sábado, 4 de noviembre de 2017

CAPITULO 40




—«La famosa cadena Eros vuelve a triunfar en la fiesta celebrada en su nueva tienda, llena de fantásticos productos y en la que pudieron degustarse algunas de las exquisiteces que ofrecen a sus nuevos clientes...», bla-blabla... y más estupideces por el estilo, de esos periodistas lameculos —dijo Joel, tras leer el diario, molesto con las adulaciones que recibía un niño rico por abrir otra de sus tiendas.


—Bueno, nosotros también salimos en el periódico —intentó animar Catalina a los desmoralizados empleados.


—¿Dónde? —preguntó Paula con curiosidad, pues estaba segura de haber leído hasta el último artículo y no vio que hicieran ninguna mención de su negocio.


—Aquí —señaló Cata un pequeño artículo apenas perceptible de la página seis.


—«Edificio de oficinas del centro tiene que ser desalojado tras recibir el regalo de una tienda que se dedica a gastar molestas bromas en San Valentín. Love Dead se especializa en mandar a sus víctimas retorcidos obsequios. En este caso fueron unas rosas con un aroma un tanto particular, que finalmente hicieron que hubiera que evacuar toda una planta del mencionado edificio...» —leyó Joel, arrancando el periódico de las manos de su compañera.


—Bueno, sea buena o mala, es publicidad, ¡y gratis! —declaró Paula, sin darle demasiada importancia a la impertinente reportera que deslucía la imagen de su tienda—. ¿Te aseguraste de que el obsequiado firmara el papel de responsabilidad civil y le advertiste debidamente que no abriera el paquete en un lugar cerrado, Joel?


—Sí, Paula, hice todos los trámites necesarios para que nadie pueda demandarnos.


—Entonces, mientras tengamos nuestros culos a salvo, ¿a quién le importa lo que diga un estúpido periódico? —concluyó ella, tirando su lectura matutina a la basura.


—¿Le pasa algo? —preguntó Catalina al pequeño corro de compañeros que siguieron desayunando después de que Paula se alejara hacia su despacho.


—Yo os diré lo que le pasa: que ese petulante «míster Eros» y su negocio le están haciendo la vida imposible. ¡Nunca había visto a mi Paula tan desalentada como ahora! —dijo Joel en voz alta, furioso con la situación.


—¿«Tu» Paula? —se sorprendió Catalina.


—Bueno, nuestra Paula —rectificó Joel, sonrojándose por su error.


—Creo que esta vez tendré que darte la razón, Joel: todos sus males tienen nombre y apellido.


—¡Pedro Bouloir! —sentenciaron los demás, uniéndose todos contra el enemigo.



****


—¿Qué te ocurre, Paula? —le dijo Catalina a su inseparable amiga en su despacho, después de cerrar la puerta.


—Nada... Yo... No lo sé —balbuceó ella, frustrada con sus confusos pensamientos.


—¡Vamos, cuéntamelo! ¿Qué ha hecho ese estúpido de Pedro Bouloir? —insistió Catalina, dispuesta a hacerla hablar de lo que tanto la atormentaba.


—Me hizo el amor en un aparcamiento al aire libre y yo no opuse ninguna resistencia —confesó Paula, ocultando su avergonzado rostro entre las manos.


—¿Y cómo fue? ¿Os pillaron? —indagó Catalina con curiosidad.


—No, no nos pillaron. Y fue como siempre: algo asombroso.


—Entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó su amiga, sabiendo la respuesta.


—¡El problema es que yo no soy así! ¡Yo no me dejo controlar por pasiones arrolladoras, ni manejar por niños bonitos! ¡No sé qué narices me está pasando y no me gusta! —se quejó Paula, irritada con la situación.


—¿Se te ha ocurrido plantearte la posibilidad de que puedas estar enamorándote de ese tipo?


—¡No, eso es imposible! ¡Yo nunca me he enamorado! ¡No me puede estar pasando ahora, justo en este preciso momento y con la persona más inadecuada! —gritó ella, muy alterada, paseando de un lado a otro de la habitación—. Sabes que lo voy a perder todo si eso acaba siendo cierto, ¿verdad?


—No tiene por qué. Si él también se enamora de ti, sólo querrá lo mejor para su mujercita.


—Por favor, Cata, ¡mira las modelos con las que sale y luego mírame a mí! ¡Mira su negocio y luego mira el mío! ¡No congeniaríamos en la vida! Si me enamoro de alguien como él, lo único que lograré será acabar en la calle y con el corazón roto. No puedo permitir que eso pase.


—Pero ¿y si pasa? —insistió Catalina.


—¡Nunca lo admitiré! —sentenció Paula, escondiendo un poco más su duro corazón—. Tengo que alejarlo de mí y hacer que me odie. Catalina, ¿qué puedo hacer? —le planteó desesperada.


—La manera más rápida de que un hombre te odie es que lo engañes. Ahora bien, como no estáis juntos, simplemente sal con otro delante de sus narices e impídele que tenga contigo lo que tanto desea. Eso significa que nada de «sexo asombroso» con nuestro vecino de enfrente.


—¿Con quién le podría dar celos? —preguntó Paula, bastante decidida a seguir ese plan.


—¡Por Dios, Paula! ¿Es que todavía no te has dado cuenta de que Joel está loco por ti? —Catalina suspiró ante su despistada amiga, que nunca se daba cuenta de las cosas más simples.


—Pero Joel es mi empleado... No quiero que se haga ilusiones... y... — dudó Paula, sobre si seguir el retorcido plan de Catalina al pie de la letra.


—No tiene por qué hacerse ilusiones. ¡Tú simplemente cuéntale nuestro plan y él estará deseoso de ayudarte! Así es nuestro Joel —respondió su amiga—. ¿Quieres un consejo, Paula? Sal con Joel e intenta enamorarte de él. Ése sí es un buen chico con el que siempre tendrás el corazón seguro.


—¿Y qué hago con ese contrato que firmé? Estoy obligada a salir con él —le recordó Paula, arrepentida de haber propuesto alguna vez ese estúpido acuerdo.


—¡Tengo una idea para eso! Tal vez no sea tan espléndida y malvada como las tuyas, pero creo que servirá —contestó Catalina, entregándole una de las novelas románticas que leía—. La escena de la página ciento veinticinco es ideal para una situación como ésta.


—Sí, creo que servirá —declaró Paula después de leerla, recuperando su espectacular sonrisa, porque nuevamente había conseguido poner orden en el caos en que se había convertido su vida.


O eso al menos es lo que pensó en esos momentos.



****

Después de cuatro semanas llenas de citas que no lo llevaban a nada, de monólogos con su comida y largas noches de soledad, Pedro estaba más que harto de una mujer que no le permitía excusarse y que a cada paso que daba le oponía una barrera.


Hasta entonces, él las había derribado todas con facilidad, con su encanto o mediante la atracción abrasadora que existía entre sus cuerpos.


Pero ahora... ahora le era imposible acercarse a Paula. Y todo por culpa de esos... de esos...


—¡Paula, cariño! ¿Me pasas el ketchup? —pidió a voz en grito Agnes en el elegante restaurante donde estaban.


—Agnes, creo que aquí no hay de eso —contestó Paula.


—¡Pues vaya mierda de sitio! ¿Cómo quieren que me coma los espaguetis si no les echo ketchup?


Pedro, molesto con la incómoda situación, llamó discretamente al camarero y le dio un billete de veinte dólares pidiéndole que fuera a comprarle un maldito bote de ketchup lo más rápido posible.


—Agnes, el camarero ha ido por lo que has pedido tan educadamente. ¿Por qué no te echas otra siestecita mientras vuelve y dejas que esta dama y yo mantengamos una agradable conversación? —sugirió Pedro, dispuesto a acabar con toda aquella farsa.


—De acuerdo, pero luego no te quejes si ronco —advirtió la anciana, unos minutos antes de que, efectivamente, cayese dormida y que sus ronquidos hicieran la competencia a la orquesta de tan refinado lugar.


—¿Es que nunca vas a perdonarme? —preguntó Pedro, volviendo a encontrarse una vez más con la fría mirada de Paula.


—Estoy quedando contigo, tal como estipulaba el contrato —contestó ella impasible, ignorando una vez más sus súplicas.


—Sí, ¡y una mierda! —exclamó Pedro, perdiendo toda la paciencia cuando el último ronquido de Agnes sonó más fuerte que el piano—. A todas y cada una de las citas que hemos tenido te has traído a uno de tus impresentables amigos.


—Sí, cierto. Pero en ningún momento me he negado a salir contigo — precisó Paula.


—Quedamos sólo los sábados, porque durante la semana los dos estamos muy ocupados, y cuando llega nuestra esperada cita, me vienes con... ¡con esto! —señaló alterado a la pobre viejecita.


—¡«Esto» es una persona con nombre y apellido! —saltó Paula, indignada.


—Sí, y la que nos acompañó la semana pasada se llamaba Catalina, y la de la anterior a ésa, Barnie. ¿Me quieres decir por qué me estás haciendo esto? —preguntó Pedro.


—Muy fácil. Puesto que no sabes comportarte, he decidido llevar siempre conmigo una carabina. De modo que nuestras obligadas citas serán así a partir de ahora.


—¡No me jodas! ¡No estamos en el instituto, Paula! Los dos somos adultos responsables que...


—Sólo piensas con la polla —cortó ella, bruscamente.


—¡Joder, Paula, eso no es verdad! —le recriminó él sus duras palabras.


—Bien, entonces no te importará tener una cita normal conmigo, aunque sea con acompañamiento, ya que después de esta cena no esperas nada más, ¿verdad? —afirmó Paula, insolente dejándolo sin argumentos.


—Comamos, que el ketchup se enfría —zanjó Pedro la conversación airadamente, mientras dejaba sobre la mesa con brusquedad el bote que les había traído el camarero, despertando con ello a la pobre anciana.




CAPITULO 39





—¡Que no me entere yo de que este culito pasa hambre! —bromeó una vez más Paula, mientras pellizcaba el firme trasero de Pedro de camino a su coche. 


—¡Como vuelvas a hacerlo una vez más te vas a enterar! —la amenazó él, un tanto molesto con la inoportuna frase y sus incómodos pellizcos.


—¿Así es como tratas a la mujer que te ha salvado del acoso masculino? —se burló ella, sacando a colación su situación de unos minutos antes—. Hay que admitir que la frase de tu admirador era bastante original —comentó Paula, recordándole los insufribles instantes en que había sido acosado por una marea de hombres bastante insistentes.


—No me lo recuerdes más. ¡He estado a punto de romperle la mano a ese sujeto! ¡Si no llegas a intervenir tú, te juro que se la parto! —contestó él, furioso, recordando cómo Paula se había interpuesto delante de aquel hombre y, colgándose amorosamente de su cuello, lo había reclamado como suyo.


—Creo que le ha quedado claro que no eras de ese tipo de hombres cuando por poco me violas en la pista de baile —se rio Paula, alisándose el arrugado vestido.


—Culpa tuya. Y de esa ropa que llevas —señaló Pedro, acorralándola contra la puerta de su coche.


—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó ella, confusa, cuando una serie de dulces besos comenzaron a descender por su cuello.


—Acabar con tus burlas de la única manera que sé —declaró Pedroaprovechando la oscuridad del aparcamiento para dar rienda suelta a la obsesión que lo había torturado toda la noche.


Pedro le bajó la parte de arriba del vestido y sonrió malévolo al ver que no llevaba sujetador que ocultase sus hermosos y turgentes pechos. Luego procedió a devorarlos con el feroz apetito y el deseo que lo había perseguido desde que la vio llevando aquella escandalosa prenda.


—¡Pedro, para! ¡Estamos en un parking! —protestó Paula, jadeante ante el intenso placer que estaba sintiendo en esos instantes.


—No te preocupes, sólo necesito unos minutos... —contestó él ante sus quejas, negándose a soltarla.


—¿Para calmarte? —preguntó ella, esperanzada, a la vez que se retorcía entre sus brazos con deseo de alguna más de sus caricias, aunque no fuera ése el momento ni el lugar.


—No, para hacerte llegar —respondió Pedro, jactancioso, mientras deslizaba una mano con delicadeza por sus piernas, le levantaba el vestido hasta llegar a sus húmedas braguitas, y se las echaba a un lado para acariciarla íntimamente.


—¡Pedro, para! —suplicó Paula, rindiéndose sin embargo a sus caricias, cuando uno de sus dedos invadió su interior.


Él mordisqueó sus jugosos pechos, mientras Paula se recostaba contra el coche sin poder resistirse a la pasión de aquel hombre. Le cogió la cara y le exigió un beso que acallara sus gemidos de placer. Pedro no se lo negó y le
devoró la boca sin piedad. Luego le alzó una pierna, que se puso alrededor de la cadera, para que el acceso a su húmedo interior fuera más fácil y placentero.


Con la mano hacía que vibrara de placer, a la vez que su firme y palpitante miembro frotaba contra su anhelante sexo. 


Paula se arqueó entre sus brazos cuando sus fuertes manos la elevaron, sosteniéndola contra su cuerpo, mientras su impaciente erección, aún recluida en su encierro, rozaba su punto más sensible. Pedro la penetró con dos dedos, imponiendo un ritmo que la hizo llegar a la culminación del deseo.


Paula se movió descontroladamente contra él, mientras la otra mano de Pedro seguía torturando sus erguidos pezones, que apenas notaban el fresco de la noche. Se agarró a Pedro con fuerza y le arañó la dura espalda por
encima de la ropa. En el instante en que el orgasmo la arrasó, el grito de placer, reservado únicamente para los oídos de Pedro, fue silenciado por los besos de éste.


Paula pensó que todo había terminado, pero él la sacó de su error desgarrando de un solo tirón sus braguitas, en el mismo instante en que sacaba su erecto miembro de sus pantalones.


Pedro se adentró en su cuerpo con una ruda embestida y movió las caderas a un ritmo enloquecedor que la hizo desesperar por un nuevo orgasmo. Él devoró sus pechos con impaciencia, aumentando su excitación y haciéndola rogar nuevamente por sus caricias.


Cuando le mordió los sensibles pezones, a la vez que incrementaba sus arremetidas, ambos culminaron finalmente gritando su pasión en la silenciosa noche. Por suerte, no había ojos curiosos cerca.


Paula quedó débil y expuesta a la fría noche. Volvió su rostro hacia un lado y vio su lujuriosa imagen en uno de los espejos retrovisores.


—Ésa no soy yo —susurró, admitiendo su error y horrorizándose por lo que había hecho en un lugar público.


¿Cómo podía tener tan poca fuerza de voluntad cuando estaba en brazos de ese hombre? Él la había tratado como si fuera un simple desahogo para sus largas noches de insomnio. Ni siquiera se había desvestido o llegado a entrar en su coche. Todos tenían razón: era peligroso, un donjuán, un playboy lujurioso que únicamente la utilizaba para divertirse.


No la había llevado a su casa para pasar una agradable velada, no la había tratado como a una de sus apreciadas mujeres. ¿Qué era ella en esos momentos? ¡Ah, sí! Ahora lo recordaba: tan sólo una estúpida apuesta.


—¡Nunca más, Pedro Bouloir! ¡Nunca más dejaré que me vuelvas a tratar así! —declaró firmemente, mientras se arreglaba el vestido, con lágrimas de impotencia en sus ojos.


—Paula, perdona... Paula yo... —intentó excusar él su comportamiento, al tiempo que trataba de retenerla junto a su cuerpo.


—¡Suéltame, Pedro! ¡Y haznos un favor a todos: aléjate de mí! —gritó ella, zafándose de su agarre—. ¡Yo nunca me enamoraría de un hombre como tú! —añadió, mirándolo con desprecio.


—Pues tenemos un problema, porque tengo un año para hacerte cambiar de opinión. Y tú no puedes alejarte de mí —replicó él con brusquedad, enfadado por el dolor que le habían producido sus despectivas palabras.


—¡Olvidas y recuerdas ese trato a tu conveniencia! —lo acusó Paula, cerrando sus puños con rabia.


—Lo mismo que tú —respondió Pedro. Y suspiró, a la vez que se pasaba una mano por el pelo, sorprendido con su propio inadecuado comportamiento.


Parecía que siempre que estaba delante de aquella mujer sólo sabía comportarse como un desquiciado.


—Por favor, perdóname —pidió—, lo he estropeado todo. Es que estaba impaciente por tenerte para mí solo y no he sabido esperar.


—¡Impaciente! ¡Me has hecho el amor en un parking público! Hemos tenido suerte de que nadie anduviera cerca —replicó Paula, histérica ante sus pobres excusas.


—No he visto que te resistieras demasiado —comentó él, alzando una ceja.


—¡Ya me dirás qué significa entonces la palabra «para», pedazo de neandertal! —repuso Paula, bastante dolida con su insinuación.


—Seguida de tus gemidos no mucho, la verdad —ironizó Pedro comportándose nuevamente como un idiota.


—¡Bastardo! —gritó Paula, golpeándolo con su pequeño bolso de mano—. ¡Luego te preguntas por qué te puse un tres!


—Si no recuerdo mal, la última vez fue un seis —dijo Pedro,
mencionando otro memorable encuentro en otro lugar inadecuado.


—¡Te lo advierto! ¡No te vuelvas a acercar a mí o atente a las
consecuencias! —lo amenazó ella, furiosa, recordando que él solamente era el enemigo.


—¿Sabes, Paula? Me voy a volver a acercar a ti cuando quiera y donde quiera —sentenció Pedro, acercándola firmemente a su cuerpo y robándole un duro beso—. Y tú no podrás hacer nada, porque tú misma cavaste tu propia tumba en el momento en que me retaste con ese trato. Ahora, atente a las consecuencias.


—¡No iba muy desencaminada cuando te dije que no podías cambiar! ¡Eres un niño mimado y egocéntrico que solamente juega con las mujeres! Pero ¡yo me niego a ser tu nuevo juguete! —declaró airada, limpiándose los labios con el dorso de la mano, mancillados con un indeseado beso—. Esta cita no merece ni siquiera un dos —añadió, mientras lo miraba con desprecio y se alejaba hacia donde estaba su coche.


—¡Paula, espera! ¡Paula, joder...! ¡Déjame que te...! —quiso excusarse Pedro, finalmente arrepentido de cada una de sus palabras, cuando recordó el día que era y vio alguna que otra lágrima en los ojos de ella, aunque quisiera ocultarlas.


Se quedó solo en el aparcamiento en el instante en que Paula decidió bloquearle la puerta de su coche y aceleró, marchándose.


A pesar de todas sus negativas, Pedro la siguió y aparcó en una oscura esquina, observándola bajar de su coche, todavía alterada por lo ocurrido.


Esperó unos minutos para asegurarse de que todo estuviera bien, de que Paula hubiera llegado sin problemas a su apartamento. Cuando vio las solitarias luces de su hogar, no pudo evitar reprenderse una y otra vez por su idiotez.


¡Estúpido! ¡Con lo bien que iba todo! ¿Por qué has tenido que comportarte como un gilipollas? —se repitió una decena de veces, al tiempo que se golpeaba la cabeza contra el volante.


—Señor, ¿qué está haciendo? —preguntó un agente, extrañado por su conducta, mientras iluminaba el interior de su lujoso deportivo con una linterna.


—Nada —contestó Pedro, recuperándose de su irracional arranque de ira.


—Será mejor que me enseñe la documentación. Por lo visto, hay un acosador por los alrededores. Una mujer nos ha llamado hace unos minutos diciendo que un hombre sospechoso estaba rondando la zona comercial.


Mientras Pedro se bajaba del coche para aclarar el malentendido, Paula se asomó a una de sus ventanas con una triunfante sonrisa. Al parecer, no estaba demasiado mal si ya había sido capaz de llevar a cabo un nuevo movimiento en el juego en el que ambos se habían implicado, apostando sin saberlo sus duros y egoístas corazones.