Otra vez comenzaba aquel horrendo día, que, por suerte para mí, sólo se celebraba una vez al año. Lo supe en cuanto sonó mi radio-despertador, dando la bienvenida a la nueva mañana con canciones tan empalagosas como la banda sonora de Titanic o de Ghost.
Me levanté como cualquier otro día, con la única diferencia de que ése era uno en el que siempre estaba de un humor de perros. Me duché deprisa, furiosa con el calentador, que otra vez fallaba y, para colmo, me di cuenta de que el café, así como el pan francés para preparar mis tentadoras tostadas se habían acabado.
—¡Mierda! —grité, mientras me vestía rápidamente, para ir a
comprarme desayuno.
Tras dos horas de hacer cola en mi cafetería habitual, que en esos momentos estaba llena de empalagosas parejas que no permitían que avanzara la fila, al fin estuve cerca de conseguir mi desayuno. Ya solamente se interponía entre mi café y yo una pareja que no dejaba de besarse, sin importarles mucho ante quien exponían sus fastidiosas muestras de amor.
Carraspeé sutilmente, intentando respetar su intimidad. Al quinto carraspeo, la poca paciencia que me quedaba se esfumó, debido a los enérgicos rugidos de mi hambriento estómago. Toqué con un dedo el hombro de uno de ellos, indicándoles que era su turno. Finalmente, después de que me ignoraran, me salté a la pegajosa pareja y pedí el desayuno.
En el instante en que me volvía con el café en la mano y una de mis rosquillas favoritas en una bolsa, ellos dos, que al fin habían conseguido separarse, me miraban indignados.
—¡Señorita, se ha colado! —me acusó el hombre, fulminándome con la mirada.
—Os doy dos semanas —dije yo, después de evaluarlos mientras bebía un sorbo de café—. Después de todo, él no deja de mirar las tetas de Sandy —señalé, indicando la enorme delantera de la amable empleada del café.
Tras mis palabras, no me quedé a esperar una respuesta, sino que me marché a Love Dead, oyendo todavía los gritos de la exasperante pareja.
En el instante en que llegué a la tienda, vi que mis empleados me esperaban con impaciencia, mientras advertían a un artista callejero de mi poco aguante para todo en ese día. El músico los ignoró, se colocó junto a mi escaparate y, cogiendo impertinente su acordeón, comenzó a entonar la banda sonora de Titanic. ¡Aquello era el colmo!
¡No aguantaba más!
Abrí la puerta con brusquedad, fulminando al músico con la mirada y me dirigí hacia mi despacho, donde guardaba mi bien más preciado. Decidí mostrárselo al artista, tal vez eso lo hiciera entrar en razón.
Cuando finalizó la famosa melodía, que ya había oído como veinte veces a lo largo de ese espantoso día, el músico levantó la cabeza y vio mi furioso rostro.
—¡Te doy cinco segundos para que te largues de aquí antes de presentarte a Betty! —exclamé amenazadora.
El hombre me miró a mí y luego a Betty y decidió que lo mejor era marcharse de allí como alma que lleva el diablo.
—Betty, ¡tú nunca me fallas! —murmuré amorosamente, dándole un beso de agradecimiento a mi querido bate de béisbol.
En cuanto dejé de abrazar a mi amoroso compinche, con el que me gustaba celebrar el día de San Valentín, ya que me libraba de los molestos y empalagosos impertinentes, miré hacia la acera de enfrente, encontrándome con la irónica sonrisa de «míster Eros», que sostenía un ramo de flores.
—Entonces, de las flores ni hablamos, ¿verdad? —preguntó
burlonamente, mostrándome el ostentoso ramo.
Yo lo amenacé con mi bate y él se echó a reír a carcajadas, mientras se alejaba hacia su tienda. Cuando al fin conseguí sentarme a desayunar en paz, abrí la bolsa de mi desayuno y, para mi horror, la rosquilla de chocolate con motitas de coco que tanto me gustaba, ese día tenía una forma siniestra que detestaba profundamente. Devoré en dos bocados el impertinente corazón y comencé a dar órdenes a mis empleados, porque, aunque odiara ese día, me reportaba grandes beneficios, pues había mucha gente que pensaba lo mismo que yo.
—¡Odio el día de San Valentín! —grité a pleno pulmón, desahogando mi frustración y dando comienzo a mis tareas matutinas.
****
Por fin había llegado el día del año que más adoraba, el día en que todos los enamorados eran libres de expresar abiertamente sus sentimientos.
Yo tenía muy buenos recuerdos del día de San Valentín; mis padres siempre lo celebraban en algún bonito lugar, donde mi hermano y yo éramos bienvenidos, ya que nos consideraban la más bella muestra del amor que se profesaban, o eso al menos era lo que mi madre nos decía continuamente.
Cada vez que llegaba esa fecha, yo rememoraba la hermosa sonrisa de mi madre y sentía como si ella estuviera nuevamente junto a mí. Hacía ya siete años que había fallecido debido a un cáncer que la tuvo dos largos años luchando por alargar su vida un poco más. Fueron esos momentos que pasé con mamá cuando ya estaba enferma los que me llevaron a montar mi propio negocio. Ella adoraba este día, y yo quería hacerla sonreír allá donde estuviera. Así que... ¿qué mejor regalo que el de hacer felices a miles de parejas en su memoria?
Desde mi tienda, observé cómo Paula colocaba sus ponzoñosos productos a la vista de todos. Me pregunté si, al igual que yo, estaría tan atareada ese día que no tendría tiempo ni para respirar. Por unos instantes, traté de imaginar cómo celebraría ella San Valentín... Después de descartar
las típicas veladas de flores, bombones y cenas a la luz de las velas, solamente me quedó su imagen haciendo una de las suyas. Hasta entonces no se me había ocurrido preguntarme por qué Paula odiaba tantísimo esta fecha. ¿Habría tenido una mala experiencia un catorce de febrero y por eso su corazón rechazaba tan romántico día?
¡Cómo me gustaría convencerla de que una celebración en la que se demostraba tan abiertamente el amor que se sentía por otros no podía ser tan mala como ella pensaba!
Tal vez algún día lo consiguiera. En esos instantes, lo mejor era que me ocupase de mi negocio. Muy pronto abriría las puertas del nuevo Eros y la prensa, junto con cientos de clientes, vendrían a mis instalaciones para festejar este gran día.
Los empleados estaban terminando de dar los últimos toques a los preparativos de la gran fiesta: grandes globos en forma de corazones rojos y blancos colgaban del techo, junto con guirnaldas de Cupido, los escaparates mostraban la gran variedad de productos sin ser demasiado ostentosos y, en el interior, la decoración era acogedora e íntimamente romántica.
Para la prensa y los primeros cien clientes habíamos preparado unas delicatessen. También una pequeña bolsa de bienvenida con artículos promocionales, como una rosa, una taza con el eslogan de Eros, «Un momento para enamorar», un pequeño peluche y una minúscula caja de bombones.
Cuando, después de ultimarlo todo, observé a mis impecables empleados, las deliciosas degustaciones y los coquetos regalos, decidí que ya era la hora de dar comienzo a la festividad, así que, tras echar un vistazo a la fila que se había formado fuera y que rodeaba todo el edificio, conecté los altavoces y deseé a todos un feliz día de San Valentín.
Plan B. En una de las más caras y exclusivas pastelerías de la ciudad, Pedro intentaba sobornar descaradamente a unas cuantas mujeres cercanas a Paula. Tal vez ellas, con su trato amable y cariñoso, podrían llegar a comprender su problema. Sin duda alguna, con una sentimental historia de amor llegaría a su lado más sensible y se apiadarían de él dándole la información que tanto necesitaba.
Esas mujeres dulces y compasivas no tardarían demasiado en querer ayudarlo. Después de todo, tenían un corazón tan tierno y bondadoso...
—¡Todos los hombres son unos cerdos! ¡Mira que dejarte por una de sus groupies! ¡Ese tío es idiota! —exclamó Catalina, intentando animar a la joven Amanda mientras degustaba un exquisito pastel.
—Sí, los deberían castrar a todos a la primera infidelidad —declaró rotundamente la anciana Agnes, hundiendo con fuerza el tenedor en su bizcocho.
—¡Vamos a fundar una asociación femenina que promueva la castración de los machos infieles! —concluyó Amanda, atacando su mousse de chocolate.
—Seguro que si se lo proponemos a Paula, ella accederá a recoger firmas —bromeó Catalina.
—Estoy totalmente segura de que si esa niña se propone algo, lo consigue —confirmó Agnes, ante las otras dos mujeres, que estaban totalmente de acuerdo con su observación.
Un profundo y varonil carraspeo interrumpió la animada conversación antes de que decidieran convertir en eunuco a cualquier hombre que estuviera por las inmediaciones.
—¡Oh, Pedro, no es por ti! Tú eres todo un caballero —lo tranquilizó Catalina, quitándole importancia a su belicosa conversación sobre «otros» hombres.
—Sí, no hay más que ver lo amable que eres al invitarnos a esta elegante pastelería sin ningún motivo oculto. No como esos otros traicioneros, que siempre intentan sacar provecho de cualquier situación — dijo la anciana.
—La verdad es que ya no creía que quedaran hombres que valieran la pena después de esta traición, pero cuando os veo a Paula y a ti... —comentó Amanda, esperanzada, mirándolo como si fuera un raro y extinto espécimen.
—La verdad es que me gustaría saber... ¿cómo conocisteis a Paula? — finalizó Pedro, sin atreverse a mencionar la verdadera cuestión que lo había llevado allí.
—¡Oh, esa maravillosa joven me salvó de que me encerraran en un asilo! —comenzó Agnes—. Mi casero me estafaba y nadie me creía. Mis sobrinos pensaban que empezaba a chochear cuando les dije que me desaparecía dinero por las noches y que por eso no podía pagar el alquiler. »Paula asistía a la clase de costura donde yo daba clases para conseguir algo de dinero extra. Era la peor alumna que he visto en mi vida, pero muy insistente. Quería confeccionar los peluches para su tienda, pero nadie la ayudaba, así que decidió hacerlos ella misma. —Tras una pausa para saborear su delicioso pastel, Agnes continuó—: Por casualidad, oyó una discusión que tuve con uno de mis familiares y esa noche ella y su bate de béisbol se presentaron en mi apartamento. »Yo me fui pronto a la cama, como todas las noches, y la verdad es que no sé lo que pasó. Solamente que a la mañana siguiente mi casero estaba atado con las cuerdas de mis cortinas, mientras Paula no dejaba de amenazarlo con la punta del bate a la espera de que llegara la policía.
—¿Paula sola se enfrentó a un hombre, armada únicamente con un bate de béisbol? —preguntó Pedro, tremendamente preocupado por sus inconscientes actos.
—Paula es una temeraria —confirmó Amanda—. Poco después de que yo entrara a trabajar en su tienda, tres tipos intentaron atracarme dos calles más abajo del distrito comercial. Ella me siguió porque estaba preocupada y me defendió sólo con su bolso. Para desgracia de esos hombres, ese día Paula había comprado una plancha para su madre, que llevaba justo en el bolso. Dejó a dos de ellos inconscientes antes de que viniera la policía.
—¡Un bolso! ¡Se enfrentó a tres hombres con un bolso! —comenzó a preocuparse Pedro en serio.
—¡No te preocupes, hombre! —intervino Catalina—. Yo la conozco desde el instituto y te puedo asegurar que sabe defenderse muy bien. Os contaré lo que hizo con un exnovio suyo...
Otro rotundo fracaso. Después de oírlas planear cómo acabar con todos los hombres infieles, Pedro no se atrevía casi ni a respirar en su presencia, y mucho menos a preguntarles nada sobre Paula, por si acaso decidían meterlo en el mismo grupo y acabar con sus partes nobles.
Bueno, tendría que pasar al plan C: ése era su último recurso, el que podría salvarlo de las duchas frías y las noches solitarias. Era un plan bastante elaborado y sin duda alguna funcionaría, así que marcó un número en su móvil y esperó impaciente.
Ella indudablemente lo sabría y no podría negarse a decírselo. Después de todo, Pedro era una de sus personas más queridas en esos momentos, y era un favor tan insignificante el que le pedía...
****
¡Una esclava! ¡Me había convertido en una esclava, y más
concretamente de mi madre, para que ésta no le revelara mi fecha de nacimiento a ese insistente hombre! Menos mal que después de ese fin de semana, mi adorada madre volvería a su casa, dejándome tranquila al fin.
Por desgracia, mi situación en esos instantes no era tan solitaria como yo deseaba.
—Un poquito más a la derecha, cielo —pidió mi madre, mientras yo le daba un masaje de más de una hora, tras haberle preparado uno de sus postres favoritos—. No sé por qué no quieres decirle la fecha de tu cumpleaños a ese joven tan adorable —insistió de nuevo, sin conseguir que yo diera mi brazo a torcer.
—Porque no quiero celebrarlo, mamá —respondí, continuando con mi ardua tarea.
—Pero ¡algún día tendrás que hacerlo! ¿Por qué no ahora con alguien tan agradable?
—¡He dicho que no, mamá! —finalicé tajantemente, mientras le acercaba otra vez el móvil al oído.
—¡Deshazte de él! —ordené, como si de una película de mafiosos se tratase. —Oh, estoy deseando saber con qué me sobornará hoy: un viaje, más dulces, flores únicas. ¡Quién sabe! ¡Si lo mantenemos un poco más en vilo, tal vez me ofrezca un palacio! —fantaseó mi madre, emocionada con la llamada del maravilloso galán que me pretendía.
—¡Hola, Pedro! Sí, soy yo, Emilia. No, Paula no está en casa —mintió, mirándome descaradamente, mientras yo no me perdía ni una palabra de su conversación.
—Lo siento, Pedro, pero no puedo decírtelo. ¡Se lo he prometido! Además, ¡mi hija me ha amenazado con hacerme algo terrible si no mantengo mi palabra! —dramatizó mi madre, sin que yo dejara de poner los ojos en blanco ante sus obvias mentiras.
—¿Qué? ¿Que con qué me ha amenazado...? Pues... ¡me dijo que si te digo cuándo es su cumpleaños, no piensa darme nietos! —improvisó mi madre, agrandando aún más la trágica historia.
—Sí, ya sé que esa cuestión la deciden dos personas, pero me aseguró que te castraría, y sé que es muy capaz... ¿Pedro? ¿Pedro, sigues ahí...? »Creo que ya no volverá a molestarnos con esa historia —dijo mi madre al colgar—. Una pena. Estaba bastante interesada en ese viaje a Francia. —Suspiró resignada—. ¡Y tú más vale que me des los nietos que me prometiste, o, si no, no volveré a cubrirte las espaldas!
—¡Muchos amorosos nietos para ti! —Sonreí alegremente, besándola con cariño.
—¿Y cuándo será eso, Paula Chaves? —preguntó ella, un tanto impaciente.
—Cuando me enamore, mamá. Cuando me enamore.
—Y supongo que eso no sucederá pronto, ¿verdad? —preguntó, ahora desesperanzada.
—No, la verdad es que no creo que eso ocurra nunca, porque me es muy difícil confiar en ningún hombre.
—¡Eres una tramposa! ¿De quién habrás aprendido tamañas argucias? —me reprendió ella con adoración.
—De la mejor, mamá. ¡De la mejor! —confirmé, abrazándola entre risas de regocijo por haber acabado finalmente con el insistente Pedro Bouloir.
Otra endemoniada cena como ésa y tendría que pasar todo un año con la parte inferior de su cuerpo sumergida en hielo.
Si la noche anterior tuvo que darse alguna que otra ducha fría al llegar a su apartamento, cuando Paula sólo llevaba unos viejos vaqueros y una camiseta ceñida, ¿cuántas horas tendría que pasar ahora bajo el agua helada, tras verla lucir algo que en un principio definió como «vestido», pero que luego él mismo catalogó como «cinturón ancho»?
El susodicho vestido era una indecente prenda negra que se ataba al cuello, dejando expuesta la espalda hasta el principio del trasero. Como Paula no llevaba sujetador, la tela se pegaba a sus jugosos senos y Pedro babeaba cada vez que ella se movía, perdiendo así el hilo de cualquier intento de conversación que pudiera darle. Además era corto, indecentemente corto, y mostraba sus bonitas y largas piernas y se pegaba a su firme trasero, marcando sus formas.
¡Dios! Ese vestido no supondría ningún problema para un hombre como él si no fuera porque la madre de Paula los acompañaba una vez más.
Pedro sabía que Paula había preparado aquella nueva cena únicamente para fastidiarlo, porque por mucho que le gustaran los deliciosos guisos de aquella encantadora mujer, deseaba mucho más el postre prohibido que representaba su hija.
—Pedro, hijo mío, ¿estás bien? Has estado distraído durante toda la cena —indagó Emilia, preocupada, tras preguntarle por tercera vez si quería café.
—Sí, lo siento, Emilia. Algo me tiene muy distraído esta noche — contestó Pedro, devorando a Paula con su lujuriosa mirada.
—Mamá, yo prepararé el café. Tú siéntate y descansa —se ofreció Paula—. Habla más con Pedro sobre su maravilloso negocio. Seguro que eso le suelta la lengua —concluyó, mientras lamía lascivamente la última cucharada de su mousse de chocolate.
Cuando terminó el postre, se levantó y se marchó moviendo
provocativamente las caderas, sobre unos tacones altos que Pedro nunca la había visto llevar, y con los que ahora seguramente tendría algún que otro calenturiento sueño.
Al final, Paula lo había conseguido. Se sentía tremendamente incómodo, con una erección de mil demonios que no podía hacer nada para ocultar, salvo taparla con la servilleta y rogar que nadie se percatara de ella, mientras intentaba pensar en cosas aburridas que lo hicieran olvidar aquel indecente vestido; una prenda que deseaba arrancarle soltándole el lazo de la espalda y...
«¡Dios, Pedro! Piensa en algo aburrido, ¡en algo aburrido!»
—Y bien, Pedro, ¿cómo es tu padre? —curioseó Emilia.
¡Bien, gracias a Dios! Hablar del pesado de su padre era uno de los temas que más lo aburrían. Emilia lo había salvado de una embarazosa situación con una simple pregunta. Esa mujer era una santa. Todo lo contrario que su hija, que era un demonio tentador, con un vestido...
«¡Mierda! ¡No pienses en el vestido! ¡No pienses en el vestido!», se reprendió Pedro unas cien veces, antes de comenzar con una insulsa y aburrida conversación que pondría fin a su problema.
—¡Dios! ¡Tengo que conseguir esa fecha como sea!—susurró frustrado, preguntándose qué podría hacer para averiguar cuándo era el cumpleaños de Paula, antes de que terminara volviéndose loco o impotente por las numerosas duchas frías que se daba.
*****
Plan A. A la luz de unas velas, en una romántica mesa, con una música celestial, Pedro Bouloir era chantajeado por tres empleados de Love Dead, que expresamente habían insistido en ser invitados a ese exquisito restaurante para entablar una conversación con tan adinerado empresario.
¡Qué pena que ninguno de ellos fuera una hermosa mujer!
—Pedro, te agradezco enormemente esta deliciosa cena —comentó Barnie, tras engullir su quinto plato de filet mignon, delante de un boquiabierto camarero.
—Sí, la verdad es que yo siempre había querido venir a un restaurante como éste —reconoció Joel, rebañando su plato.
—¡Y la bebida es exquisita! —añadió Larry, el hermano de Barnie, bebiéndose una copa de un caro vino de importación de un solo trago.
—Bueno, si os he invitado aquí es porque quiero preguntaros una cosa. Sé que se acerca el cumpleaños de Paula y quería regalarle algo especial, pero como no sé la fecha exacta, no puedo reservar en un restaurante tan agradable como éste, o programar un viaje a alguna isla paradisíaca. Ella se niega a revelármelo, así que si fuerais tan amables de decirme cuándo es su cumpleaños, yo podría sorprenderla —pidió amablemente, intentando parecer un pobre e inocente enamorado.
—¡Oh, ella es muy susceptible con respecto a esa fecha! —declaró Joel, demostrando que sabía más que nadie sobre Paula, ganándose así un lugar de honor en la lista negra de Pedro.
—Sí, lo mejor es que no le regales nada —opinó Barnie, un tanto insensible.
—Yo no la conozco demasiado, así que no puedo decirte cuándo es, sólo que Paula es maravillosa y que se merece el mejor de los regalos — añadió Larry, alabando a su salvadora.
—Sí, es cierto —convino Barnie—. Ella me dio trabajo cuando todos me tachaban de inútil.
—Yo llevo casi tres años a su lado y nunca me arrepentiré de trabajar para Paula —confesó Joel, alzando su copa para brindar por su jefa.
—¡Por Paula, una mujer con muy mal genio, pero con un gran corazón! —brindaron los trabajadores de Love Dead al unísono, haciendo entrechocar sus copas.
—¿Cómo la conocisteis? —preguntó Pedro, olvidando por unos instantes sus ocultas intenciones, al ver la devoción de aquellos hombres por ella.
—Yo vivo con mi madre, una anciana bastante regañona —comenzó Barnie—. Debíamos una gran suma de dinero al banco y estaban a punto de embargarnos la casa. Mi madre me avaló para un proyecto informático que finalmente se hundió por culpa de mi socio —relató Barnie, emocionado, mientras devoraba un nuevo y caro plato—. Yo me hallaba sumido en una depresión y me sentía culpable e inútil. Además, por más que buscaba, nadie daba trabajo a un incompetente arruinado por su propia idiotez. Estaba desquiciado y desesperado y en ese momento Paula apareció por mi casa, ayudando a mi madre a subir las bolsas con sus compras matutinas. Me miró de arriba abajo y luego comentó un tanto insultante: «No pareces tan inútil, quizá pueda hacer algo por ti».
—Yo sólo la conozco desde hace unas semanas —explicó Larry—. Hace unos meses, mi empresa quebró y mi esposa me abandonó por el que yo consideraba mi mejor amigo, así que me fui a un bar a beber como un cosaco. Creo que mi madre debió de llamar a Paula, porque ella apareció de
repente en el bar cuando yo estaba entonando We are the champions a base de eructos. Me miró sonriente y dijo «Puede que tenga un trabajo para ti». Y así fue como surgieron los famosos cantaeructos de Love Dead —finalizó
Larry, alzando su copa para brindar por su nueva y adorada jefa.
—Bueno —intervino Joel—, pues yo la conocí el día en que ella fue a pedir un préstamo para abrir su negocio. Es una historia muy divertida, de modo prestad atención y sabréis cómo se las gasta nuestra joven jefa... — anunció, comenzando su historia.
Tras acompañar a tres hombres borrachos como una cuba a sus respectivos hogares y gastarse cientos de dólares en una cena sin fin, Pedro no consiguió siquiera una fecha aproximada del cumpleaños de Paula, pero al menos pudo conocer a la dueña de Love Dead un poco más y comprender por qué todos sus trabajadores la querían tanto.
Esa retorcida mujer realmente tenía un gran corazón, aunque Pedro estaba totalmente seguro de que si llegaba a afirmar este hecho delante de ella, Paula lo negaría con rotundidad y luego le tiraría algo a la cabeza.
—Después de todo, parece que tienes corazón —murmuró Pedro, cada vez más decidido a hacerse con tan valioso presente.