Pedro había llamado y le habló de sus intenciones de casarse con ella.


Paula sabía que si un hombre como él le proponía matrimonio, sólo era por el bebé. Si no estuviera embarazada, seguro que no volvería a llamarla siquiera y que olvidaría muy pronto su número de teléfono.


Por lo menos no había dudado de su paternidad y, a juzgar por los numerosos regalos que comenzaron a llegar el día después de que recibiera la noticia, le gustaba la idea de ser padre.


Lo más inquietante era que Pedro no le mandaba ningún regalo a ella, nada de asfixiantes ramos de flores, ni empalagosos peluches. Comprendía que ella no existía para él, y que la idea de matrimonio que había dejado caer frente a su madre era sólo una excusa para obtener el apoyo de ésta, ya que a ella no le había hablado de eso en ningún momento.


Ya había pasado una semana desde que Pedro se enteró de lo del embarazo y ni siquiera la había llamado. Todas sus atenciones y sus ostentosos regalos eran únicamente para su hijo y Paula tenía que admitir que eso la hacía sentirse un poco celosa. Nunca pensó que llegaría a echar tanto de menos su atención, o su brillante sonrisa, o sus bonitos ojos azules, que no hacían otra cosa que desafiarla a cada instante.


También añoraba sus apasionadas discusiones, que casi siempre acababan conduciéndola a sus brazos. Por lo que le habían contado sus compañeros de Love Dead, la «señorita Lapa» había ido una y otra vez con sus empalagosos dulces, pero Pedro la rechazaba siempre amablemente, aunque se le notaba que empezaba a perder la paciencia.


¿Qué debía hacer? Tal vez sería buena idea volver y enfrentarse a él cara a cara para resolver sus problemas; debían arreglar sus diferencias por el bien de su hijo. Pero temía derrumbarse en cuanto lo viera. Le aterrorizaba saber que le perdonaría el inmenso dolor que le había causado, porque lo amaba, y lo más seguro era que aceptara sin dudarlo su propuesta de matrimonio, cometiendo con ello el mayor error de su vida, porque todavía no sabía si las palabras de amor de Pedro eran ciertas o sólo otra de sus mentiras.


Se encontraba absorta en sus pensamientos, cuando llamaron al teléfono. Por unos segundos, pensó si debía responder o no. Llevaba días sin recibir llamadas de Pedro y tampoco le había dejado aquellos interminables mensajes en su buzón de voz. Como muy pocas personas de su entorno tenían el número de casa de su madre, lo más probable era que fuera una llamada de ésta antes de salir del trabajo, preguntándole si quería algo especial para la cena.


Paula se decidió a contestar. Al hacerlo, le extrañó oír la chillona voz de su tía Mira.


—¡Hola, querida! Tu prima quiere saber si el día catorce puede llevar acompañante y si el vestido debe ser largo o corto.


—¿De qué narices estás hablando, tía Mira? —preguntó Paula, confusa.


—¡De tu boda, niña! ¡No me digas que lo has olvidado! ¡Seguro que es por el aletargamiento del embarazo!


—¿Quién te ha dicho que estoy embarazada?


—¡El padre, por supuesto! En el instante en que recibimos la invitación para el casamiento, llamamos al número que se adjuntaba para confirmar nuestra asistencia, y cerciorarnos de que no era una broma, claro. Pedro nos explicó muy amablemente que él era quien lo estaba organizando todo, porque en tu estado no quería que te estresaras...


—¡Cuando coja a ese hijo de...! —masculló Paula, sumida en sus pensamientos.


—Entonces, ¿cómo vamos? ¿De largo o...? —Las preguntas de Mira fueron respondidas por un grosero silencio en cuanto Paula, furiosa, puso fin a la llamada.


A los pocos segundos, llamó al móvil de Pedro en busca de respuestas.


Tras varios intentos, lo único que consiguió fue oír un escueto mensaje que le aclaró todas sus dudas. 


Definitivamente, Pedro Alfonso se había vuelto loco.


—«Éste es el buzón de voz de Pedro Alfonso. En estos momentos estoy muy ocupado organizando mi boda. Por favor, deje su mensaje después de la señal.»


—¡Pedro! ¡Tu forma de pedirme matrimonio apesta, maldito mal nacido, hijo de...!




CAPITULO 79




Pedro se hallaba en estado de shock y le costaba respirar, y no se debía precisamente al golpe que había recibido al empotrarse contra un autobús.


¡Iba a ser padre! ¡Joder, iba a ser padre! Según lo que Paula le había gritado a través del teléfono, dentro de poco iba a tener un pequeño demonio correteando por ahí, o tal vez fuera una hermosa diablilla, que haría que se deshiciera con una de sus sonrisas.


—Voy a ser padre —musitó, ausente, al hombre que le exigía los papeles del seguro.


Pedro rellenó el parte, totalmente perdido en sus pensamientos, y en cuanto la grúa se llevó el vehículo, se sentó en una cafetería a pensar cuánto había cambiado su vida en unos segundos.


Había muchas cosas que planificar y poco tiempo para hacerlo: tendría que comprar una casa adecuada para los tres, ropa y todo lo que necesitara el bebé... Por cierto ¿qué cosas necesitaba un bebé? También tendría que asegurarse de que Paula era atendida por el mejor médico y, lo más importante de todo, tendría que planificar una boda, porque lo quisiera o no, ella iba a casarse con él.


Pero no podía llevar a cabo ninguno de sus planes si no hacía volver a aquella rencorosa mujer. Que lo perdonara tal vez le llevara algo más de tiempo, pero cuando Pedro Alfonso quería conseguir algo, nunca daba su brazo a torcer. 


Y menos aún cuando lo que estaba en juego eran su futura
esposa y su hijo.


Llamó al teléfono de la última llamada entrante y esperó con
impaciencia a que Paula descolgara, pues tenían muchas cosas de que hablar. Pero quien respondió fue su protectora madre, que se negó a dejarlo a hablar con ella y a la que tuvo que suplicar para saber dónde se hallaba Paula. Tras mucho insistir, y después de revelarle cuáles eran sus intenciones, al fin consiguió la dirección.


Cuando Pedro colgó, esbozaba una sonrisa de satisfacción. 


La primera parte de su plan ya estaba en marcha, ahora sólo faltaba que el resto saliera como lo había calculado. ¡Qué pena que con una mujer como Paula Chaves nunca pudiera saber lo que iba a pasar! Pero ese rasgo formaba gran parte de su encanto.



CAPITULO 78




—¡Seas quien seas, en estos momentos estoy ocupado, así que habla rápido! —contestó rudamente Pedro, descolgando su móvil, a la vez que conducía con dificultad la vieja camioneta de Love Dead por una estropeada carretera.


—No te preocupes, solamente tengo algunas preguntas que hacerte. Después de eso, te dejaré en paz —replicó Paula, molesta por su brusca respuesta.


—¿Paula? ¿Eres tú? ¿Dónde demonios te has metido? ¿Por qué no respondes a mis mensajes? ¿Has escuchado alguno de ellos? —preguntó Pedro, emocionado.


—Sí, soy yo. Donde esté no es asunto tuyo. No respondo a tus mensajes por dos razones: primero, porque son demasiados, y segundo, ¡porque no me da la gana!


—Paula, ¡tienes que volver! ¡Esta tienda es sólo tuya! ¡Romperé el contrato de cesión y el documento de nuestro acuerdo en cuanto vuelvas! Además, no creo que haya ganado, si la mujer que dice amarme huye de mí ante el menor contratiempo.


—¿A mentirme desde el principio, a seducirme para quedarte con mi tienda con el único propósito de destruirla lo llamas tú un contratiempo? — gritó ella, furiosa, con todo el resentimiento que guardaba en su interior.


—Sí, Paula, al principio tenía esa intención. Pero en cuanto te conocí, las cosas cambiaron.


—¡No me digas! ¿Por eso me hostigaste con tus numerosos abogados y me llenaste de deudas?


—¡Joder, Paula! ¡Me sentí ofendido con lo que hacía tu tienda con mis productos, pero cuando empezamos a conocernos, todo cambió!


—Di mejor que en cuanto comenzamos a acostarnos. No podías permitir que una mujer como yo desinflara tu hinchado ego, ¿verdad, niño bonito?


Sí, le echaste un jarro de agua fría a mi vanidad, pero ¡no puedes negar que los dos disfrutamos bastante mientras lo hacías!


—¡Sigues siendo un engreído de mierda! Espero que ahora que por fin tienes lo que tanto trabajo te ha costado conseguir estés a gusto con ello. ¿O tal vez no has obtenido lo que esperabas? —señaló ella maliciosamente, regodeándose con su jugada.


—Sabía que sólo me llamabas para deleitarte con tu victoria. Te encanta saber lo hecho polvo que estoy, ¿verdad? Te tienen bien informada tus molestos espías, de las jugarretas que me hacen diariamente, ¿eh?


—Yo no tengo espías, Pedro, sólo amigos. Al contrario que otros, no tengo que engañar a la gente para que se quede a mi lado.


—¡Ninguno de los momentos que compartimos fue mentira! ¡Yo quería, y aún quiero, estar siempre a tu lado!


—¡Mentiroso! —chilló Paula, alterada.


—¡Cada beso que te di era verdadero! ¡Con cada caricia te mostraba mis más profundos sentimientos! ¡Y cuando hacíamos el amor, te demostraba con todo mi cuerpo la verdad que tú y yo sabemos y que nunca podrás negar, aunque te empeñes en ello! ¡Te quiero, Paula Chaves!


—¡Y yo te odio, te odio y te odio! —repitió ella, mientras derramaba lágrimas de dolor por unas palabras que nunca creería.


—Entonces vuelve, Paula, porque si ésos son tus sentimientos, no he ganado la apuesta. Por otra parte, siento decirte que a mí me será imposible odiarte, porque eres la única mujer a la que he llegado a amar con toda mi alma.


Ante su confesión, Pedro solamente escuchó el pitido del teléfono, que confirmaba que Paula había colgado, que no lo había perdonado ni pensaba volver. ¿Para qué demonios habría llamado entonces?


—¡Dios, cuánto te echo de menos! —murmuró, mientras frenaba bruscamente para no chocar contra un coche, de vuelta a la ciudad.



****


—¡Te odio! ¡Te odio! ¡Te odio! ¡Engreído de mierda! ¡Y no creas ni por un momento que creo ninguna de tus estúpidas palabras! —chilló Paula, furiosa, al teléfono de su madre, mientras ésta la miraba con desaprobación.


—Veo que finalmente no le has mencionado que va a ser padre.


—No, no he tenido oportunidad —se excusó Paula vagamente, secándose las lágrimas con la manga.


—¡No me vengas con excusas tan lamentables! Has tenido muchas oportunidades de hablarle de tu estado.


—No quiero que ese mentiroso sea el padre de mi hijo —anunció ella, enfadada.


—Pues lamento decirte que ya es demasiado tarde para eso, porque lo es. Además, ¿cómo sabes que miente?


—Mamá, ¡ha dicho que me quiere! —gritó Paula, indignada, como si con esas simples palabras pudiera explicarlo todo.


—¿Me puedes decir por qué motivo no puede haberse enamorado de ti mientras intentaba engañarte?


—¡Porque no soy su tipo de mujer, porque somos polos opuestos y porque no tenemos nada en común! —replicó su hija.


—¡Él tampoco es tu tipo y te has enamorado como una loca! —señaló Emilia.


¡Me niego a revelarle a ese estúpido que va a ser padre! —concluyó Paula, con una de sus infantiles rabietas.


—¡Paula! ¡Vas a coger ahora mismo ese teléfono, vas a llamar al padre de tu hijo y a darle la noticia de que estás embarazada! Si no lo haces, te juro que mañana mismo te llevo, a rastras si hace falta, a verlo y le diré toda la verdad —amenazó Emilia finalmente, harta de su inmaduro comportamiento.


—¡No serás capaz! —tanteó Paula, temerosa.


—¡Tú ponme a prueba! —replicó su madre con una desafiante mirada, mientras le tendía nuevamente el teléfono.


Paula volvió a llamar, bastante molesta con la idea de volver a enfrentarse a Pedro, algo que la ponía tremendamente nerviosa, aunque fuera por teléfono. Rezó para que no lo cogiera y así poder tener una excusa ante su inquisidora madre, que no dejaba de vigilarla ni un solo instante.


Por si acaso decidía contestar, Paula se acercó las preguntas que según el médico debía hacerle al padre, para asegurarse de tomar las precauciones necesarias.


—Pedro Alfonso al habla —respondió él despreocupadamente, con un estruendoso ruido de tráfico de fondo.


—¿Tienes alguna enfermedad genética? Aparte de ser idiota, claro está —preguntó Paula beligerante.


—Si te niegas a escucharme y no piensas volver, no sé para qué me llamas, además de para tocarme las pelotas haciéndome preguntas sin sentido, claro está —respondió él, enojado, antes de colgar.


Esa vez, su madre no tuvo que animarla para que llamara de nuevo, pues Paula, rabiosa, volvió a marcar su número y esperó impaciente que él se dignara contestar.


—¿Sí? —contestó Pedro con frialdad, sospechando que era ella.


—¡Tú, gilipollas, no vuelvas a colgarme o...!


Pedro no le dio tiempo a terminar con sus amenazas y colgó al principio mismo de sus improperios.


—¡Me ha vuelto a colgar! —anunció Paula, sorprendida, señalando acusadoramente el teléfono.


—Tal vez sería mejor dejarlo para mañana —sugirió Emilia,
entendiendo finalmente por qué aquellos dos hacían tan buena pareja.


—¡Y una mierda! ¡Si ese idiota quiere guerra, guerra tendrá! —declaró Paula, cogiendo otra vez el teléfono. En cuanto oyó que Pedro contestaba, no le dio tiempo a decir nada: simplemente, dejó caer la noticia.


—¡Felicidades! ¡Vas a ser padre! —Y colgó—. Bueno, mamá, estarás contenta, ¿verdad? Ahora Pedro ya sabe la agradable noticia, pero no esperes que me quede aquí sentada aguardando su respuesta —dijo Paula, a la vez
que cogía el bolso y salía de la casa dando un fuerte portazo.


«No puedo creer que diga que no tienen nada en común, si los dos son tal para cual», pensó Emilia, suspirando resignada, mientras esperaba junto al teléfono la llamada de un hombre seguramente bastante confuso por la insólita forma en que había recibido la noticia de su paternidad