Había comenzado el mes de diciembre y Pedro creía que necesitaría un milagro para conseguir que Paula volviera a hablar con él. Siempre que se encontraban, ella lo ignoraba, y cuando intentaba explicarse, únicamente recibía una mirada llena de odio. Para colmo, su hermano estaba cada vez más próximo a ella y Pedro tenía que observar desde lejos cómo Dario le dirigía una de sus sonrisitas llenas de satisfacción.
Estaba muerto de celos. Por si fuera poco, su insistente padre no dejaba de molestarlo con que llevara con él a una mujer a la grandiosa fiesta de Navidad que siempre celebraba el House Center Bank.
La única a la que quería tener junto a él constantemente era Paula, pero ¿cómo podía pedirle que lo acompañara a ese evento, si con eso sólo destaparía la verdad sobre él y su padre, consiguiendo que la joven encerrase su corazón aún más tras su duro caparazón?
Las mentiras cada vez se hacían más pesadas, pero sabía que si quería tener un futuro con ella, debía guardar silencio.
Había tantas cosas que los separaban en esos momentos...: sus negocios, su molesto padre, su insistente hermano y, sobre todo, el mortificante acuerdo que pendía sobre sus cabezas.
Estaba realmente cansado de que todos sus amables intentos de acercarse a Paula no sirvieran de nada, así que decidió jugar sucio una vez más y cogió la maltratada copia del indecoroso trato que habían firmado hacía ya diez meses. Resuelto a no darse todavía por vencido, hizo una fotocopia del original, subrayando las partes más importantes del acuerdo.
Tras meterlo todo en un sobre, junto con una provocativa nota, envió a Gaston para que se lo entregase a Paula.
Para ocupar su tiempo en algo que le hiciera más corta la espera de la respuesta de ella, Pedro comenzó a colocar los adornos del gigantesco árbol de Navidad que decoraba su tienda; en ese momento, vio entrar a dos tipos.
Se trataba de dos individuos bastante estirados, con trajes de segunda que intentaban parecer nuevos, con los que pretendían proyectar un aire de importancia que en verdad no tenían. A lo largo de los años, Pedro se había topado con muchos hombres como ellos, sobre todo cuando era muy joven y rondaba la sala de juntas de su padre.
Ellos dos carraspearon para llamar su atención y Pedro bajó de la escalera, dispuesto a terminar pronto con la visita, ya que, desde que no veía a Paula, estaba casi siempre de muy mal humor.
—Señores, ¿qué los trae por mi tienda? —preguntó con fingida amabilidad.
—Verá usted, señor Bouloir, somos los abogados de los señores White y Harris. Queríamos hablar con usted sobre el trabajo que desempeñan sus hijos y sobre el lugar donde lo hacen —anunció con gran formalidad uno de ellos, que llevaba gafas, en un tono pretendidamente intimidador.
Pedro les dedicó una burlona sonrisa mientras se apoyaba en el mostrador y se cruzaba de brazos para escuchar las quejas de aquellos dos inútiles.
—¿Qué quieren comentarme sobre el trabajo de esos delincuentes?
—Deberían estar trabajando para usted, al fin y al cabo, es su propiedad la que dañaron. Sus padres no están de acuerdo en que trabajen para Love Dead, y están dispuestos a discutirlo ante un juez si hace falta.
—¿Ésas son todas sus quejas? —preguntó Pedro desinteresado, mirándolos con desdén.
—Sí, señor, eso es todo —finalizó el acompañante del de las gafas, que hasta entonces no había abierto la boca.
Pedro cogió su chaqueta italiana, sacó su teléfono móvil de uno de los bolsillos y del otro unos papeles bastante arrugados.
—Ésta es la sentencia del tribunal. Si han hecho bien su trabajo, porque lo han hecho, ¿verdad?... —preguntó irónicamente mientras observaba cómo los hombres revisaban los papeles—, verán que en ella se me otorga libertad para darles el trabajo que considere mejor para ellos. Y considero que el mejor en estos instantes es trabajar para Love Dead.
—Pero, señor Bouloir... —intentó cuestionar uno de ellos.
—Por si tiene alguna duda, aquí tienen a mi abogado. Jerome se lo explicará todo, entre otras cosas, que puedo ceder mis trabajadores al negocio que me dé la gana —informó Pedro, tendiéndoles su teléfono móvil con su abogado a la espera—. Y cuando terminen, pueden marcharse, señores. Soy un hombre demasiado ocupado para perder mi tiempo en estas nimiedades —concluyó Pedro, dejándolos mudos.
*****
Desde la puerta de Eros, Paula había visto cómo Pedro había
solucionado sus problemas antes de que aparecieran. Se marchó en silencio sin llegar a entrar en la tienda y, mientras se encaminaba hacia Love Dead, se preguntó si sería buena idea volver atrás, aunque sólo fuera para agradecerle los problemas que le había evitado a ella. Cuando entró en su
tienda, les explicó lo ocurrido a sus trabajadores y se sentó en su pequeño taburete tras el mostrador, aún un poco sorprendida por la ayuda desinteresada que Pedro le había brindado.
Segundos después, sorprendió a Amanda observándola sonriente, como si supiera algún secreto que ella desconociera.
—Aún no me puedo creer que ese niño mimado me haya ayudado sin intentar conseguir nada a cambio —comentó, más para sí misma que para los demás.
—Bueno, después de todo, no es la primera vez —murmuró Amanda, sorprendiéndola con su respuesta.
—¿Qué quieres decir? ¡Desembucha! —exigió Paula a la joven, que no se resistió demasiado a la hora de contarle todo lo que Pedro había hecho por ella.
En el momento en que Amanda terminó de relatar la larga historia de ayuda que había recibido su negocio para poder seguir en pie, Paula pensó que tal vez la opinión que tenía sobre Pedro estuviera equivocada. Tal vez debería ir a verlo.
La verdad era que echaba mucho de menos su sonrisa y sus discusiones. Desde que no se hablaban notaba un vacío en su vida.
Últimamente Pedro parecía haberse olvidado de ella, pues ya no la atosigaba constantemente para obtener una cita, ya no intentaba besarla o llevarla a su cama con su convincente charla embaucadora. Simplemente la miraba a la espera de recibir una muestra de que lo había perdonado.
Pero Paula aún no podía olvidar a la modelo cogida de su brazo el día de la inauguración de la exposición. Aunque tal vez Pedro hubiera tenido algo de razón al pedirle que no viera más a Dario, ya que éste comenzaba a tratarla cada vez menos como amiga y ella empezaba a sentirse incómoda, porque sabía que con Dario nunca podría tener nada más que amistad.
No sabía si finalmente se había enamorado del adonis tal como él predijo desde un principio, sólo sabía que lo añoraba demasiado. Había llenado sus días con la compañía de Dario sin conseguir que él la hiciera olvidarse de Pedro.
¡Lo echaba tanto en falta...!
Pero no sabía cómo acercarse a él sin que su orgullo saliera herido, porque, aunque él fuera su antagonista en los negocios, sus insufribles caracteres eran muy similares. Y sin duda alguna, Pedro se regodearía en la victoria si ella cedía, porque eso es lo que Paula haría de estar en su lugar.
Suspirando resignada por no poder verlo un día más, echó una mirada al mostrador, donde había un sobre bastante abultado sin remitente. Pensó en tirarlo directamente a la basura, ya que posiblemente fuera otra de las amenazas del Comité, pero la curiosidad la llevó a abrirlo.
Paula sonrió al ver que tenía la excusa perfecta para volver a ver a Pedro.
En el sobre había una desafiante nota que decía: «No estás cumpliendo el acuerdo, ¿acaso has decidido dejarme ganar?». Y, junto a ésta, una copia del contrato que habían firmado, con uno de sus puntos subrayado.
Concretamente el que rezaba que ella no se podía negar a salir con él.
—Pedro Bouloir, eres único a la hora de pedir una cita —bromeó Paula en voz alta, mientras marcaba un número que, aunque lo había intentado, nunca podría olvidar.
Aceptó ir con él a un caro restaurante francés, donde disfrutaron de una agradable velada. Se esmeró mucho en su apariencia, y se puso un elegante y sexy vestido negro de finos tirantes dorados.
Pedro, por su parte, era la personificación del pecado, vestido con uno de sus trajes negros, con el único tono de color de una impecable corbata blanca.
En la cena, dejaron al margen el tema de sus negocios y hablaron de cuestiones más personales. Él le preguntó por Emilia, su madre, y Paula le pidió que le contara algo de su familia. Un tema delicado, en el que Pedro no quiso explayarse demasiado.
—Tengo un hermano mayor que hasta hace poco se dedicaba al negocio familiar. Hace unos años se marchó y le dejó a mi padre todas las responsabilidades. Ahora, yo tengo que llevar mi empresa a la vez que lo ayudo. A veces es algo asfixiante, pero no quiero dejar al viejo solo — comentó tranquilamente, saboreando el vino.
—Tu hermano es un poco gilipollas, ¿no? ¡Mira que dejar solo a un anciano desvalido! —opinó Paula, preocupada por el pobre hombre.
Pedro sonrió ante el insulto que le había dedicado a su adorado Dario sin saberlo y prosiguió con la conversación algo más animado.
—No, en realidad comprendo a mi hermano: mi padre es un
manipulador y es muy difícil decirle que no.
—¿Pero...? —animó Paula.
—Yo ya me había acostumbrado a ser el segundo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, algo confusa con su respuesta.
—Que mi hermano es el mayor, el primogénito. Desde que nací, mi padre siempre insistía en que yo ayudaría a mi hermano a llegar a lo más alto en los negocios, porque sería él quien lo dirigiría todo. Aunque yo fuera más capaz, aunque fuera mejor, el lugar de mi padre sería para él. Por eso me harté y me largué para montar mi propio negocio —explicó Pedro, acabándose su copa de un solo trago.
—¿Y por qué un negocio de regalos románticos? —inquirió Paula, por primera vez interesada en el tema.
—Por mi madre: a ella le encantaba San Valentín. Por desgracia, murió antes de poder ver mi primera tienda, pero ella fue mi inspiración —confesó Pedro. Tras un instante de silencio, fue su turno de preguntar sobre el origen de Love Dead—. ¿Y qué hay de ti? ¿Por qué un negocio de regalos tan agresivos?
—Por mi padre. Ya sabes cómo es. Digamos que él también fue mi inspiración.
—Brindemos pues por nuestros queridos padres —propuso Pedro, alzando su copa, rellenada por el camarero—. Dime una cosa, ¿cuándo nos interrumpirá alguno de tus empleados o recibiré uno de tus humillantes regalos? —inquirió luego Pedro, dispuesto a saber cuánto tiempo de paz le concedería esta vez Paula antes de hacer alguna de las suyas.
—Esta noche no vendrá ninguno de mis empleados y, para tu desgracia, por ahora no voy a regalarte ninguno de los espléndidos presentes de mi tienda.
—Entonces, al fin tendremos una cita normal.
—¿Por qué te extrañas?
—Tal vez porque nunca hemos tenido una. Dime cómo de normal será esta cita. Por ejemplo, ¿accederás al fin a venir otra vez a mi apartamento?
—Eso pregúntamelo después del postre... —insinuó Paula después de comer provocativamente una cucharada de su esponjoso pastel de chocolate.