lunes, 20 de noviembre de 2017

CAPITULO 92




Pedro Alfonso iba ataviado con un elegante esmoquin negro, una delicada camisa blanca y una corbata roja. En el ojal llevaba una rosa blanca y en las manos sostenía un olvidado ramo de novia compuesto por iris blancos, que en el idioma de las flores significaba «amar y confiar». Unas palabras que, al parecer, para la novia eran desconocidas, ya que una ceremonia que debía comenzar a las siete de la tarde llevaba ya dos horas de retraso.


El exterior de la iglesia, a pesar de las restricciones de la seguridad contratada, estaba atestado de periodistas y curiosos a la espera de ver o bien una bonita boda o bien un jugoso cotilleo al contemplar de primera mano cómo tan famoso playboy era abandonado por la novia.


Los invitados, elegantemente vestidos, comenzaban a cuchichear ante el retraso, aunque eran hábilmente silenciados por el coro de angelicales niños que Nicolas Alfonso se encargaba de sobornar ante la menor muestra
de impaciencia.


La hermosa iglesia de Saint Andrew estaba engalanada para la ocasión con elaborados centros florales señalando el camino hacia el altar y una hermosa alfombra roja, una alfombra que el novio no dejaba de recorrer con impaciencia.


Pedro miraba su reloj sin cesar, inquieto ante el comportamiento de su evasiva novia.


—¡Maldita mujer testaruda! —murmuró cuando su reloj marcó las nueve y media.


—Creo que será mejor que desistas, hermano. Paula no vendrá —le dijo Dario con una sonrisa satisfecha.


—¡Te juro, Dario, que si no te apartas de mí en este mismo instante, te voy a poner un ojo morado!


—Bueno, no sé de qué te sorprendes. Paula siempre ha sido sincera contigo: te dijo que no vendría y, por lo que puedo ver, ha cumplido su palabra.


—No pienso escuchar tus envidiosas palabras —replicó Pedro—. La esperaré lo que haga falta, así que no insistas e intentes hacerme perder la paciencia.


—No hace falta nadie para hacerte perder la paciencia, tú mismo lo haces muy bien. ¿Cuántas vueltas has dado a ese altar? ¿Quince? ¿Dieciséis? —se burló Dario.


—Veinte, ¡y daré veinte más si hace falta!


—Paula está enamorada de ti, hermano, cualquiera con dos dedos de frente se daría cuenta de ello —afirmó despreocupadamente su hermano, atrayendo su atención—. Ahora sólo tienes que rezar para que se dé cuenta ella también antes de dejarte definitivamente plantado ante el altar.


—¡Ya es suficiente! —gritó Pedro, enfadado al oír unas palabras que se hallaban muy cerca de la verdad e, ignorando a Dario, contestó la llamada de su maldito teléfono.


Pedro... yo... boda... no... voy... asistir... ahí... —oyó que le decía Paula entrecortadamente.


—¡Paula! ¿Me llamas por teléfono para decirme que no vas a venir a la boda? ¡Esto es el colmo! ¡Creía que por lo menos te dignarías decírmelo a la cara! ¡Confiaba en ti! ¡Aún confío en ti! No me moveré de aquí hasta que vengas a darme tu respuesta, aunque si finalmente no vienes, creo que todos la sabrán, ¿verdad? —preguntó Pedro, apenado, poniendo fin a la conversación.


Luego se sentó en los escalones del altar, resignándose a ser abandonado por la única mujer a la que había amado.


—No, si al final vas a ganar esa estúpida apuesta, Paula —musitó, mientras se pasaba las manos por el pelo, frustrado.



CAPITULO 91




¡Maldito día de San Valentín! Definitivamente, Cupido me la tenía jurada por todas las veces que me había metido con él y su día con mi variada gama de productos. Me había pasado toda la noche en vela, sin poder dejar de admirar los regalos que me había hecho llegar Pedro a lo largo de la semana, para convencerme de que asistiera a nuestra boda.


El primero de aquellos espléndidos presentes me hizo derramar alguna que otra lágrima. Hallé el paquete en mi despacho, entregado por un misterioso mensajero que mis empleados aseguraban no haber visto, y contenía un hermoso vestido de novia que parecía caro y exquisitamente antiguo. No pude resistir a probármelo en cuanto lo saqué de su caja, y mientras daba vueltas por mi despacho como si fuese vestida de princesa de cuento, me percaté de que la naricilla chismosa de mi mejor amiga asomaba por la puerta junto con la de algún otro de los cotillas de mis empleados.


Cerré, molesta por mi debilidad ante el tentador regalo de un adonis egocéntrico y volví a mi trabajo. Cuando me quité el vestido, estaba dispuesta a devolvérselo hecho trizas, pero entonces hallé una nota que me hizo cambiar de opinión:
Por favor, si no te gusta, no la pagues con el vestido. Era de mi madre.


En ese momento me di cuenta de lo decidido que estaba Pedro a conseguir su objetivo, ya que él guardaba con mucho celo los pocos recuerdos que le quedaban de su madre. ¿Cómo podía confiar tanto en mí, una arisca mujer que siempre le devolvía cada uno de sus presentes destrozados?, pensaba yo una y otra vez, mientras derramaba lágrimas de emoción por el valioso tesoro que había depositado en mis manos.


Luego, los regalos siguieron llegando. Unos preciosos zapatos de tacón blancos, un chal de la más fina seda, unos pendientes de diamantes, una hermosa pulsera...


A pesar de que estuve tentada de tirárselos a la cara, cada uno de ellos me advertía que era un recuerdo de su amada madre, ¿cómo podía yo pensar siquiera en estropearlos? Así que los fui amontonando uno a uno, escondiéndolos en mi habitación.


Finalmente, caí en la trampa de ese experto embaucador, cuando esa mañana llegó a mi despacho su último obsequio: mi regalo de cumpleaños.


Un cumpleaños del que nadie se acordaba nunca y por el que todos olvidaban felicitarme.


En un pequeño estuche de terciopelo había un pequeño colgante de plata en forma de corazón roto, como el logotipo de mi empresa. Las letras grabadas tenían una tipografía similar a la que utilizaba para mi tienda, pero el mensaje era totalmente distinto: «Te esperaré siempre». Mientras apretaba entre mis frías manos el colgante que ahora pendía de mi cuello, me di cuenta de pronto de que Pedro era la única persona que había acertado con mi regalo de cumpleaños. ¿Cómo podía perder al único hombre que me conocía y me amaba como nadie lo había hecho?


Pues os diré cómo: con una estúpida furgoneta que se negaba a arrancar en medio de una desierta carretera en medio de la nada, donde no había cobertura para el teléfono móvil ni un teléfono de emergencia.


—¡Idiota! ¡Idiota! ¡Idiota! —grité una vez más, histérica, mientras pateaba la rueda de mi antigua furgoneta de repartos, recién salida del taller.


¿En qué maldito momento se me había ocurrido ayudar a Joel con los últimos repartos del día de San Valentín, cogiendo aquella vieja tartana antes de decidirme a asistir a mi boda? Sólo quería darle una lección a ese presumido de Pedro, haciéndolo esperar un poco antes de presentarme en la iglesia. Incluso llevaba conmigo todos los complementos de mi atuendo por si se me hacía demasiado tarde.


Pero desafortunadamente para mí, nadie sabía que pensaba asistir a mi boda, y si la furgoneta y yo desaparecíamos ese día, todos pensarían que había hecho lo que siempre había insinuado que haría: dejar al esperanzado novio plantado en el altar, demostrándole con ello que todavía lo odiaba.


Pero en realidad, y para mi desgracia, nunca lo había dejado de amar.


Incluso cuando me rompió el corazón en pedazos con su traición. La pregunta que me hacía mil veces en mi desesperación por que alguien pasara por aquel solitario lugar era si él comenzaría a odiarme si yo no asistía a la boda, avergonzándolo delante de todos.


Por primera vez en años empecé a rezar. Rogué para que Pedro nunca me odiara, porque yo lo amaba con toda mi alma.


Conecté la radio, que era lo único que parecía funcionar en aquel maldito trasto, inquietándome aún más cuando oí los comentarios de la maliciosa prensa del corazón:
—Hoy, catorce de febrero, se celebrará el tan esperado enlace entre la dueña de Love Dead, Paula Chaves, y el famoso propietario de la cadena de tiendas Eros, Pedro Alfonso. No sabemos a qué hora tendrá lugar la ceremonia, debido a que el evento, que ya debería haber comenzado, lleva dos horas de retraso. »No podemos evitar recordar las palabras de la novia, quien ante nuestra insistencia sobre su enlace, nos informó de que no habría boda. »Y las preguntas que nos hacemos a esta hora son: ¿asistirá finalmente a la ceremonia, o dejará plantado en el altar al famoso conquistador? Todas las mujeres esperan impacientes que ocurra esto último, para así tener una oportunidad con el apuesto magnate que tantos corazones ha roto a lo largo de los años...


—¡Lagartonas! —exclamé furiosa, mientras apagaba la radio y volvía a mis inútiles ruegos. Pero las súplicas parecieron funcionar, porque mi móvil comenzó a tener algo de cobertura y no dudé sobre quién era el primero al que debía llamar en esos momentos.





CAPITULO 90




¡Maldito egocéntrico de las narices! En un principio, Paula pensó esperar pacientemente a que Pedro decidiera terminar con la farsa de esconderse por los rincones de su tienda, pero tras recibir una nueva llamada de uno de sus familiares preguntando por la boda, su paciencia se agotó y salió de nuevo, decidida a tener una seria conversación con él. Así que enfiló nuevamente hacia Eros, cuando tuvo la idea de entrar por una de las puertas traseras y esquivar así al perro guardián de Gaston.


Pero antes de que pusiera en práctica su idea, vislumbró el impecable descapotable de Pedro en su plaza de aparcamiento privado, lo que indicaba descaradamente que, en efecto, él se hallaba allí, y ni se molestaba en ocultarlo.


Cambió de plan y lo esperó apoyada en la reluciente carrocería del coche. Si Pedro quería irse de allí, primero tendría que escucharla.


Él no tardó demasiado en aparecer, esbozando una de aquellas estúpidas sonrisas que Paula comenzaba a odiar.


—¡Veo que me has echado de menos estos dos días! ¿Has venido para rendirte al fin a mis encantos y aceptar casarte conmigo?


—Parece ser que tu empleado no anota demasiado bien los mensajes, porque precisamente le he dejado bien claro que no pienso casarme contigo de ninguna manera.


—¡Ajá! Un mensaje acompañado de una impaciente visita..., creo que empiezas a contradecirte, Paula. ¿Me odias o me amas? —preguntó él, impertinente, apartándola gentilmente de su coche.


—¿Adónde crees que vas? ¡Esta conversación aún no ha terminado! — gritó ella, furiosa.


—Tengo una cita que no puedo faltar, así que nuestra conversación tendrá que esperar a... ¿tal vez el día catorce?


—¡Ni sueñes que me presentaré allí! ¿Y con quién demonios tienes una cita? —preguntó luego.


—¿Celosa? —bromeó Pedro, sonriendo con malicia.


—¡Yo no he estado celosa en toda mi vida! —exclamó Paula—. ¡Y espero que si tu cita es con una de esas modelos, te atragantes con su tanga y mueras en el acto!


—No te preocupes por eso. En el último año, en la única mujer que puedo pensar día y noche eres tú. Eres la única mujer que quiero que comparta mi cama el resto de mis días —le susurró Pedro al oído, haciéndola caer bajo el hechizo de sus palabras.


Cuando Paula lo miró dispuesta a replicar, él acalló sus protestas con la pasión de sus labios. Devoró su boca con la hambrienta ansia de la separación y en el instante en que ella se entregó a ese lujurioso momento hasta quedar aturdida, él desapareció.


—¡Esto no quedará así! —gritó Paula al vacío aparcamiento, dispuesta a averiguar adónde se dirigía Pedro Alfonso y con quién tenía esa cita tan importante.



****


—Paula, ¿me puedes explicar una vez más por qué estoy haciendo de espía para ti, cuando debería estar encargándome de acordar nuevos precios con los proveedores? —se quejó Catalina, mientras conducía su coche en busca de una dirección.


—¡Te lo he explicado cien veces! Quiero saber con quién narices ha quedado Pedro y, dado que él conoce mi coche, he tenido que reclutarte. ¡Ahora gira a la derecha en la siguiente calle! —indicó Paula, mirando la dirección apuntada en una hoja de papel.


—¿Y se puede saber cómo has conseguido la dirección? —quiso saber su amiga, preocupada por sus locos arrebatos.


—Gaston ha soltado la lengua cuando lo he amenazado con contarle una pila de patrañas a Amanda sobre él. ¡Como si yo fuera capaz de hacer eso! —añadió Paula, señalándole el lugar a Catalina.


—Bueno, aquí estamos —anunció ésta, aparcando en el primer sitio libre que encontró junto a un antiguo y regio edificio.


—Parece ser que Pedro también ha llegado a su cita —dijo Paula, señalando el lujoso deportivo que destacaba entre los demás vehículos aparcados.


—Creo que hay algún tipo de reunión —dedujo Catalina, después de ver un gran letrero anunciando algún evento. Se acercó—. ¡Ven a ver esto! —apremió de inmediato a su amiga.


—«Reunión mensual del COTOR para actuar contra la inmoral tienda del distrito comercial» —leyó Paula, sin inmutarse—. La «inmoral tienda» debemos de ser nosotros.


—Sí, aunque creo que alguien quiere abrir un sex-shop en el local número nueve.


—«Temas que tratar: cierre de Love Dead» —continuó Paula, sacándolas a ambas de dudas—. Por lo visto, los sex-shops sí les gustan.


—No te creas —dijo Catalina, señalando el último punto de la lista—: «Impedir que se abra un sex-shop en el distrito comercial». Definitivamente, esas personas tienen demasiado tiempo libre. Deberían buscarse algún hobby —señaló un poco hastiada.


—Ya lo tienen: joder a la gente —replicó Paula, mientras daba vueltas a qué podía estar haciendo Pedro allí.


—¿Crees que Pedro se habrá unido al Comité? —preguntó Catalina un poco confusa.


—¡Ni de coña! Pero ¿qué demonios...? —exclamó Paula, cuando vio irrumpir en el aparcamiento la furgoneta de Love Dead.


En cuanto Joel estacionó, Catalina y Paula se dirigieron hacia él, dispuestas a saber lo que estaba ocurriendo. Su compañero les dirigió una alegre sonrisa, mientras sacaba de la parte trasera del vehículo un centenar de los famosos globos Pienso en ti, que eran los predilectos de sus clientes por el impertinente gesto del dedo corazón, con el que siempre se hacía comprender con facilidad a los rivales lo que se pensaba de ellos.


—¿Qué narices estás haciendo aquí, Joel? —preguntó Paula, aún sin entender lo que estaba ocurriendo.


—Veo que Pedro no te ha contado nada. Hoy es un día muy importante para nosotros. Creo, de hecho, que lo apuntaré en la agenda: hoy es el día en que el famoso dueño de la cadena de tiendas Eros ha contratado nuestros servicios, y, por lo que puedes ver, ha hecho un gran encargo.


—¿Se puede saber qué pretende hacer ese loco? —inquirió ella, alterada con las extravagantes ideas de su amante.


—No lo sé —respondió Joel—. Yo solamente cumplo con un encargo. ¿Por qué no entráis a la reunión y lo veis por vosotras mismas? Creo que con toda la gente que hay en el local, nadie notará que estáis ahí. Yo vuelvo al trabajo. Creedme, chicas, ¡todavía tengo mucho que hacer!


Paula y Catalina se miraron unos instantes y dispuestas a no perdérselo, entraron en el regio edificio. Localizaron la sala sin problema y tomaron asiento entre la multitud, atentas a lo que pasaría cuando la adorable Lilian, que se hallaba en el estrado junto a su madre, decidiera otorgarle la palabra al famoso empresario, que una vez más esbozaba una de aquellas falsas sonrisas que Paula tanto detestaba.


—¡Hoy tenemos aquí a un nuevo miembro del Comité, que al fin ha visto la luz y quiere dirigirnos unas palabras! —anunció orgullosamente la joven, mientras le tendía el micrófono a Pedro.


Éste dio un paso adelante y sonrió maliciosamente a la multitud, mientras comenzaba su discurso, uno que la señora y la señorita Leistone tan amablemente se habían molestado en redactar. Pero a mitad de éste, se detuvo abruptamente y dejó salir su vivo genio, que hasta entonces solamente Paula había tenido el placer de apreciar.


—«Yo, como todos los aquí reunidos, he seguido el camino de la luz y he visto que lo mejor es guiar mi vida con decencia hacia...» ¿De verdad os creéis este montón de mierda?


Ante los exaltados murmullos del público, Pedro continuó con lo que había ido a hacer a allí:
—Disculpen, he sido un maleducado al no presentarme antes debidamente. Puede que algunos me conozcan como Pedro Bouloir, pero en realidad mi nombre es Pedro Alfonso y soy uno de los mayores accionistas del House Center Bank y hoy he venido aquí a informarles de que muy pronto me casaré con Paula Chaves, la propietaria de esa tienda que tanto parecen detestar. Y eso me incomoda, porque, a partir de ahora, la relación de ustedes conmigo no va a ser demasiado amistosa.


—¡Señor Bouloir, no puede venir aquí a amenazarnos! Nosotros somos buenas personas —gritó ofendida Amelia Leistone, dispuesta a hacerse oír.


—¡Las buenas personas no amenazan a otras con cartas anónimas! ¡Ni presionan a proveedores y vecinos para que hagan su voluntad! ¡No se engañe, arpía, usted no es una buena persona en absoluto! —exclamó Pedro.


—¡No tiene ninguna prueba de que lo que dice sea cierto, no puede hacer nada contra nosotros! —replicó Amelia.


—No, si yo no pienso hacer nada contra su estúpido Comité —declaró Pedro—, serán sus propios miembros los que disolverán esta molesta sociedad que sólo sabe incordiar a los demás.


—¿Y cómo piensa conseguir eso? —sonrió altaneramente la mujer, demasiado confiada.


—Desde hoy, mi banco es propietario de todos los comercios del distrito. En el momento en que finalicen los contratos de arrendamiento de cada uno de ustedes, el que permanezca en esta Asociación se irá a la calle...


—¡Hablaré con su padre, con el alcalde, con...!


—¡Hable con quien le dé la gana, que este hecho no cambiará! Mis amenazas, al contrario que las suyas, son contundentes e inamovibles. ¡Y créanme cuando les digo que el primero de ustedes que vuelva a tratar mal a mi mujer lo lamentará!


—¡Usted! ¡Usted ha sido corrompido! ¡Hablaré con la prensa...!


—Haga lo que quiera. En lo que respecta a este Comité y sus miembros no me molestaré más. Ahora les daré un obsequio, junto con una declaración, en la que se comprometerán a no volver a formar parte nunca más de una asociación como ésta. Y, lo más importante, a no molestar nunca jamás a Paula Chaves ni su negocio. Quien no firme, que se atenga a las consecuencias... —declaró Pedro, dando entrada a Joel y sus insultantes globos, uno para cada miembro del Comité.


—Y como broche final, una advertencia: ¡como vuelvan a tocarme las narices, les haré la vida mucho más insoportable de lo que se la han hecho a mi futura esposa en estos últimos meses!


Y con estas palabras, abandonó el estrado y a los impresionados miembros de un comité que no osaría volver a molestarlos en lo que les quedaba de vida.


—¡Si no fuera porque está pillado, me enamoraría de él en el acto! — declaró Catalina, aún sorprendida por el despiadado comportamiento del siempre sonriente Pedro.


—No me pienso casar con él —insistió Paula, cada vez menos convencida, mientras lágrimas de emoción rodaban lentamente por su rostro por lo que Pedro había hecho.


—¡Eso no te lo crees ni tú! —sentenció su amiga, saliendo de la reunión.


—¡Lo digo en serio! No pienso hacerlo... —continuó ella, caminando detrás de Catalina.


Aunque mientras la seguía por el aparcamiento, no tenía claro si con su rotundidad intentaba convencer a su amiga o a ella misma de que lo mejor era rechazar a Pedro, cuyas palabras de amor comenzaba a creer en su corazón.