lunes, 30 de octubre de 2017

CAPITULO 23




Pedro se apoyó contra la puerta de su despacho y suspiró lleno de frustración.


¡Dios! Todo había empezado como un juego, él solamente pretendía darle una lección a esa maliciosa fémina, pero en algún momento de su elaborada seducción se había perdido por el camino y había estado cerca de tomarla lascivamente en el sofá, sin importarle nada más.


Esa mujer lo hacía arder con una simple mirada y cuando lo provocaba con sus impertinentes palabras, únicamente deseaba tenerla bajo su cuerpo y hacerla suya. Porque intuía que la inigualable pasión que ponía en todo lo que hacía la convertiría en verdadero fuego en la cama.


Ella era la primera que no quería nada de él: ni su fama, ni su dinero, nada... De hecho, preferiría que su famoso imperio desapareciera de su vista. No obstante, se derretía entre sus brazos.


Paula Chaves era toda una contradicción. Podía ser tan dulce como el mismísimo cielo y tan amarga como el infierno. Una contradicción con la que, por desgracia, tendría que tratar hasta lograr que cayera en sus redes y se rindiera.


Pero Pedro nunca creyó que estar junto a ella lo afectase tanto. Tal vez lo mejor sería acabar con aquella locura, con la absurda apuesta, con las estúpidas ideas de su padre... Lo mejor sería acabar con todo.


Sí, definitivamente. Volvería al salón con el contrato, lo rompería en mil pedazos delante de ella y le diría adiós para siempre a aquella mujer que podía convertirse en un verdadero peligro para cualquier hombre con sangre en las venas.


En cuanto acabara con todo eso, se marcharía nuevamente a París y la olvidaría entre los brazos de alguna que otra modelo. Tras estar con alguna de sus antiguas amantes, seguro que no volvería a dedicarle ni el más mínimo pensamiento.


Bien. Ahora solamente tenía que recomponerse, que desapareciera aquella insistente erección de sus pantalones, entrar decidido en el salón, mirarla a los ojos y romper el contrato, advirtiéndole seriamente que no volviera a jugar con el nombre de su empresa. Después de eso, le pediría que se fuera de su apartamento y él volaría directo a los brazos de alguna amorosa examante que no tuviera una actitud tan dañina ni una lengua tan desafiante.


Salió con decisión de su despacho con el estúpido contrato quemándole en las manos, se dirigió hacia el salón y allí se encontró a Paula Chaves tumbada en el sofá.


Sólo llevaba puestas unas braguitas de encaje negras. Toda su demás ropa estaba esparcida por el suelo. Los vasos que Pedro había dejado llenos minutos antes, estaban vacíos, como si hubiera necesitado insuflarse valor para presentar ese lujurioso aspecto ante él.


Paula permanecía tumbada, con los ojos cerrados. Parecía que se hubiese quedado dormida mientras lo esperaba.


Pedro no pudo resistirse a devorar su cuerpo con la mirada, un cuerpo que aún se veía excitado: sus erguidos pezones lo tentaban, mientras tenía los brazos alzados junto a la cabeza, mostrando el bello panorama de su figura. Sus largas piernas le hacían desear abrir aquella fruta prohibida para hundirse profundamente en el pecado una y otra vez.


Tal vez hizo un ruido inconsciente o ella se despertó al percatarse de su presencia, pero la impertinente mirada de sus hermosos ojos castaños y sus incitadoras palabras pusieron fin a cualquier resto racional que quedara en su mente.


—Has vuelto. ¿Terminarás lo que has empezado o tengo que ir en busca de Joel? —lo provocó Paula, consciente de que la mención de otro hombre lo sacaría de sus casillas.


El contrato resbaló de las manos de Pedro cayendo al suelo y quedando olvidado, y por primera vez en su vida, no pudo pensar en otra cosa que no fuera la tentadora mujer que tenía delante y en hacer realidad los calenturientos sueños que lo habían estado atormentando desde que la conoció.


Nada de negocios, nada de tratos molestos o padres pesados, sólo tenía una cosa en mente: después de esa noche, Paula jamás volvería a pronunciar el nombre de otro hombre en su presencia.


Se acercó decidido a la seductora hechicera que lo esperaba con impaciencia, se la cargó al hombro como un primitivo hombre de las cavernas y se dirigió hacia su dormitorio, decidido a enseñarle por qué las mujeres caían rendidas ante sus encantos.


—¡Eres un bruto! —gritó Paula, al verse tratada de una forma tan vulgar—. ¿No se supone que me tienes que llevar como si fuera una preciada carga?


—¡Calla! —ordenó él firmemente, dándole un cachete en su expuesto trasero, decidido a aleccionarla en más de un sentido.


Cuando la depositó en su inmensa cama, Pedro pudo ver al fin uno de sus sueños cumplidos y se quedó unos instantes contemplando aquella hermosa muchacha suculentamente expuesta ante sus ávidos ojos sobre sus blancas sábanas de seda.


Se quitó rápidamente los zapatos y se desató la corbata, sin dejar de observar un instante cómo Paula devoraba su cuerpo con una ardorosa mirada. Por lo menos, tenía la satisfacción de saber que ella lo anhelaba tanto como él a ella.


Pedro se quitó despreocupadamente la chaqueta, echándola a un lado sin importarle otra cosa que no fuera probar aquel ardiente cuerpo que tanto lo tentaba.


Se empezó a desabrochar con impaciencia los botones de la camisa. Ya estaba dispuesto a arrancarlos, cuando sus delicadas manos lo ayudaron a despojarse de ella.


En el instante en que la camisa quedó abierta, exponiendo su musculoso torso, Paula lo acarició con dulzura desde el pecho hasta la cintura del pantalón y luego subió las manos y esa vez, al bajar, señaló levemente con las uñas el camino.


El sobreexcitado miembro de Pedro se alzó ante tan tentadoras caricias, en tanto no podía apartar los ojos de Paula, que le bajaba la cremallera del pantalón e introducía una mano dentro de sus bóxers para acariciarlo.


Pedro gimió mientras Paula lo torturaba sin piedad. Sus juguetonas caricias sacaron su palpitante erección de su encierro y él suplicó poder aguantar lo suficiente como para darle una lección. Pero, por lo visto, sus súplicas no fueron atendidas, porque en el mismo momento en que su miembro quedó expuesto, la golosa mirada de ella le advirtió de lo que se avecinaba.


Cuando aquella dulce boquita impertinente lo acogió en su interior, como tantas veces él había imaginado, no pudo aguantar mucho hasta gritar su nombre pidiendo más de aquella deliciosa tortura.


Él permanecía de pie mientras Paula, sentada en su cama, lo volvía loco con la calidez de su boca y la habilidad de su lengua. Estaba a punto de estallar si no detenía sus avances. Pedro casi se perdió en ese apasionado encuentro, pero ella se apartó, abandonando con brusquedad su insatisfecho miembro. Retrocedió hacia el centro del lecho y, con una desafiante mirada a su prominente erección, le preguntó:
—¿Miramos ahora los papeles de nuestro acuerdo?


Pedro la miró asombrado por su rencorosa venganza, se dirigió con paso decidido al salón, recogió el arrugado papel del suelo y lo depositó con brusquedad en la cama, junto a ella.


—Aquí lo tienes. Léelo cuantas veces quieras. Pero será mejor que cambies de postura para tan agradable lectura —dijo maliciosamente, mientras le daba la vuelta colocándola boca abajo.


Paula se apoyó en los codos y vio que el contrato le quedaba a la altura de los ojos. Sin inmutarse en absoluto, comenzó a leer en voz alta:
—«Reunidas las partes contratantes, uno: Paula Chaves, dueña de Love Dead, dirección calle comercial, número catorce...»


La voz se le fue entrecortando cuando un dulce camino de besos que comenzaron en su nuca fueron descendiendo lentamente por su espalda.


—«Y la parte contratante dos: Pedro Bouloir, dueño de Eros Company, cuya tienda interesada se encuentra en... en...


Los besos de Pedro se convirtieron en excitantes mordiscos y su lengua no pudo evitar lamer su atrayente espalda, a pesar de que Paula intentaba seguir leyendo, algo que le resultó totalmente imposible cuando las manos de él comenzaron a obrar su magia despojándola de sus braguitas de encaje.


Pedro le besó amorosamente las piernas, haciéndola gemir, agasajó con dulzura cada una de ellas y cuando se las separó, acarició su húmedo interior, haciéndola sollozar de placer. El contrato se arrugó entre sus dedos, mientras Pedro le alzaba el trasero y la hacía apoyarse más sobre los codos para poder acceder mejor a su cuerpo.


Una de sus fuertes manos rozó sin piedad su excitado clítoris, a la vez que la otra jugaba con uno de sus excitados pezones. El duro miembro de Pedro frotaba su trasero sin misericordia.


—¿No vas a seguir leyendo? —preguntó socarrón, mientras Paula se debatía entre sus brazos.


—«La parte contratante uno... junto con la parte contratante dos...» — gimió entrecortadamente, dispuesta a no darle la razón a aquel hombre tan insufrible.


—¡Mira que eres cabezota y orgullosa! —exclamó Pedro, disgustado, arrebatándole finalmente el contrato y tirándolo al suelo.


Pedro abandonó sus senos y le acarició el costado hasta llegar al lugar que más reclamaba sus caricias: mientras con una mano le rozaba otra vez el clítoris, introducía lentamente unos dedos en su interior, haciendo que las caderas de Paula se movieran descontroladas en busca del éxtasis. 


Cada vez que se movía, sus pezones endurecidos rozaban las sábanas, incrementando su placer.


De repente, no fueron los dedos de Pedro los que acariciaron su interior, sino su latente miembro, que se abrió paso poco a poco, sin que él dejara de acariciarla en ningún instante.


Cuando Pedro se adentró del todo en ella de una sola y profunda embestida, Paula gritó su nombre sin poder dejar de moverse, exigiéndole la culminación del placer. Él aceleró la profundidad de sus acometidas y, finalmente, ella se convulsionó sobre su miembro alcanzando un profundo clímax que la dejó lánguida y satisfecha.


Paula se derrumbó sobre la cama sin importarle nada más, hasta que notó cómo sus fuertes brazos le daban la vuelta delicadamente y se enfrentó con una ardiente mirada y una erguida verga que aún la observaban expectantes.


—No creerás ni por un momento que he terminado contigo, ¿verdad? —dijo Pedro, volviendo a excitar sus pechos con sus magistrales caricias y penetrándola de nuevo, tan firme como hacía unos instantes, mostrándole que él aún no había terminado.


Paula, que se creía inmune a sus caricias después de su primer orgasmo, no tardó en darse cuenta de lo equivocada que estaba cuando sus roces, sus besos y su juguetona lengua volvieron a excitarla. En tan sólo unos segundos volvió a retorcerse entre los brazos de Pedro, gimiendo su nombre.


Esta vez ella miró sus fríos ojos azules, que en el calor de la pasión no parecían tan gélidos, y la sonrisa de su bello rostro, que únicamente mostraba placer. Paula gritó mientras se perdía en otro arrollador orgasmo, arañándole la espalda y marcándolo como suyo en el proceso.


Pedro se endureció aún más al oír sus apasionados gritos de rendición y, aumentando la ferocidad de sus embestidas, llegó al orgasmo.


En su liberación, Pedro gritó el nombre de la única mujer que le podía hacer perder la cabeza de esa manera y luego se permitió unos instantes de descanso dentro de su cálido cuerpo, antes de que su miembro volviera a exigirle atención.


—¡Por Dios! ¿Otra vez? —preguntó Paula, sorprendida ante la rápida recuperación de aquel hombre.


—Créeme, Paula, ni siquiera hemos empezado con lo que tengo planeado para ti esta noche. —Sonrió orgulloso ante su asombro, cuando comenzó nuevamente a moverse.


Y es que eran muchas noches en vela y muchos sueños calenturientos los que tenía que hacer realidad con el delicioso cuerpo de aquella tentadora arpía.




CAPITULO 22




Paula lo siguió con la mirada hasta que desapareció de su vista.


Entonces se tumbó en el sofá, frustrada, y para que él no supiera cuánto la habían afectado sus avances, se tapó la cara con uno de los ostentosos cojines que adornaban el enorme diván y gritó, maldiciendo una y mil veces el nombre de ese hombre.


Un hombre que era capaz de enfurecerla como ningún otro, pero que también podía excitarla como nadie lo había conseguido nunca. ¿Qué tenía ese niño bonito de especial para lograr encenderla como nadie lo había hecho antes? Tal vez fuera aquella extraña mezcla de su personalidad, que lo hacía cambiar en unos segundos de ser angelical a demonio malicioso.


¡Dios! ¿Qué podía hacer? Como las cosas continuaran así, no tardaría mucho en caer en las redes de ese adonis. 


Aunque, por otra parte, acostarse con él no significaba estar enamorada, ¿verdad?


En las relaciones que había tenido a lo largo de los años, después de abandonar el instituto, donde nadie osaba acercarse a ella, no le había ido nada mal.


En la universidad tuvo alguna que otra que parecía que iba a ser duradera, hasta que su pareja se enteraba del tipo de negocio que quería fundar. Entonces le pedían ofendidos que abandonara su proyecto e intentaban ponerla entre la espada y la pared haciéndola elegir entre su negocio o ellos.


La elección siempre había sido fácil para ella: su negocio. En esos momentos era cuando Paula sabía que no amaba a ninguno de esos hombres, porque no estaba dispuesta a anteponer su meta a una simple relación.


Ahora hacía mucho que no salía con nadie y tal vez no le iría mal desahogar su frustración con ese hombre. Después de todo, era espectacularmente guapo y no carecía de atractivo, con aquellos intensos ojos azules, esas fuertes manos que hacían arder su cuerpo con cada una de sus caricias y esa lengua que acallaba sus protestas con tanta pasión...


Definitivamente, no sería mala idea acostarse con él, aunque fuera una fruta prohibida.


Pero solamente lo haría una vez. Si incurría mucho en el pecado de la lujuria, a saber si podría ocurrirle lo peor y llegaba a enamorarse.


¡Ja! ¡Paula Chaves enamorada! Eso era algo imposible y menos aún de aquel orgulloso que se había declarado abiertamente como su más acérrimo enemigo. Lo más importante para ella siempre sería su empresa.


Pero tal vez fuera divertido jugar con él...


¡Decidido! Habían terminado sus dudas. Pedro Bouloir estaba a punto de saber lo que era desafiar a Paula Chaves a un juego tan peligroso como era el amor.


—Esperemos que tu orgullo no salga dañado en el proceso, Pedro Bouloir —susurró contra el cojín que apretaba con fuerza entre sus brazos, mientras miraba con hostilidad la puerta tras la que había desaparecido su rival.




CAPITULO 21





Aparcamiento privado, vestíbulo con varios vigilantes que parecían armarios roperos, y un amable conserje que, sin duda alguna, a juzgar por su físico y su temible apariencia, en algún otro momento habría formado parte de las Fuerzas Especiales. Ésas eran algunas de las medidas que sobreprotegían al famoso empresario en su elegante residencia.


Era normal que ninguno de los mensajeros de Love Dead hubiera podido llegar más allá de la entrada a la hora de intentar entregar sus regalos. Finalmente, un lujoso ascensor que llevaba hacia el ático era el último paso para llegar al hogar del conocido dueño de Eros.


—Así que ésta es la guarida donde planeas maldades contra mi negocio —comentó Paula burlona, mientras observaba con atención un gran salón decorado a la última moda, pero sin calidez.


—¿Debo recordarte quién empezó esta guerra, Paula? —dijo Pedromientras servía una copa para él y otra para su invitada, que ya se acomodaba en su confortable sofá de diseño.


—Yo no tengo la culpa de que tú seas un hombre un tanto susceptible, que salta ante la menor provocación —replicó ella, tomando la copa que le ofrecía.


—De modo que, según tú, me debería haber quedado quieto y no hacer nada ante las provocaciones de tu negocio —resumió Pedro, deleitándose con el exquisito licor.


—Sí, eso es en definitiva lo que hacen los niños buenos —respondió Paula, burlona.


—Oh, Paula Chaves, ¿quién te ha dicho que yo soy un niño bueno? Pedro sonrió lobuno, mientras se inclinaba repentinamente sobre ella, haciéndola reclinarse en el gran sofá de piel.


—¿Qué haces, Pedro? —preguntó, sorprendida por su gesto.


—Terminar la velada tal como la tenía planeada: comida, música y sexo, mucho sexo. Supongo que al haber espantado a mi cita, será que quieres tomar su lugar... —Sonrió pícaramente, a la vez que le arrebataba la copa y la dejaba a un lado, en una mesita de cristal.


—Creo que puedo dedicarte unos minutos —contestó Paula
sarcásticamente, intentando pinchar el hinchado ego del adonis.


—Bien, entonces en unos minutos estarás gritando mi nombre —dijo él y sonrió ladinamente, mientras repasaba su cuerpo con una lasciva mirada.


—Espera un momento...


Él acalló sus posibles protestas con un apasionado beso con el que devoró su boca, luego introdujo su lengua exigiéndole una respuesta, que no tardó en hacerse notar, cuando un gemido escapó de los labios de Paula mientras respondía gustosa, atrayéndolo hacia su cuerpo.


Las ágiles manos de Pedro le acariciaron lentamente el cuello y bajaron lánguidas por su costado hasta dar con el final de su ceñido vestido negro.


Se lo levantó levemente, acomodando su cuerpo en el proceso para que ella pudiera sentir su intenso deseo, que palpitaba impaciente por tomarla una y otra vez.


Mientras con una mano le alzaba el trasero, pegándola más a su excitado miembro, dirigió la otra, impaciente, hacia el escote del vestido, que bajó bruscamente para acariciar aquellos exquisitos senos que tanto lo atraían.


No pudo resistirse ante los apasionados gemidos de deseo de ella, y abandonó su boca para dar un poco más de placer a ese cuerpo tan receptivo que lo acogía con tanta necesidad. Lamió su delicado cuello y dejó un camino de pequeños besos hasta llegar a donde sus gloriosos pechos lo esperaban anhelantes. Besó los enhiestos pezones por encima del sujetador, se los succionó, humedeciéndolos, y los mordisqueó sin que abandonaran su prisión. Luego se los acarició juguetonamente con los dedos, haciéndola gritar de placer y sopló malicioso sobre los excitados pezones, al tiempo que introducía su osada mano por debajo de sus braguitas, para comprobar la evidencia de su deseo. Sus dedos acariciaron su húmedo interior, haciendo que se retorciera de placer.


Pedro introdujo lentamente un dedo mientras con otro le acariciaba el clítoris, haciendo que cada vez que uno de sus fuertes dedos entraba, el otro la rozara levemente. Así, pronto Paula estuvo retorciéndose entre sus brazos en busca de la culminación, que parecía resistírsele, pues Pedro la torturaba parando en sus avances y negándole la ansiada liberación una y otra vez.


—Bueno, ¿hablamos ahora de nuestro acuerdo? —le susurró él al oído, retirándose de su insatisfecho cuerpo a la vez que sonreía con picardía.


—¡Eres un bastardo! —masculló Paula, acalorada, arreglándose la ropa.


—Bien, ya era hora de que te dieras cuenta de que no soy el niño bueno que todos creen. Si quieres jugar conmigo, ten presente una cosa, Paula: voy a jugar igual de sucio que tú, o incluso más. —Sonrió audazmente, observando el rubor de su agitada invitada y añadió—: Será mejor que vaya por el contrato, así te daré un poco de tiempo para que te recompongas.


Y, tras estas palabras, se encaminó hacia una de las suntuosas puertas de roble que llevaban a su despacho.