Al final únicamente conseguí un seis de esa fastidiosa bruja, pero cuando sus compañeros de trabajo comenzaron a molestarnos con sus insistentes llamadas, pensé que lo mejor sería dejarla marchar antes de que la plantilla de Love Dead al completo invadiera mi tienda.
Fue algo asombroso ver a Paula derretirse en mis brazos una y otra vez, sin control alguno de su cuerpo o de su deseo. Pero por desgracia, yo tampoco tengo control en lo referente a ella.
Cuando empecé a devorarla no pude parar, y no porque buscara redimir mi ego herido, sino porque la deseaba, porque la deseo a cada instante. No sé qué ha hecho conmigo, no puedo pensar en otra cosa que no sea estar con ella. Las mujeres que se me han insinuado a lo largo de estos días son un borroso recuerdo al que apenas presto atención. Sueño con Paula todas las noches y, después de probar la dulce tentación de su cuerpo una vez más, las duchas frías ya no son una opción.
Por lo menos he conseguido que se rinda por fin a mis encantos.
Aunque sea a base de sexo, voy a conseguir que sólo pueda pensar en una cosa: en mí, como yo no dejo de tenerla presente en cada uno de mis pensamientos. Es la primera mujer que me desespera y me hace reír al mismo tiempo, la primera que me desafía en un instante y al siguiente se rinde a mi deseo. Es contradictoria, exasperante, maliciosa, intrigante, me reta a cada momento declarándome la guerra, y aun así no puedo evitar desearla como nunca he deseado a ninguna otra. ¿Qué me está pasando?
Me está volviendo loco. Si no acabo pronto con todo esto, no sé qué será de mí. Sólo sé que ansío terminar con esta mentira cuanto antes, pero a la vez no quiero que ella descubra nada de este engaño, porque entonces no volveré a verla más. Y aunque sé que ése será el resultado de esta loca aventura, no quiero que acabe nunca.
—¡Maldito seas, papá, por meterme en todo este lío! —grité
desesperado, mientras me dirigía hacia Love Dead para recoger a la protagonista de mis sueños y mis pesadillas.
—¿Por qué narices tu apartamento está encima de tu negocio? — preguntó Pedro, mientras acompañaba a Paula a su casa.
—Porque era lo mejor para mí. Me resultaba más económico vivir encima de la tienda que buscar un caro piso cercano —explicó ella, mientras subía la escalera de la parte trasera de su edificio.
—Entonces, si yo gano la apuesta, ¿me quedaría también con tu vivienda? —preguntó Pedro, arrepentido una vez más de haber firmado ese estúpido acuerdo.
—Tú no vas a ganar —declaró Paula con rotundidad—, así que no te preocupes.
—Bueno, ¿me puedes explicar por qué vamos a tu piso si yo ya tenía reservada una mesa para dos en un fantástico restaurante italiano?
—Porque la cena seguramente estará lista en unos minutos.
—¡No me digas que vas a cocinar algo para mí! —exclamó él con una sonrisa de satisfacción.
—¡Oh! Yo no, ¡mi madre! —respondió Paula, poco antes de abrir la puerta de su apartamento, dejando a un anonadado Pedro ante una mujer bajita, unos veinte años mayor que Paula y que, excepto por el color del pelo y de los ojos, era su vivo retrato tanto en apariencia como en genio.
—¡Llegáis tarde! —los reprendió la madre de Paula, dirigiéndole a Pedro una escrutadora mirada—. Seguro que es por tu culpa, porque mi niña es muy puntual. ¡Ahora lavaos las manos y a la mesa! ¡Y no os entretengáis o la comida se enfriará! —advirtió Emilia, blandiendo una cuchara de madera como si de una amenazante arma se tratase.
En cuanto Pedro se hubo recuperado un tanto de la sorpresa, se preguntó si ésa no sería otra de las trastadas de Paula. Así que cuando iban camino del baño, la acorraló en el pasillo, dispuesto a sacarle la verdad.
—Paula, cuando me has dicho que finalmente íbamos a tener una cita, ¿a qué te referías exactamente? —preguntó Pedro en busca de la realidad que se escondía tras su sumisa rendición.
—¡Ah, lo siento! Se me ha olvidado comentarte que la cita era con mi madre. No te habrás hecho ilusiones de que me había rendido a tus encantos o algo así, ¿verdad? —dijo sagazmente, al ver la sorpresa que revelaba su rostro.
—No, nunca he creído que Paula Chaves se rindiera tan fácilmente. Pero pensándolo bien, tendré una buena cena contigo y una copa. El postre... lo he degustado antes de tiempo. Aunque ha sido insuficiente y me gustaría mucho repetir —susurró insinuante en su oído, después de besarle dulcemente el cuello.
—Eso, Pedro Bouloir, es algo que no volverá a pasar —declaró ella, sonrojada, a la vez que lo apartaba.
—¡Oh, sí lo hará! Y más exactamente el día de tu cumpleaños. El día en que al fin tengamos una cita en condiciones y pueda tenerte para mí solo durante toda la noche — replicó Pedro, sonriéndole con decisión.
—¡Créeme si te digo que nunca sabrás cuándo es mi cumpleaños! — negó Paula, dejándolo solo en el pequeño pasillo, mientras acudía a la llamada de su inoportuna madre.
Definitivamente, lo esperaba una larga velada. Y encima no sería recompensado con una infinita noche de sexo. Aquella mujer sabía cómo amargarle la noche a un hombre. Aunque, después de todo, ése era su trabajo, ¿no? Hacer la vida de otros un verdadero infierno.
****
—¡Es un hombre maravilloso, educado, guapo, rico, detallista, atento, inteligente, amable y cariñoso! Se comportó durante toda la cena con unos modales exquisitos y nos invitó a mis amigas del club de lectura y a mí a un viaje por la Riviera Francesa. Y además se molestó en traer de su casa un vino exquisito y unos deliciosos bombones para hacer más amena la velada. ¡No sé por qué no lo acompañaste a buscarlos cuando se marchó para traernos esos exquisitos presentes! —reprendió Emilia a su hija, sin dejar de cantar las alabanzas de Pedro Bouloir.
Decididamente, era un hombre que conquistaba a todas las féminas, y su madre había caído también en la trampa de su encanto.
Pero Paula sabía muy bien que tras esa educada proposición de «Ven a mi casa a recoger unos obsequios», había una maliciosa intención de «Ven a mi cama para que pueda hacerte el amor toda la noche». Sobre todo, después de que Pedro le dirigiera una lasciva mirada al hacer esa «inocente» propuesta.
El café de la mañana que se estaba tomando para despejarse antes de comenzar con la ardua tarea de su negocio le sabía en esos instantes más amargo que nunca.
Todos sus trabajadores habían formado un corro alrededor del mostrador y escuchaban atentamente las alabanzas de su madre sobre el engreído adonis, mientras ellos no podían evitar hacer su aportación a la infinita lista de virtudes.
—¡Es muy atractivo y su coche es una pasada! —exclamó
entusiasmada la joven Amanda, sin saber qué le gustaba más si el hermoso coche o su dueño.
—Un chico con muy buenos modales, sí, señor —añadió la anciana Agnes, que carecía de ellos por completo.
—¡Y tiene un paladar exquisito! —confirmó Barnie, mientras engullía la comida a dos carrillos, llegando incluso a comerse parte del envoltorio de su sándwich.
—Sí, ¡no puedo creer que un hombre así esté interesado en mi Paula! —confirmó Emilia, emocionada con el sueño de tener a Pedro Bouloir como yerno—. ¡Mi niña se merece lo mejor y es una persona muy especial!
¡Bueno! Al fin alguien la alababa a ella y dejaba de idolatrar a ese niño mimado que nunca mostraba a nadie su verdadera y perversa personalidad.
Su madre, su leal y amorosa madre, ahora empezaría a ensalzar sus múltiples cualidades y finalmente alejaría a todos del que parecía ser el único tema del día: «Quién ama más a Pedro Bouloir».
—Porque, admitámoslo, mi hija no es ninguna joya: tiene un carácter un tanto irascible y cuando se enfada es bastante molesta y además es muy, pero que muy cabezota y... —continuó Emilia, mientras los que la rodeaban no dejaban de darle la razón.
—Mamá, ¿puedes dejar de alabarme? Ya lo he entendido: yo soy un bicho raro y Pedro es un ser superior —intervino Paula, poniendo fin a la conversación—. Ahora bien, como este bicho raro es la jefa, ¡todos a trabajar! —ordenó, despejando la zona.
—¿Veis lo que os digo? Tiene muy mal carácter. No sé de quién lo habrá sacado —se quejó Emilia.
Paula por fin pudo terminarse el café, bajo la mirada reprobadora de su madre. Después se marchó a su despacho y planeó durante horas cómo podría torturar a Pedro Bouloir sin que su madre la reprendiera. Tras lanzar
un dardo a su sonriente boca, finalmente dio con la solución a sus problemas, o por lo menos eso fue lo que Paula creyó.
Me desperté de mi apacible sueño con la molesta melodía de mi móvil.
Abrí los ojos un tanto cansada, sin recordar qué había hecho para sentirme físicamente tan agotada. Entonces me di cuenta de que el culpable de mi fatiga seguía encima de mí, usando mis pechos como almohada.
Cuando intenté apartarlo, me percaté de que seguía teniendo las manos amarradas. Intenté desatármelas, pero era inútil. Ese hombre había utilizado con bastante habilidad mi camiseta.
—¡Pedro! ¡Pedro! ¡Joder, Pedro, despierta! —le grité finalmente al oído al ver que mi móvil no dejaba de sonar.
—No te preocupes, cariño, en unos segundos volveré a satisfacerte — contestó él, arrogante, mientras se despertaban tanto él como su miembro, sin prestar atención a mi furiosa mirada.
—¡Quítate de encima y desátame enseguida, idiota! ¿No oyes que mi móvil está sonando?
Por lo visto, mis gritos no lo afectaron demasiado, porque sin moverse de mi interior, cogió el móvil, que había acabado a un lado de la mesa, aceptó la llamada y me colocó el teléfono junto al oído.
—¿Dígame? —respondí un tanto entrecortadamente, ya que Pedro empezaba a moverse de nuevo en mi interior, mientras con la mano libre me acariciaba los pechos.
—Soy yo, mamá.
Tras oír estas palabras, le supliqué a Pedro con la mirada que parara, pero él me dirigió una de sus pérfidas sonrisas antes de hacer que se me escapara un gemido.
—¿Qué te ocurre cariño? ¿Te encuentras mal?
—Nada, mamá, es que me he pinchado con una aguja —me excusé, rezando para que mi madre creyera mi mentira y no volviera a preguntar.
—Sí, una aguja muy gorda —susurró aquel idiota presuntuoso a mí oído, mientras hacía vibrar nuevamente mi cuerpo con otra de sus embestidas.
—¿Estás con ese novio tuyo? —preguntó mi madre un tanto inquieta.
—¡Síii! —grité, en el instante en que Pedro me levantaba las caderas, haciéndome enloquecer.
—Bien, pues cuando terminéis lo que estéis haciendo, invítale a cenar —dijo mi madre antes de colgar, dándome a entender con su breve conversación que sabía lo que estaba pasando.
—¡Capullo! —exclamé furiosa y un tanto avergonzada por mi madre.
Entonces, viendo que mi conversación había finalizado, él dejó mi móvil a un lado y me volvió a devorar ferozmente los pechos y a llevarme al mismísimo cielo con sus embestidas, que no cesaban en su búsqueda del placer.
—¡Desátame, Pedro! —supliqué, cansada e impaciente por huir una vez más de sus brazos, que parecían tan cariñosos y seguros que por unos instantes siempre lograban engañarme—. ¿Es que no me piensas soltar nunca? —chillé, perdiendo la poca paciencia que me quedaba.
—Lo haré cuando revisemos una nota con la que no estoy de acuerdo. Y te advierto que yo siempre he sido un estudiante de sobresaliente —me susurró al oído, dejando un rastro de dulces besos en mi cuello que me hicieron olvidar sus engañosas palabras y añorar más sus deshonestas caricias.
Paula revisaba una vez más sus libros de cuentas sin poder concentrarse en ellos por culpa de aquella mirada acusadora que no dejaba de observarla con tristeza. Sus ojos lastimeros la perseguían allá donde fuera. Así que, finalmente, soltó con brusquedad sus archivos y se enfrentó a él.
—¡Vale, sí! ¡Lo he hecho! ¡Y lo lamento mucho, pero es que ese hombre me saca de quicio y no sabía qué otra cosa podía hacer! —Sus ojos permanecieron impasibles ante sus excusas y entonces Paula lo abrazó con ternura, suplicándole perdón.
Y así fue cómo la encontró su madre en el momento en que entró inesperadamente en su despacho: abrazando con fuerza un oso de peluche al que suplicaba perdón por haber tenido que sacrificar a sus hermanos.
—Paula Chaves, espero seriamente que éste no sea tu prometido. ¡Me niego a tener nietos tan peludos! —bromeó Emilia tras pillar a su hija en tan meloso despliegue de cariño.
—¡Mamá! ¿Cuándo has llegado? —preguntó Paula cariñosamente, soltando el oso en la mesa de su despacho y abrazando con fuerza a su querida madre.
—Justo antes de que intimaras con tu enamorado —se carcajeó Emilia, señalando el oso al que su hija hasta hacía unos instantes no paraba de hacer arrumacos—. Te lo ha regalado tu novio, ¿verdad? ¿Así que finalmente podré conocer a ese dechado de virtudes que ha conseguido hacerte cambiar de opinión sobre el amor?
—¡No me ha hecho cambiar de opinión en absoluto! ¡Sólo es un pesado que no deja de acosarme con empalagosos presentes!
—De modo que hay un hombre que finalmente se ha atrevido a perseguir a mi temperamental hijita. Quisiera saber qué apariencia tiene ese osado joven.
—Ah, sí, espera un segundo. Creo que tengo una foto suya en algún lado.
—¡Vaya! Si ya guardas fotos suyas es que la relación está bastante avanzada.
—Si tú lo dices... —ironizó Paula, mientras cerraba la puerta de su despacho y le mostraba la foto de su enamorado en una gran diana.
—Y luego me pregunto por qué a mi niña no le duran nada los hombres —se burló Emilia, admirando su creativa forma de desahogarse—. Parece bastante guapo.
—Sí, aunque por desgracia no es nada inteligente. A pesar de que le he devuelto todos sus regalos, es muy insistente. Pero ¡esta vez aprenderá la lección! —aseguró Paula con una sonrisa maliciosa.
—¿Se puede saber qué has hecho esta vez, Paula Chaves? —la reprendió su madre, dedicándole una de sus agudas miradas que siempre la hacían confesar.
—Le he devuelto las cabezas de los peluches que me regaló, excepto la de éste —reveló Paula, señalando al único superviviente de su masacre.
—¿Y cuál es el número exacto de peluches que te mandó ese hombre? ¿Dos, tres, cinco? —preguntó Emilia, un tanto molesta por las beligerantes acciones de su hija.
—Cincuenta —respondió Paula un tanto cabizbaja, sin atreverse a enfrentarse a su madre y su tono reprobador.
—¡¿Has destrozado cuarenta y nueve osos de peluche sólo porque estabas enfadada?! ¿Sabes cuántos niños en el orfanato se mueren por tener un juguete? ¡Ahora mismo vas a ir a recuperar esas cabezas y a coser cada uno de los peluches! ¡Luego los donarás al orfanato e invitarás a ese adorable hombre a cenar con nosotras, que ya estoy impaciente por conocer a mi futuro yerno!
—Pero ¡mamá...! —se quejó infantilmente Paula.
—¡Ni peros ni nada! —ordenó Emilia con firmeza, enseñándole la salida.
— Vale, lo que tú digas —se rindió Paula finalmente, saliendo en busca del niño bonito.
Emilia se sentó plácidamente tras el escritorio de su hija y miró el único peluche que Paula había aceptado como regalo. Era un oso pequeño, con un bonito lazo blanco al cuello. Sonrió satisfecha al oso y, como toda madre cotilla que se preciara, rebuscó en los cajones algún que otro dato que revelara cómo era el hombre que pretendía conquistar a su hija. Al fondo del cajón, ocultas entre sus papeles, halló dos cajas de bombones. Abrió una de ellas medio vacía y degustó con deleite uno de los chocolates.
—No vas mal, Pedro, no vas nada mal —musitó Emilia, brindando por la persistencia de ese hombre con otro exquisito bombón.
*****
—¡Tú y yo tenemos una cita, rubito! —anunció Paula, señalando a Pedro agresivamente, tras entrar por la puerta de Eros y soltar a sus pies la inmensa caja que llevaba.
—Así que por fin te has rendido —contestó él, satisfecho con su capitulación.
—Sí, claro —dijo Paula, sin darle la menor importancia a su supuesta sumisión—. ¿Dónde están las cabezas que te devolví?
—Allí detrás —indicó Pedro algo confuso, sin saber qué tendría que ver aquello con su ansiada cita.
Paula apiló en el centro de la tienda todas las cajas que Pedro había recibido esa mañana, las puso junto a la que había traído ella y, sin molestarse en explicar qué hacía, comenzó a rebuscar la cabeza que concordaba con el primer cuerpo de uno de los desgarrados peluches.
Cuando la encontró, gritó triunfante ante el asombro de Pedro y su empleado, que no entendían nada de su loco comportamiento. Paula los amenazó con una de sus frías miradas, mientras ordenaba que hicieran algo que no fuera observarla embobados.
—¡Tú! —señaló al joven que trabajaba para Pedro—. ¡Ve a mi tienda y trae todas las cajas que hay junto a la entrada!
Gaston miró interrogante a su jefe, sin saber si debía o no obedecer las órdenes de aquella mujer. Pedro, dispuesto a averiguar qué pasaba, asintió con la cabeza y esperó hasta que el joven desapareció, para comenzar su interrogatorio.
—¿Qué te ocurre, Paula? —preguntó, sin dejar de mirarla rebuscar en una pequeña cesta que sacó de la inmensa caja de los peluches.
—¡Te diré lo que pasa! —replicó, fulminándolo con la mirada—. ¡Pasa que llamaste a mi madre! ¡Pasa que mi madre está en la ciudad porque quiere ver al hombre con el que salgo! ¡Pasa que mi madre me ha regañado por lo que les he hecho a tus ositos! ¡Y pasa que tengo que coser todos estos malditos peluches que he destrozado, para donarlos al orfanato! ¡Y si yo tengo que quedarme horas cosiendo estos odiosos osos, tú también lo harás! —concluyó triunfante, mientras sacaba un par de agujas de su pequeña cesta.
—Pero ¡yo no sé coser! —declaró Pedro, un tanto reacio a pinchar a aquellos osos descabezados.
—¡Pues aprende! —contestó Paula, sentándose en el suelo y comenzando su labor, mientras ignoraba sus intentos de excusarse para no realizar la tarea.
Finalmente, tras algún que otro gruñido de protesta, el impecable dueño de Eros se sentó en el suelo junto a ella y se dispuso a hacer lo que nunca había hecho por ninguna mujer: rebajarse a realizar una tarea que consideraba plenamente femenina.
—Sabes que puedo pagar a alguien para que haga esto, ¿verdad? — preguntó molesto, tras pincharse por quinta vez con la maldita aguja.
—Bien, cuando lo hayas hecho, ve a mi tienda y explícale a mi madre por qué otro ha hecho el trabajo que según ella me corresponde a mí, y si sales vivo y cuerdo de tu encuentro con ella, vuelve y cuéntamelo, por favor —ironizó Paula, prosiguiendo su labor.
—¿Y por qué tengo que ayudarte yo si éste es tu trabajo? —interpeló Pedro, indignado.
—Tú quieres una cita conmigo, ¿no? ¡Pues cállate y cose! ¡Y, por Dios, esta vez hazlo bien! —lo reprendió, tras observar con atención cómo uno de los simpáticos osos observaba su trasero en vez de su bonachona barriga.
Tras horas de coser, con algún que otro pequeño descanso para el almuerzo y un rápido aperitivo, consiguieron finalizar el arduo trabajo.
Empaquetaron todos los osos y, con ayuda de Gaston, los mandaron hacia su nuevo y amoroso hogar, donde serían ansiosamente recibidos por niños deseosos de regalos.
—¡Al fin! —exclamó Paula, levantándose del suelo para estirar sus entumecidos músculos.
Pedro observó con atención las suaves curvas de aquel cuerpo que tanto lo tentaba. Paula se desperezaba ante él como una gatita mimosa y él la devoraba con la mirada. Sus senos se alzaron al arquear la espalda y revelaron que no llevaba sujetador bajo la ceñida camiseta negra.
¡Dios! ¡Cuánto la echaba de menos! Estaba más que harto de duchas heladas que no hacían nada por eliminar su excitado anhelo por aquella mujer. Se levantó con rapidez y, antes de darle tiempo a que se marchara de su solitaria tienda, pegó su cuerpo contra el suyo y besó su boca apasionadamente, mientras la conducía con decisión hacia su despacho.
Abrió la puerta de una patada y la tumbó con brusquedad sobre la mesa, para chupar con ansia los pechos que tanto lo habían tentado. Le subió bruscamente la camiseta y acalló las protestas que comenzaban a surgir de sus labios, cuando, juntando los excitados senos, comenzó a lamerle los pezones.
Paula intentó resistirse a sus avances, empujándolo débilmente intentando alejarlo de su cuerpo, pero las sensaciones eran demasiado placenteras y, finalmente, en el instante en que Pedro le cogió las manos sujetándoselas por encima de la cabeza y le mordisqueó con delicadeza un erecto pezón, mientras con la otra mano se adentraba en sus pantalones, Paula se rindió al deseo, recostándose en la dura mesa y ofreciéndose desvergonzadamente a aquel malicioso amante.
Pedro observó cómo Paula se rendía al placer entre sus brazos, la levantó lo necesario para quitarle la camiseta, pero no la despojó del todo de la molesta prenda, sino que la utilizó en su propio beneficio: cuando le soltó los brazos que en un principio habían intentado alejarlo de ella, no se le ocurrió mejor castigo que atárselos con la camiseta.
—¿Qué haces, Pedro? —preguntó Paula, confusa, ante los atrevidos actos de él.
—Asegurarme de que esta vez no me pones un tres. —Y sonrió ladinamente, acallando sus protestas con un intenso beso.
Mientras Pedro se embriagaba con el dulce sabor de sus labios, probándolos, mordiéndolos y deleitándose ante la ardiente respuesta de Paula, que marcaba el principio de su rendición, sus fuertes manos se dedicaron a despojarla de los pantalones y de las braguitas, dejándola totalmente expuesta a su ávida mirada.
Los intensos ojos azules de Pedro recorrieron con lentitud cada una de sus curvas, haciendo que un sutil rubor acudiera a sus mejillas. Después de todo, la experiencia de Paula no incluía algunas de aquellas cosas, que eran
demasiado nuevas para ella, en especial esos osados juegos que parecían gustarle a Pedro.
Éste cogió los jugosos senos en sus manos y la torturó con sutiles caricias con la lengua, que fue dirigiendo poco a poco hacia abajo. Lamió y besó su ombligo, sin dejar de adorar sus pechos con sus manos. Luego pasó a sus caderas y dedicó su tiempo a recorrer sus piernas de arriba abajo, sin dejar de sonreír ante el dulce estremecimiento del cuerpo de ella, que le mostraba lo excitada que estaba en esos momentos.
Cuando separó los muslos, Pedro se los besó con delicadeza. Tras las apasionadas atenciones que le había prodigado, el húmedo interior de Paula esperaba con impaciencia su licenciosa lengua, pero únicamente recibió un
liviano roce. Luego, Pedro se apartó maliciosamente, abandonando por unos instantes las caricias que tanto la deleitaban y admiró orgulloso cómo se movía en busca del placer que le había sido negado. Sus hermosos ojos castaños lo miraron suplicantes.
—Espero que esta vez no te atrevas a ponerme un tres —le advirtió, antes de separar nuevamente sus muslos y devorar con avidez su húmedo interior.
Sus fuertes manos, incapaces de apartarse de sus exquisitas curvas, excitaron una vez más los tentadores pechos. Pedro jugó con los anhelantes pezones, pellizcándolos y mezclando el leve dolor de su tortura con el inmenso placer de su lengua.
Paula se convulsionó encima de la mesa, gritando el nombre de Pedro, mientras cedía ante un arrebatador orgasmo que parecía no tener fin. Antes de que terminara de calmarse del arrollador placer que había experimentado, él se apartó con rapidez, sacó su erecto miembro del encierro de los pantalones y la penetró de una profunda y brusca embestida que la hizo volver de nuevo a la cumbre del orgasmo.
Paula permanecía impotente ante el asalto de su cuerpo, deseando recorrer a Pedro con sus manos, pero sin poder zafarse de la improvisada atadura que le impedía moverlas.
Finalmente, fueron sus piernas las que rodearon a Pedro, acercándolo más a ella en el momento en que alzó las caderas para acelerar el ritmo de sus envites. Él dirigió las manos atadas de Paula hacia el borde de la mesa, haciendo que se agarrara a él y luego se movió sin piedad, poseyéndola en cuerpo y alma. Gritaron al unísono cuando llegaron al éxtasis y Pedro se derrumbó, cansado y finalmente saciado, sobre la adorable y beligerante Paula.