Mientras Paula maldecía a uno de los peluches que tenía en el escaparate y que se negaba a moverse un ápice, vio a un atractivo sujeto de unos treinta y pico años, que se dirigía a su tienda después de salir de la del egocéntrico de Pedro.
Era un interesante espécimen masculino. Medía cerca de un metro noventa de estatura, tenía unos hermosos ojos castaños y llevaba un descuidado corte de pelo que resaltaba su hermosa sonrisa.
Paula lo observó con atención, porque le resultaba familiar, pero no lograba situarlo. Entonces lo imaginó con un traje serio y un peinado más formal y al fin cayó en la cuenta de quién era el hombre que le sonreía alegremente.
No pudo resistirse a correr hacia su amigo para darle la bienvenida que sin duda se merecía.
—¡Dario! ¿Cuándo has vuelto? —preguntó, mientras se lanzaba feliz a sus brazos.
—Ahora mismo, princesa. En cuanto he llegado, lo primero ha sido venir a verte a ti.
—¡Serás mentiroso! Si te he visto salir de la tienda de mi rival. ¿Se puede saber qué hacías allí? —curioseó intrigada.
—Se podría decir que he ido a hacerle una visita a un viejo conocido.
—¡No me digas que conoces a ese niño mimado! —exclamó
sorprendida.
—Paula, recuerda que, hasta hace poco, yo también era uno de esos que lo tenían todo.
—Sí, pero tú eras mejor que ellos. Dime, ¿al final cumpliste tu sueño? —se interesó Paula, deseosa de saber lo que había sido de él durante el tiempo que había estado fuera.
—Sí, ahora tienes frente a ti a un pobre pintor muerto de hambre, que deposita todas sus esperanzas en una pequeña exposición.
—¡Me lo tienes que contar todo sobre tus viajes! —exclamó Paula, entusiasmada.
—Bueno, si me invitas a uno de tus cafés, lo pienso —bromeó Dario, abriéndole gentilmente la puerta de Love Dead—. Será mejor que entremos, pues siento como si alguien me estuviese fulminando con la mirada —dijo Dario, refiriéndose a Pedro, que desde la puerta de su tienda los observaba con frialdad.
—No le hagas caso, sólo es un pesado —declaró Paula, devolviéndole a Pedro una indiferente mirada cuando sus ojos se encontraron.
*****
—¿Qué quería ese tipo que ha venido a visitarte? —le preguntó abruptamente Pedro a Paula entrando en Love Dead cuando ella se disponía a cerrar.
—Dario es un viejo amigo que ha venido a hacerme una visita. Un amigo al que por lo visto tú ya conoces. Me ha dicho que sois como hermanos desde niños.
—¿Te ha dicho algo más?
—Nada que sea de tu incumbencia. ¿Por qué estás tan interesado en lo que yo haga o con quién lo haga? Después de todo, tú tienes a la «señorita Virtuosa» para consolarte —le espetó Paula, enfrentándose a los fríos ojos de Pedro, que comenzaron a arder de deseo.
Pedro la acorraló contra la puerta, mientras exigía que lo escuchase.
—Esta vez vas a dejar que me explique, ¿o acaso piensas huir de nuevo, como has hecho hasta ahora? —preguntó él, retándola con su fría mirada.
—¡Yo no huyo! —gritó Paula, enfrentándose a su rival con la misma impertinencia de éste.
—Entonces, ¿no has estado esquivándome todas estas semanas, con pobres excusas inventadas por tus empleados? —ironizó Pedro, alzando una impertinente ceja.
—Todo lo que te han dicho era cierto —contestó ella, esquivando su mirada, un tanto avergonzada con sus mentiras.
—Así que en un solo mes has tenido la polio, la difteria, la peste, ¡ah!, y lo mejor de todo: ¡hemorroides! —enumeró Pedro las enfermedades que habían sido utilizadas como excusa para explicar la ausencia de Paula.
—Bueno, pueden ser un poco imaginativos.
—¿Tú crees? —replicó Pedro, irónico ante su respuesta.
—¡Bueno! Dime lo que tengas que decirme y vete —exigió Paula, negándose a retroceder.
—No hubo nada entre Lilian y yo. Ella vino a traerme uno de sus postres y...
—¡Tú se lo agradeciste con un beso! —terminó Paula, furiosa con el recuerdo de la molesta escena.
—¡No, joder! ¡Escúchame! —le ordenó Pedro, zarandeándola—. ¡Ella me besó a mí, me pilló desprevenido! Cuando tú entraste, ya la estaba apartando.
—¿Cómo tienes la cara dura de decirme eso? ¿Es que acaso no te veo siempre coqueteando con cualquier mujer que se cruce en tu camino?
—Paula, soy amable con todos por mi imagen pública, pero no me interesa esa mujer, ni las demás que se me echan encima. ¡Me interesas tú! ¡Me importas tú!
—No te creo. Además, no tienes que darme ninguna explicación. Después de todo, tú y yo no estamos saliendo —declaró ella indiferente, apartándolo de su lado.
—Así que la verdad es que a la fría Paula no le importa nada —replicó Pedro, furioso con su cruda respuesta—. Eres indiferente al amor y a los hombres. Pero en cuanto al sexo... Al sexo conmigo no eres tan indiferente, ¿verdad? —preguntó, mientras pegaba su cuerpo contra el suyo para demostrar sus palabras.
La besó de una forma arrolladora, exigiendo su rendición con cada una de sus caricias. Avasalló su boca con su hábil lengua, degustando su sabor hasta que ella respondió.
Entonces, sus agresivos besos se volvieron dulces.
Sus dientes mordisquearon suavemente su labio inferior, incitándola a abrirlos ante la exquisita invasión de su lengua.
La hizo gemir de placer a la vez que ella respondía con la misma ternura.
Pedro cerró el pestillo y colocó el cartel de «Cerrado», sin abandonar ni un momento su preciosa carga. Apoyó a Paula contra la fría puerta y besó una última vez sus labios antes de comenzar a asediar su excitado cuerpo con delicados besos, comenzando en su cuello y descendiendo poco a poco por toda su piel.
La desnudó por completo, mientras seguía con su atrevida lengua el camino hasta ahora marcado con sus besos.
Saboreó con dulzura todos los rincones de su cuerpo, tentándola, pero nunca concediéndole el placer que necesitaba.
Él se despojó con rapidez de su ropa y se arrodilló ante su altiva diosa, que lo miraba con asombro desde su privilegiada posición. Pedro admiró ardientemente la desnudez de su amada.
La hizo arder con el simple contacto de sus manos y su deseo se incrementó cuando introdujo un dedo en su interior.
Le acarició el clítoris mientras la penetraba con el dedo y Paula se movió en busca del placer, a la vez que sus gemidos escapaban de su boca, inundando el silencioso lugar.
Ella se apoyó contra la puerta, próxima al orgasmo, y creyó que sus temblorosas piernas no podrían aguantar los crueles juegos de Pedro, pero éste le dirigió una de sus pícaras sonrisas antes de que su lengua se uniera a las caricias de sus manos. La devoró lentamente y ella tembló sin control, agarrándose con fuerza al cabello de él.
—¡Di que eres mía! —exigió Pedro, deteniendo el asedio con su lengua, pero siguiendo con sus insistentes y tentadores dedos.
—¡No! —contestó Paula, sin poder negar la respuesta de su cuerpo.
—No te preocupes, tenemos toda la noche para que lo reconozcas. Si tú no lo dices, tu cuerpo lo hará —sentenció Pedro, volviendo a acercar la lengua a su punto más sensible, conduciéndola a un arrollador orgasmo que la hizo gritar su nombre.
Sus temblorosas piernas no aguantaron más tras su clímax y Pedro la dejó caer lentamente, pero no abandonó sus perversas intenciones, así que, cogiéndola de los tobillos, la tumbó en el frío suelo y abrió nuevamente sus piernas al calor de su lengua, mientras sus manos jugaban con los sensibles senos. Acarició y pellizcó sus excitados pezones al tiempo que, con la lengua, torturaba su húmedo interior con los lentos y profundos roces. Esta vez, la mantuvo una y otra vez cerca del orgasmo, pero le negó el placer que ansiaba, mientras ella se retorcía inconscientemente, buscando el calor de su cuerpo.
—Pedro —rogó, entre lágrimas de frustración.
—¡Di que eres mía! —exigió él de nuevo.
—¡No! —negó otra vez Paula, apartando su rostro avergonzado de su inquisitiva mirada.
Pedro se alzó sobre ella y la penetró de una profunda embestida. Se movió despacio, atormentándola. La miró, satisfecho con la respuesta que su cuerpo no le negaba, pero molesto con la verdad que sus labios se negaban a confesar.
—A pesar de lo que digas, tú y yo sabemos que entre nosotros sólo hay una única verdad, y ésa es que me perteneces —le susurró Pedro al oído, a la vez que incrementaba el ritmo de sus acometidas y conseguía hacerla gritar su nombre.
Paula le arañó la espalda mientras se movían como un solo cuerpo.
Finalmente, llegaron juntos a la cúspide del placer, gritando de felicidad ante la dicha del éxtasis.
Por unos segundos, ambos olvidaron el odio, las peleas y la rivalidad y se abrazaron como si sus corazones fueran uno.
Pero cuando Pedro la miró con una sonrisa llena de satisfacción, Paula apartó la cara, sintiéndose nuevamente culpable por haber caído en las garras de un experto embaucador.
Se vistieron sin dirigirse una palabra o una mísera mirada.
Cuando los dos estuvieron listos, Pedro intentó acercarse de nuevo a ella, pero Paula se alejó.
—¿Sabes, Pedro? Aunque mi cuerpo diga que soy tuya, mi corazón nunca dirá tal mentira —se le enfrentó al fin, contemplándolo con su fría mirada.
—¿Por qué demonios no puedes admitir lo que ambos sabemos? — gritó él, furioso.
—Porque no confío en ti —replicó Paula, impasible, abriendo el pestillo de la puerta y saliendo a la calle.
Pedro la siguió, mientras ella daba por finalizado su día de trabajo, cerrando las puertas de Love Dead.
—¿Y en él? ¿En él sí confías? —Pedro señaló la figura solitaria de Dario, que esperaba pacientemente en la acera de enfrente a que ella terminara su tarea.
—Él es mi amigo. Tú solamente un rival —replicó Paula, dejándole clara su posición en aquel juego.
—¿Te acuestas también con tus amigos?
—Eso no es de tu incumbencia —lo cortó ella.
—Ya veo. Entonces, por ahora no tengo que preocuparme por Dario. Dime, ¿soy sólo yo o te tiras a todos tus rivales? Porque si eso es lo que te excita, creo que ahora tienes una larga lista en las manos —comentó sarcásticamente, resentido por su desplante.
Paula le dio una fuerte bofetada que borró su hiriente sonrisa.
—¡No te preocupes, Pedro! ¡A partir de ahora, no me permitiré olvidar ni un solo instante que tú eres el enemigo! —gritó airadamente, con ojos llorosos.
Él miró los ojos de su amada llenos de dolor y supo que había ido demasiado lejos con sus palabras. Los celos lo habían dominado haciendo que estropeara lo que más quería.
—Paula, yo... —intentó excusarse y reparar algo del daño que sus palabras habían causado en el inescrutable corazón de ella—. Lo siento... — susurró a la nada, pues Paula se había alejado de él para refugiarse en los brazos del hombre que Pedro más temía: su hermano. Alguien que todos los que lo rodeaban siempre le habían recordado que era mejor que él. Y él mismo también empezaba a creerlo, viendo la sonrisa que volvía a asomar en el rostro de Paula.
Si fuera un hombre mejor, si fuera una persona más honrada, la dejaría con el hombre más adecuado. Pero como era un codicioso egoísta, nunca abandonaría un bien tan preciado en manos de nadie que no fuera él. Así que cruzó hacia donde se encontraba la alegre pareja e interrumpió impertinente su conversación entregándole a Paula sus braguitas.
—Se te olvidaba esto —dijo, dirigiéndole una triunfante mirada a su hermano.
Paula lo miró avergonzada y furiosa por la osadía que mostraba ante su amigo, pero rápidamente olvidó su vergüenza al ver su rostro lleno de dicha y su combativo carácter salió a la luz para poner a aquel hombre donde se merecía.
Cogió con brusquedad la delicada prenda y, acercándose a Pedro, le dio un frío abrazo mientras metía las braguitas en el bolsillo de su chaqueta.
—No te preocupes, creo que hoy no las necesitaré —le susurró sugerente al oído.
Después lo besó displicente en la mejilla, antes de cogerse
cariñosamente del brazo de Dario y alejarse del furibundo necio que había osado provocar su ira.
Pedro los miró alejarse de él como una amorosa pareja y maldijo una y mil veces su maldito e impulsivo carácter.
Lleno de rabia y de celos, golpeó la puerta de su propia tienda, que solamente constituía un inconveniente más entre él y aquella mujer. Dirigió su puño a ciegas y golpeó uno de los cristales de la puerta. El resultado fueron unos nudillos bastante lastimados y un cristal agrietado.
Ni siquiera el dolor de la mano lo hizo olvidarse de que esa noche Paula se había marchado con su hermano.
Como todos, ella había preferido al perfecto Dario Alfonso. Y él, que nunca había envidiado demasiado la vida de su hermano, ahora envidiaba su lugar al lado de la única mujer que conseguía herir su corazón con el frío de sus palabras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario