domingo, 19 de noviembre de 2017

CAPITULO 89




«No estoy aquí por ese idiota, no he venido aquí por él. Sólo necesito... sólo necesito...» A quién quería engañar. Si en esos instantes se encontraba en la puerta de Eros, era por una única cosa: ver a ese presumido que llevaba dos días sin dar señales de vida y que pensaba alejarse de ella dentro de poco. Pedro le había dicho que no la vería durante un tiempo, pero Paula no se imaginó que echaría tanto de menos su voz, su maliciosa sonrisa, sus impertinentes palabras o sus perversas caricias. Se levantaba por la mañana añorando su presencia.


Todo por culpa de esa boda en la que él se había empeñado. 


¿Por qué no entendía de una vez por todas que ella nunca se casaría con nadie? ¿Por qué tenía que insistir? ¿Para qué demonios necesitaba ella tiempo para pensarlo si todos parecían saber ya la respuesta? 


Paula tomó aire antes de adentrarse entre aquel montón de flores y empalagosos regalos que tanto la disgustaban. La solitaria rosa que Pedro le había dejado antes de marcharse
aún presidía su salón, pero Paula se decía que la había guardado sólo porque era un delicado presente que no quería despreciar.


En la tienda no halló a Pedro, así que se dirigió hacia Gaston, su fiel empleado, para dejarle recado.


—¿Podrías decirle a Pedro que he venido a verle?


—Lo siento, señorita Chaves, pero en estos momentos el señor Bouloir está preparando su viaje a Francia y ya no va a venir por aquí. Tiene que marcharse a resolver un problema que ha surgido con una de sus tiendas —añadió el joven, sin poder evitar esquivar su mirada.


—Sabes que mientes como el culo, ¿verdad? —lo increpó ella, furiosa porque Pedro hubiera ordenado a uno de sus lacayos que se deshiciera de ella —. ¡Pues informa a tu jefe de que no pienso casarme con él ni ahora ni nunca, así que sería mejor que dejara de planificar esta boda a mis espaldas! —declaró Paula, muy molesta, marchándose con un violento portazo—. Si crees que esto va a quedar así es que todavía no me conoces, Pedro Alfonso —murmuró, de vuelta a su tienda.



****


Pedro se encontraba en su despacho, ultimando los preparativos de su viaje, sin poder dejar de pensar un solo instante en su temperamental enamorada. Sólo había estado dos días alejado de ella y ya echaba de menos sus ironías y sus exaltadas contestaciones. No es que le gustara estar siempre discutiendo, pero con Paula cada batalla era estimulante.


Le gustaba por su arrojo, por su temperamento, capaz de igualarse al suyo, y por su exquisito cuerpo y desbordante pasión. Ella era la única persona que había conseguido profundizar en su alma y hallar al verdadero Pedro Alfonso que se escondía detrás de aquella falsa sonrisa que dirigía a todos. Paula era la única que podía hacerlo feliz y por eso había decidido casarse con ella, algo que sin duda se había convertido en misión imposible con la cabezonería de aquella mujer.


¿Es que acaso no le había demostrado con creces que era un hombre distinto al arrogante que en una ocasión intentó apartarla de su camino?


Bueno, vale, seguía siendo arrogante... pero todo lo demás era distinto a cuando la conoció, porque ahora la amaba con todo su ser y no podía imaginar su vida sin ella.


Por eso había organizado la boda y se había obligado a dejarle algo de espacio para que pensara. Seguramente, ella estaría de lo más tranquila en su tienda, disfrutando de poder llevar las riendas de nuevo, y ya se habría olvidado de él tanto como de la rosa que le había dejado en prenda de su amor. ¡Pobre rosa! ¿En qué vertedero habría acabado, después de que él se marchara sin dignarse decirle adiós?


Pero si lo hubiera hecho, como le decía en su nota, no habría tenido valor para apartarse y dejarle ese espacio que tanto necesitaba para reflexionar. Porque cada vez que la tenía cerca no podía evitar convertirse en un egoísta sinvergüenza que sólo quería retenerla a su lado como fuese.


Mientras Pedro suspiraba resignado, el siempre alarmista Gaston entró en su despacho, seguramente con una más de sus ficticias urgencias.


Por lo visto, la explosiva Paula había estado allí y se había exaltado un poco ante las palabras del joven, negando su presencia, porque aunque Gaston lo intentara con todas sus fuerzas, era un pésimo mentiroso. Seguro que en esos momentos Paula debía de estar maldiciéndolo.


Se despidió de Gaston con una sonrisa y, tras mirar su reloj, se dio cuenta de que ya era la hora de irse a ese evento en el que él sería la atracción principal, o eso al menos era lo que los organizadores pensaban.





CAPITULO 88




—¡Joder, cuánto lo echo de menos! —se quejó Paula, desplomándose sobre el mostrador, sin poder dejar de mirar las apremiantes facturas que se le iban acumulando.


—Lo añoras, ¿verdad? —aseveró Catalina, al ver el lamentable estado de su amiga.


—¿De qué narices estás hablando? —repuso Paula, confusa ante sus palabras.


—Estabas suspirando por Pedro, echas en falta su presencia y lo mucho que te ayudaba últimamente a llevar este negocio —afirmó Catalina, satisfecha con el hecho de hacerle reconocer que nunca podría olvidar a ese hombre que tanto la adoraba.


—¡Lo que echo de menos es el café de las mañanas! En cuanto a Pedroese incordio de hombre, únicamente tendría que cruzar la calle y meterme en su tienda si quisiera ver de nuevo su arrogante cara.


—Tengo entendido que a partir de mañana no podrás hacerlo, ya que se va de viaje por algo relacionado con su trabajo y no volverá hasta el día de la boda.


—¿Cómo que se va? ¿Adónde demonios se marcha a tan sólo cuatro días de la boda? —preguntó Paula, dispuesta a averiguar todo lo que pudiera sobre ese viaje.


—La verdad es que no lo sé. Como tampoco sé por qué te interesa tanto, si ya has decidido que no va a haber ninguna boda —sonrió Catalina, ante la intranquilidad que comenzaba a demostrar su amiga al pensar que iba a tener a Pedro lejos.


—¡No me importa adónde vaya! ¡Sólo me molesta no tenerlo cerca por si alguno de mis parientes me sigue acosando con preguntas sobre una boda que nunca se celebrará!


—¿Por qué no les dices simplemente que tú no has aceptado casarte con él? 


—¿Acaso crees que no lo he intentado? Pero todos ignoran mis palabras y dicen que son los nervios previos al enlace, mezclados con las hormonas del embarazo.


—Y es verdad, ¡estás nerviosa! —corroboró Catalina, pinchándola.


—¡Catalina! ¡No hagas que una mujer embarazada te rompa las piernas! —la amenazó Paula, furiosa por la ausencia de Pedro, que duraba ya dos días.


—¡Vamos! ¡Tú nunca atacarías a una persona indefensa!


—La gente puede decir muchas cosas de ti, pero te prometo que nunca dirán que eres indefensa: tu lengua viperina te delata.


—Ahora sí que has conseguido ofenderme —bromeó Catalina, acostumbrada a las pullas de su amiga—. Me voy para que puedas escabullirte sin que nadie te vea hacia la tienda de enfrente, para preguntar por el paradero de tu futuro esposo —concluyó alegremente, esquivando con habilidad uno de los peluches de muestra que su amiga había tenido la intención de estamparle en la cara.


—¿Cuántas veces tengo que decirlo? ¡No pienso casarme nunca! — exclamó Paula.


—Si tú lo dices —ironizó Catalina, mostrándole la elaborada invitación de su boda que Pedro había mandado a todo el mundo.



CAPITULO 87




Fue una larga noche en la que Pedro apenas la dejó descansar. La hizo llegar a la cumbre del placer muchas veces antes de quedar plenamente satisfecho y rendirse ante el cansancio de sus cuerpos. A la mañana siguiente, Paula se removió inquieta en la cama, buscando medio dormida los protectores brazos de su amante, al que comenzaba a acostumbrarse, pero para su sorpresa, su cama se hallaba vacía y él no estaba allí.


Lo buscó por todas las habitaciones, hasta que en la destartalada mesa del salón, vio que le había dejado el desayuno acompañado de una hermosa rosa roja, y una nota.



Desde hoy contaré los días que faltan hasta nuestra boda.
Me he ido antes de que te levantaras, porque si hubiera esperado y te hubiese tenido una vez más entre mis brazos, me habría sentido terriblemente tentado de romper mi promesa.
Espero que me eches de menos y aceptes al fin lo que los dos sabemos: que me amas tanto como yo a ti. Creo que ante este hecho lo mejor que podemos hacer es casarnos, para que hagas de mí un hombre decente.



Paula hizo una bola con ella y la tiró al suelo. Después miró atentamente el desayuno, tan cuidadosamente preparado, y al pensar en cómo la cuidaba, cambió de opinión y deshizo la bola de papel, alisó la nota entre sus manos y la guardó junto a la rosa, que puso en un pequeño jarrón de un fino cristal.


—No sé por qué sigue teniendo estos detalles conmigo. Después de tanto tiempo debe de saber cuánto los odio —comentó Paula en voz alta, sin poder resistir la tentación de oler una vez más la exquisita flor que Pedro le había dejado—. ¡No pienso echarte de menos! —sentenció, mordiendo uno de los cruasanes, sin dejar de observar la arrugada nota que tenía enfrente.