—¡Esa odiosa mujer! ¡Esa bruja deslenguada e impertinente! ¡Esa arpía! ¡Esa hija de...!
—Parece ser que nuestra querida Paula Chaves ha utilizado su famoso encanto contigo, hijo mío. —Nicolas sonrió abiertamente al ver que ahora era su burlón hijo quien despotricaba iracundo, caminando de un lado a otro de su oficina.
—¿Sabes que en esa horrenda tienda están profanando mis artículos?
—Tal vez oí algo, pero...
—Esa mujer insufrible se aprovecha de mis ideas y las convierte en... las convierte en... ¡las destruye totalmente! —concluyó Pedro, sin saber qué soez calificativo darle a lo que hacía Paula Chaves con sus productos.
—Entonces, hijo mío, ¿me vas a ayudar? ¿Vas a alejar de mí a esa insidiosa persona?
—¡No sólo la voy a alejar de nosotros, padre, sino que además la quiero ver totalmente hundida y humillada! —declaró Pedro, furioso, mientras golpeaba con su puño el sólido escritorio de roble de su progenitor —. ¡Voy a conseguir cerrar esa horrible tienda que nunca debería haber existido y, cuando hunda sus cimientos uno por uno, tal vez me apiade de esa bruja y le dé trabajo limpiando mis zapatos! Hasta que lo consiga, no quiero que te acerques a mí. Esa arpía podría intentar pagarla contigo si se entera de que soy tu hijo —apuntó precavidamente Pedro.
—No creo que nos relacione; tú utilizas el apellido de tu madre para los negocios y muy pocos saben que el dueño de Eros es uno de los máximos accionistas del House Center Bank.
—Por si acaso, no te quiero ver cerca de mí hasta que lo tenga todo bajo control —insistió Pedro.
—Entonces, ¿en qué momento planeas abrir tu tienda? Los documentos ya están a tu nombre y únicamente falta que empiecen las obras.
—No te precipites, papá, la venganza es un plato que se sirve frío — dijo Pedro con una astuta sonrisa que a su padre le hizo recordar que él también era digno de su apellido.
—Casi no te reconozco, hijo mío. Nunca te había visto interesarte así por algo. Tal vez tú seas el mejor para sucederme cuando yo...
—¡Ni una sola palabra más, papá! No estoy de humor para aguantar tus exigencias. Hoy no —resopló Pedro impaciente, aún alterado.
—Veo que Paula Chaves también ha conseguido amargarte a ti el día de San Valentín —observó Nicolas preocupado, sirviéndole un fuerte licor a su hijo.— Tenía una maravillosa celebración planeada en París, con una hermosa modelo y su grandiosa cama. ¿Y dónde he acabado? —se quejó
Pedro, vaciando su vaso de un trago—. Bebiendo con mi padre y despotricando sobre una mujer —concluyó, dejando con fuerza el vaso vacío encima de la mesa.
—Bueno, estoy seguro de que, si es la adecuada, esa joven te seguirá esperando y...
—¡Ya basta! ¡No quiero ningún sermón sobre la madre adecuada para tus futuros nietos, sobre quién será tu sucesor o sobre lo inútil de mi trabajo! Si te preguntas quién ha conseguido amargarme este día, ¿por qué no empiezas a pensar en la persona que me hizo abandonar el dulce lecho de Ninette para venir a conocer a una arpía con la que sin duda desde ahora tendré pesadillas?
—Pero, hijo mío, yo sólo quería ver cómo estabas y, además, necesitaba tu ayuda con esa pérfida mujer.
—¿Y no podías haber esperado un maldito día para hacerlo?
—No quería estar solo cuando recibiera uno de sus regalos —se quejó lastimeramente Nicolas Alfonso.
—¡Pues ahora ya tienes a quien te haga compañía! —declaró Pedro, colocando el horrendo oso de dos metros encima del escritorio de su padre —. La próxima vez que planees fastidiarle el día de San Valentín a alguien, olvídate de mí. ¡Gracias a ti, ahora tengo un gran dolor de cabeza! ¡Con nombre y apellido! —espetó Pedro, antes de salir iracundo del despacho de su padre, buscando en su agenda el teléfono de la modelo.
Nicolas Alfonso sonrió complacido, mientras se terminaba el exquisito licor. No se había equivocado en absoluto al llamar a su hijo pequeño para ese molesto asunto. Él sabía lo sensible que era con respecto a San Valentín y también sabía hasta qué punto Paula Chaves era capaz de sacar de quicio a cualquiera si se lo proponía.
De sus dos vástagos, Pedro era el que más se parecía a él en los negocios. Aunque quisiera negarlo, su vena pendenciera siempre estaba ahí, latente. Solamente había que despertarla. ¿Y quién mejor para hacerlo que aquella odiosa muchacha que tanto lo molestaba?
Con sus acciones de ese día Nicolas había matado dos pájaros de un tiro: por un lado se libraba del problema de volver a tratar con aquella bruja y, por otro, sacaba a relucir el verdadero carácter de su hijo, poniéndolo a prueba para el proceso de convertirse en su heredero.
No cabía duda que Pedro haría sudar lo suyo a Paula Chaves. Era un chico dulce y amable, pero nunca dejaba una ofensa sin su debido castigo y, para desgracia de la señorita Chaves, ésta lo había ofendido profundamente.
Al fin esa arpía obtendría su merecido y él únicamente tendría que permanecer sentado en su viejo sillón, observando cómo aquella impertinente era destruida. Las cosas no podían haber salido mejor ese día, pensaba Nicolas, mientras brindaba con el horrendo oso que le hacía compañía.
****
—¡Mierda! ¡Ninette, coge el teléfono! Te repito que no es culpa mía. Todo ha sido obra del manipulador de mi padre y de una mujer que... —Pedro estaba hablando de nuevo con el buzón de voz de la modelo, un tanto desesperado, ya que no le gustaba pasar ese día solo.
Por lo visto, la esquiva Ninette había oído el último de sus mensajes, pues, tras cometer el error de mencionar a otra mujer, recibió un mensaje de texto bastante tajante que decía:
Tú te lo pierdes.
¡Mierda, mierda, mierda! ¡Todo por culpa de aquella mujer! Si no hubiera hecho caso de las súplicas de su padre y volado hasta la ciudad, ahora estaría disfrutando de una deliciosa cena en uno de sus restaurantes preferidos, seguida del maravilloso postre nada empalagoso que podía llegar a ser Ninette.
—¡Jodida y maldita Paula Chaves! ¡Te odio profundamente! — maldijo en plena calle, con el móvil aún pegado a la oreja, sin percatarse de que la gente que pasaba junto a él no sabía que no había nadie al teléfono.
—Mamá, ¿por qué ese hombre maldice a su novia? ¿No debería decirle cosas bonitas el día de San Valentín? —preguntó una niñita que agarraba con fuerza entre sus brazos un peluche con forma de corazón.
—¡Hay personas que son así de desagradables! Tú ignóralo, cariño — respondió la madre, pasando desdeñosa al lado de Pedro.
—¡Joven! ¡Comprendo que haya personas que detesten esta
celebración, pero ésas no son formas de tratar a una mujer, y menos en el día de los Enamorados! —lo increpó un anciano, haciendo ademán de levantar su bastón.
—No, si a mí me gusta este día, de hecho, lo adoro —trató de justificarse Pedro—. Pero ella...
—¡Sí, claro! ¡Es muy fácil culpar siempre a las mujeres, ¿verdad?! —le recriminó una anciana que parecía acompañar al viejo cotilla.
Cuando Pedro pensó que estaba a punto de ser apaleado por unos viejos defensores del día de San Valentín, recibió una llamada que contestó rápidamente.
—Lo siento mucho, cariño, nunca volveré a decirte algo tan feo. ¿Me perdonas? ¡Por favor, amor mío! —dijo Pedro, ganándose así la mirada benevolente de los ancianos, que le otorgaron el perdón, llevándose sus bastones con ellos.
—Yo también te quiero, hermano, pero... ¿cómo decirte esto sin herirte...? Lo siento, pero yo no te amo —se burló Dario Alfonso, su hermano mayor, aprovechando una oportunidad que muy pocas veces se le presentaba.
—¡Calla, estúpido! —murmuró Pedro—. He estado a punto de ser apaleado por dos abuelitos por maldecir con el teléfono pegado a la oreja.
—Entonces, si mi llamada te ha salvado el culo, no deberías tratarme así. ¡Me gustaba más cuando era tu amorcito! —bromeó Dario, ganándose un nuevo gruñido de Pedro.
—¿Desde cuándo tienes un humor tan ácido, Dario? ¿Y por qué narices has huido? Eres tú quien debería tratar con esa loca desquiciada y ese viejo paranoico de nuestro padre, y no yo. Yo soy el hermano pequeño, el rebelde que huye de sus responsabilidades. Tú, en cambio, eres el mayor, el serio y autoritario que dirigirá algún día el negocio.
—Decidí que Paula Chaves era algo que tú manejarías infinitamente mejor que yo, así que puse pies en polvorosa. Y ahora estoy de vacaciones indefinidas hasta que papá y tú arregléis el problema.
—¡Cobarde! —masculló Pedro furioso.
—No, mejor di prudente. No pienso entrar en guerra con esa chica sólo porque saque de quicio a papá. Y tú deberías hacer lo mismo: no te prestes a sus juegos.
—Aunque sea una mujer terriblemente ofensiva, estaría de acuerdo en dejarla en paz si no fuera porque ha denigrado mi negocio con la burla que es el suyo, utilizando mis productos vilmente y aprovechado unas coincidencias, que no lo son en absoluto, en su propio beneficio.
—Entonces, por lo que puedo percibir por tu tono de voz, deduzco que esto es la guerra.
—¡Sin duda alguna! —sentenció Pedro, decidido a hundir a Paula Chaves en la miseria.
—No pienso inmiscuirme en esta historia, así que no contéis conmigo —anunció Dario.
—¿Cuándo volverás? El viejo te echa de menos.
—Cuando terminéis de acosar a una joven indefensa.
—¡Indefensa mis pelotas! —gritó Pedro, atrayendo la atención de todos los viandantes.
—Veo que ya la has conocido, pero no es lo que parece. Y en el momento en que tú te pones a competir, igual que le ocurre a papá, te ciega el ansia de victoria. Déjalo ahora antes de que te arrepientas, Pedro.
—Ella es la que ha empezado esto, pero ¡seré yo quien lo termine! — prometió él, sonriendo astutamente.
—¿Cuánto tiempo de paz le concederás antes de comenzar con tu asedio? —preguntó Dario, que conocía las agresivas estrategias de su hermano y sabía que, al igual que las de su padre, eran arrolladoras.
—Un año. Pero no he dicho que en ese año no haga nada en absoluto contra ella, sólo que me contendré un poco hasta que llegue la hora. Paula Chaves me ha declarado abiertamente la guerra y, querido hermano, sabes que yo no puedo dejar pasar un desafío.
—Tan belicoso como papá. Indudablemente eres su hijo. Hacedme un favor los dos y, hasta que todo esto termine, olvidaos de que existo. No quiero ser el paño de lágrimas de ninguno de vosotros, porque no tengo duda alguna de que esa mujer no es como las otras y que te hará sudar lo tuyo. Feliz día de San Valentín, aprovéchalo bien, Pedro, creo que cuando le declares la guerra a Love Dead, será el ultimo que podrás disfrutar en paz. —Y tras este inquietante consejo, Dario colgó sin darle ninguna pista sobre su paradero.
Pedro Alfonso estaba bastante molesto, porque el día que más le gustaba del año se lo había estropeado una desaprensiva joven.
¿Qué podía hacer ahora sin pareja, sin reserva para cenar y sin ningún sitio al que volver hasta que todo ese asunto se resolviera? ¿Qué podría devolverle el buen humor?
Entonces tuvo una gran idea: llamó a sus abogados y comenzó su lucha silenciosa. Después de hablar durante una hora con ellos, éstos entendieron finalmente lo que quería y se pusieron manos a la obra.
—¡Feliz día de San Valentín, Paula Chaves! —susurró Pedro maliciosamente a su móvil, poco después de finalizar la llamada, recuperando con ello su habitual buen humor.
—Paula, creo que no deberías tomarte esta extraña visita tan a la ligera. ¡Ese hombre nos traerá problemas! —advirtió Joel a una indiferente Paula, mientras ésta ordenaba las notas del discurso con que inauguraría la fiesta de anti-San Valentín.
—No seas paranoico. Ése sólo era otro curioso niño rico que quería divertirse un rato metiéndose con nuestra tienda.
—No, Paula, la cara de ese tipo me suena de algo, pero ahora mismo no caigo —insistió Joel.
—A lo mejor es un modelo, o uno de esos hombres de calendario que tanto salen en las revistas, o que simplemente tiene un rostro corriente — respondió ella.
—¡Qué narices voy a mirar yo una revista de modelos masculinos, Paula! —exclamó él, ofendido.
—Joel, realmente no me interesa lo que hagas en tu tiempo libre. Pero es preocupante que te haya importado más a ti que a mí la presencia de ese hombre en Love Dead.
—Tal vez será porque me preocupo por la molesta dueña, que hace enfadar a tanta gente que la lista de sus enemigos ya no cabe en una sola hoja.
—¡No seas exagerado! La última vez que los conté sólo eran una decena de personas —bromeó Paula.
—¿Quieres que te ayude a contarlas de nuevo? —replicó Joel, irónico, mientras alzaba una ceja—. Creo que, como siempre te pasa, olvidas a algunos cientos.
—Exageras —afirmó ella, quitándole importancia al asunto.
—Veamos: los empleados del House Center Bank, los receptores de tus regalos, los bomberos cuando tienen que acudir a una falsa alarma por alguno de tus productos, la policía en el instante en que algún cliente histérico es acosado por uno de nuestros peluches...
—¡Vale ya, Joel! ¡Lo he entendido! A partir de ahora iré con más cuidado. Pero te lo repito, no creo que ese guaperas pueda hacernos ningún daño. Seguro que es uno de esos hombres ricos que se valen de su físico para conseguir lo que quieren. Dudo mucho que en esa cabeza quepa otra cosa que no sea cuál será su próxima conquista o el siguiente coche deportivo que adquirirá.
—Paula, me rindo. ¡Es imposible hacerte entrar en razón! Pero haznos un favor a todos y deja de meterte con esa famosa cadena de regalos de San Valentín. Como se entere su dueño, estamos jodidos —aconsejó sabiamente Joel a su testaruda jefa.
—¡Eso nunca! ¿Sabes cuánto dinero estamos haciendo a costa de ellos? Si no querían ser importunados, que no se hubieran dedicado a algo tan absurdo como eso. Además, odio sus cancioncillas pegadizas, que se te meten en la cabeza y no te dejan dormir, y su estúpido eslogan: «En Eros, los dioses del amor cumplimos todos tus deseos». Pues mi deseo es que desaparezcan, sobre todo ese logotipo tan ñoño de un angelito repartiendo corazones.
—Paula, espero sinceramente que nunca nos enfrentemos a ellos, porque, con tu cabezonería, nunca darías tu brazo a torcer ni les ofrecerías algo tan simple como una disculpa.
—¿Y por qué debería disculparme? —preguntó Paula, sonriendo, mientras uno de sus trabajadores bajaba lentamente una piñata con el logotipo de Eros desde el techo hacia el estrado donde ella daría su discurso.
****
—... Y así termina mi discurso sobre el día más odioso del año — finalizó alegremente la dueña de Love Dead, al tiempo que golpeaba reiteradamente con un bate de béisbol la piñata con el logotipo de su antítesis, hasta reventar al amoroso Cupido.
Despreocupadamente, repartió las golosinas de su interior entre los asistentes, desechando en todo momento las exageradas preocupaciones de Joel. ¿Quién narices le iba a contar al dueño de Eros lo que hacían en su tienda?
Además, una cadena tan grande y con tanto dinero nunca se molestaría por alguien tan insignificante como ella. Sólo tenía que evitar coincidir con el propietario de esas empalagosas tiendas y eso era fácil.
Paula ignoraba cómo era ese dechado de virtudes al que todos alababan. Seguro que era un simpático y adorable abuelito que, en su bendita ignorancia, idealizaba ese detestable día. Bien, pues mientras no se cruzara en su camino, habría tregua entre sus negocios, pero si alguna vez osaba hacer lo contrario... ¡Oh!
Entonces ¡ese hombre conocería a qué se dedicaba su tienda y cada uno de sus famosos productos! Porque Paula Chaves nunca se dejaba amilanar.
Había que admitir que el asombrado joven que la acompañaba era verdaderamente un adonis, de unos veintisiete o veintiocho años, metro ochenta y cinco, melena rubia y unos hermosos ojos azules. Además, tenía un cuerpo de infarto.
Desde el momento en el que se atrevió a entrar en su tienda, lo miraba todo con suspicacia e incredulidad: las rojas y chillonas paredes del establecimiento, que contrastaban con el negro y brillante suelo, las distintas zonas habilitadas para cada uno de sus empleados y la gran gama de productos que ofrecían parecían abrumarlo.
A juzgar por la ropa que llevaba, aquel impecable traje de diseño y el caro reloj de oro que tanto miraba, sin duda se trataba de uno de esos ricos mimados que se atrevían a entrar en su local por pura curiosidad, tras la publicación de aquel artículo que le había traído más problemas que beneficios.
—Bien, ¿y de qué quería hablarme? —preguntó Paula, consciente de que un hombre como él nunca compraría nada en su tienda.
—Estoy buscando negocios en los que invertir y el suyo me pareció muy interesante cuando leí un artículo sobre su tienda en la prensa local y... ¿Qué es eso? —se interrumpió Pedro, al ver un enorme y estrafalario jarrón transparente de más de medio metro de altura en el centro de la tienda, bajo un llamativo cartel.
—Léalo usted mismo —indicó maliciosamente Paula con una burlona sonrisa.
—«Si la llenáis, este mes le pago al banco en centavos.» ¿Funciona? — preguntó Pedro, sabiendo la respuesta tras las innumerables quejas de su padre.
—Son muchos los que odian al House Center Bank, creo que hay días en los que algunas personas entran nada más que para soltar algún que otro centavo.
—Muy imaginativo, ¿cómo se le ocurrió?
—Pura inspiración después de que intentaran cobrarme unos intereses por un retraso que no me correspondía. Ahora nunca olvidan quién les pagó y en qué fecha.
—¿Podría enseñarme algo más de su negocio y de sus originales ideas?
—Si así lo desea... —respondió ella desapasionadamente, consciente de que aquello no llevaría a nada. Ningún hombre trajeado osaría invertir nunca en un negocio como el suyo.
—Paula, no seas tan arisca con este posible inversor —la reprendió alegremente una joven rubia de hermosos ojos verdes y con un cuerpo de modelo.
—Carla, hoy tengo demasiado que hacer como para ponerme a hacer de guía.
—No te preocupes, ¡para eso estoy yo aquí! —sugirió la rubia, sin poder apartar los ojos de él—. ¡Yo le explicaré detenidamente todo lo que se hace en este original negocio! —declaró la alegre mujer, mientras lo apartaba de la insidiosa Paula Chaves.
—Aquí es donde trabaja Barnie, éste es el momento del año en que más ocupado está, así que no lo interrumpiremos demasiado —anunció jubilosamente Carla, señalando a un hombre un poco obeso que, sentado en un sillón hinchable en un rincón de la estancia junto a una gran pila de cajas de bombones, se dedicaba a abrir las hermosas y caras cajas y dar un solo y desalentador mordisco a cada una de aquellas elaboradas delicias.
—¡¿Se puede saber qué hace?! ¡Esos bombones valen cerca de doscientos dólares! —gritó Pedro exaltado, al presenciar tal atrocidad.
—Lo sé, por eso nadie duda en abrirlos —se burló maliciosamente la dueña de la atroz tienda, desde detrás de un mostrador negro con la forma de medio corazón roto.
—¡Lo que hace es inhumano! ¡Ese hombre puede llegar a padecer diabetes por su culpa! —le espetó Pedro.
—Barnie está a dieta el resto del año y además todos le ayudamos con esta tarea. Incluso algún que otro cliente se presta a probar esos exquisitos bombones. La función principal de Barnie no es comérselos, sino revisar que todos los bombones estén debidamente mordisqueados y correctamente expuestos. Yo no obligo a mis empleados a hacer nada que no deseen y me preocupo mucho por su salud —se defendió la implacable dueña de Love Dead, muy ofendida.
—No obstante, me parece un trabajo bastante extraño, si es que a eso se lo puede llamar trabajo... —añadió Pedro Alfonso, ganándose una mirada de odio y un gruñido desaprobador del sujeto que en esos instantes «revisaba» otra caja de bombones.
—Y esos peluches tan imaginativos, ¿quién los hace? —preguntó Pedro, con la idea de hacérselas pagar al indeseable que lo había avergonzado frente a los empleados de su padre.
—Oh, ésos los hace nuestra querida Agnes —anunció Carla
alegremente, mientras llamaba a la anciana.
La mujer que antes le había disparado a Cupido tendría unos ochenta años y llevaba un horrendo vestido de flores chillonas y un estrafalario pelo de color rojo intenso nada adecuado para alguien de esa edad. En ese momento salió de la trastienda con cara de mal humor.
Pedro la miró desalentado. Nunca podría vengarse de una desvalida viejecita, por muy mal que lo hubiera pasado ante las burlas del personal del House Center Bank. La anciana pasó a su lado arrastrando un enorme peluche en forma de corazón con cuernos de demonio y unos largos brazos que hacían un descarado gesto.
—¿Qué narices quieres, Carla? ¡Estoy muy ocupada! —se impacientó la anciana.
—Nada, Agnes, sólo que este señor quería conocer a la artista que cose esos hermosos ositos.
—¡Hola y adiós! —dijo la mujer, ignorando la hermosa sonrisa de Pedro, después de echarle un simple vistazo—. Paula, ya les he cosido las flechas en el trasero a esos peluches de Cupido, como querías. ¡Espero que con lo que me ha costado abrirles el culo a esos muñecos les cobres el doble a los clientes!
—No te preocupes, Agnes, será el triple. Por tu esfuerzo.
—¡Más te vale! —la advirtió amenazadoramente la anciana, antes de volver de nuevo a la trastienda.
—Bueno, y aquí tenemos a Amanda —continuó Carla, tratando de hacerle olvidar el amargo encuentro con la dulce viejecita—. Ella es la artista que elabora esas hermosas cestas de cardos. También confecciona ramos de lirios y crisantemos, y nuestras famosas rosas olorosas.
—¿Lirios y crisantemos? ¿No son ésas las flores que se les ponen a los difuntos? —preguntó Pedro, observando con atención la enorme mesa de trabajo que ocupaba gran parte de la estancia. En ella, la mujer estaba ocupada adornando una enorme y preciosa cesta llena de lazos rojos, con horrendos cardos y flores un tanto mustias.
—Sí, y como en muchas relaciones el amor está muerto... —replicó un tanto susceptible la joven Amanda, una adolescente gótica de cabellos negros y ojos azules, que, aunque tenía un rostro angelical, por su estrafalaria forma de vestir daba bastante miedo.
—¿Qué son las «rosas olorosas»? —preguntó él con curiosidad, al ver unas hermosas rosas en un paquete herméticamente cerrado, similar al que vendían en su propia tienda para preservar el delicioso aroma de las flores.
—Son rosas que incluyen una pequeña bomba fétida que explota cuando se abre el paquete —le informó diligentemente Carla.
—El envoltorio es bastante parecido al de esa cadena de tiendas de los enamorados, esa tal Eros —comentó Pedro, seguro de que la dueña se habría percatado de esa semejanza.
—Sí —sonrió malévolamente Paula Chaves—. Por eso los clientes siempre las abren.
—¿No temen que esa cadena se ofenda y trate de sacarles del mercado? —les planteó él seriamente, retando a Paula con la mirada.
—Nos dedicamos a clientes muy distintos, no veo por qué una cadena de tiendas tan grande se molestaría por una ridiculez como el parecido de unos absurdos envoltorios, que además resulta ser una simple coincidencia.
Una explicación muy elaborada, que se hizo evidente que era una gran farsa cuando uno de sus empleados, vestido de uniforme, entró en la tienda.
—¡Por fin he terminado con el reparto de los osos! ¡Ahora sólo faltan las cosas de la fiesta del anti-San Valentín! —exclamó alegremente.
Tenía unos treinta y pocos años y llevaba un atuendo muy parecido al que llevaban los repartidores de la cadena de tiendas Eros: un mono blanco, pero en vez de llevar un corazón rojo dibujado en la espalda, tenía un corazón roto, con el nombre del negocio algo difuminado y en letras más pequeñas de lo normal, por lo que no podían leerse con claridad.
—¡¿Eso también es una coincidencia?! —exclamó Pedro, ultrajado, señalando el uniforme casi idéntico al de su empresa.
—Sí. ¡Yo no tengo culpa de que la gente no se fije en las diferencias que hay y sólo aprecien las similitudes con esa famosa tienda! Además, si nos dejan entrar en algún lado confundiéndonos con ellos, no es nuestro problema: ¡que hubieran leído la letra pequeña! —se burló abiertamente Paula, señalando los distorsionados caracteres del uniforme donde estaba escrito el nombre de su negocio.
—¿Quién es éste? —dijo Joel, un tanto molesto por el interrogatorio tan presuntuoso del desconocido—. Tu cara me suena, pero no sé de qué — añadió, intentando recordar dónde había visto antes a aquel niño bonito vestido de Armani—. Paula, ¿te queda mucho para terminar? Sabes que debemos ir a la fiesta para que la inaugures. Marian me ha dicho que ya está allí la tarta en forma de corazón roto que le encargaste.
—¡Me encantan esas fiestas de anti-San Valentín! Son tan originales... —suspiró Carla, intentando que la invitaran una vez más a uno de esos escandalosos festejos.
—Lo siento, tú tienes pareja, así que te aguantas —contestó Paula.
—Podía romper con él por un día... —sugirió la rubia, quejumbrosa.
—No creo que a Thomas le gustase demasiado la idea —comentó la dueña, mientras miraba una curiosa lista—. Anda, ven y ayúdame a terminar esto. Así las dos podremos irnos a casa.
Carla dejó a Pedro en manos de Joel mientras se acercaba al mostrador para realizar uno de los trabajos que más le gustaban.
—¿Tacones rojo infarto o botas militares? —preguntó Paula sonriente, mostrando unos bonitos zapatos de tacón de un rojo chillón y unas viejas botas con suela de goma bastante usadas.
—¡Por Dios, no sé ni cómo te atreves a preguntar! —señaló Carla, falsamente indignada—. ¡Los tacones, por supuesto!
Cuando la dueña de Love Dead le pasó los tacones a su amiga y ella se puso las mugrientas botas, Pedro sintió curiosidad. Pero en el momento en que ambas arrojaron cajas de bombones con el logotipo de Eros al suelo y
comenzaron a saltar encima como posesas, pudo reprimir a duras penas sus furiosas protestas y las ganas de poner a Paula Chaves sobre sus rodillas y darle una lección de buenos modales.
—¿Qué están haciendo? —preguntó entre dientes, intentando mantener a raya su indignación, mientras veía cómo sus famosos productos eran violentamente maltratados por aquellas alocadas mujeres.
—¡Ah, eso! Es un servicio especial de este año. Si traes algún producto que te regaló el año pasado por San Valentín alguna persona que no capta la sutileza de tus negativas, nosotros se lo hacemos entender a nuestra manera. Como verá, es un servicio muy solicitado —contestó Joel sonriente,
señalando una alta pila de cajas de bombones de su popular tienda.
Pedro observó boquiabierto cómo aquel grupo de impresentables destruían uno por uno los sueños románticos que él ofrecía en su negocio a los inocentes enamorados. Definitivamente, su padre tenía razón: una tienda así no debería existir, y menos aún cuando utilizaban el buen nombre de Eros para prosperar, aprovechándose de los pobres enamorados que se interponían en su camino.
—No te preocupes, jovencito —intervino en ese instante la vieja Agnes al pasar por su lado—, ninguno de los regalos se queda sin su debido tratamiento —concluyó, mientras sacaba de detrás del mostrador unos tacones algo más bajos que los de Carla y se disponía a darles «el debido tratamiento» a sus adorables cajas de delicias de chocolate.
—¡No, Agnes! Estas cajas van para chicas, por lo tanto debemos aplastarlas con las botas. Esas otras que tiene Carla son las de los hombres —señaló Paula Chaves, revisando una vez más la endiablada lista.
—¡Creo que ya he tenido suficiente de este negocio! —dijo Pedro, muy ofendido, sin poder contener mucho más su rabia.
—Entonces, ¿no piensa invertir en mi establecimiento? —preguntó irónicamente Paula, que sabía desde el principio que todo era una mentira.
—No, ¡en absoluto! Pero si le apetece, le puedo comprar el local antes de que se arruine —respondió Pedro Alfonso, destapando al fin sus verdaderas intenciones.
—¡No voy a vender mi negocio por nada del mundo! Y no creo que mi tienda cierre, precisamente cuando mis ventas han comenzado a duplicarse —replicó Paula, vanagloriándose.
—Bien, le doy a su empresa un año más de vida. Seguro que el año que viene por estas fechas estará mendigando en una esquina.
—Ya han predicho mi futuro otros hombres de su misma calaña y le puedo asegurar que en el instante en que abrí mi negocio no le concedían ni dos semanas de vida. ¡Y aquí estoy! —anunció Paula, triunfante, abriendo los brazos—. ¡Llevo dos años a cargo de él y pienso seguir aquí mucho tiempo más!
—¿Quiere que le enseñe la salida? —se ofreció Joel, enfadado por los insultos de Pedro y dispuesto incluso a usar la violencia.
—No te molestes, Joel, seguro que un hombre tan instruido como él sabe encontrarla solito —zanjó burlonamente Paula, señalándole el camino con el dedo corazón—. Es por allí, no tiene pérdida.
—Nos volveremos a ver, Paula Chaves —amenazó abiertamente Pedro.
—Lo dudo mucho, ¿señor...?
—Ya lo sabrá a su debido tiempo —sonrió Pedro maliciosamente, al tener una pequeña ventaja sobre aquella bruja ofensiva.
Poco después, salió del local dispuesto a arruinar a Paula Chaves y su estúpido negocio.