jueves, 9 de noviembre de 2017

CAPITULO 56





Aquél no era el día de suerte de los muchachos. Pedro, que siempre esbozaba una sonrisa, en esos momentos no tenía ningunas ganas de mostrarse amable en absoluto, y menos aún con unos gamberros que le habían hecho perder toda una noche de sueño.


Había estado cerca de seis horas dando una capa tras otra de pintura a aquella vieja pared, hasta hacer desaparecer por completo el insultante mensaje que tanto molestaba a Paula. Encima, ella no lo había recompensado por sus buenas acciones, por lo que había tenido que marcharse solito a casa, tirando al llegar allí uno de sus mejores trajes, que ya no servía para nada.


Esa mañana temprano, tras dormir solamente tres horas, había recibido una llamada de su tío Murray. Por lo visto, aquellos niñatos habían sido juzgados por él y sentenciados a trabajos comunitarios en su tienda, después de haberse comprobado que sus acciones no estaban influenciadas por el efecto de las drogas, claro está.


Y ahora Pedro los tenía delante, sin saber qué narices hacer para que aquellos imberbes aprendieran finalmente la lección.


—¡Nosotros no lo hicimos! —dijo desafiante el joven moreno y alto llamado Jeffrey, que parecía tener más edad.


—¡Me importa una mierda! —gritó Pedro, sin dar muestras de paciencia —. ¡Porque indudablemente sí hicisteis la pintada de la pared de Love Dead!


Pero señor Bouloir, nuestros padres dicen que sólo son basura y...


—¡Silencio! —hizo callar Jack airadamente al bajito y pecoso
pelirrojo, cuyo nombre era Kevin, y que en esos momentos intentaba excusar sus acciones—. ¿Qué edad tenéis, quince, dieciséis? ¿No creéis que es hora de que empecéis a pensar por vosotros mismos?


—Sí, señor —contestaron a la vez dos voces un tanto infantiles.


—Bien, hoy es Cuatro de Julio, el día de la Independencia. Una buena ocasión para empezar vuestro trabajo, ya que vais a estar tan ocupados que no tendréis tiempo ni de parpadear. ¡Olvidaos de pasar este día con vuestras familias, porque tendréis que ayudar con el reparto, distribuir publicidad durante el desfile y vender esos bonitos banderines que tanto gustan a los niños! Y cuando creáis que sois libres para mirar los fuegos artificiales, no sabréis lo equivocados que estaréis, porque aún tendréis que limpiar.


—¡Sí, señor! —Los dos sonrieron satisfechos por trabajar para un hombre al que sus padres tenían en tan alta estima.


—Si creéis que hoy será un día duro, no sabéis lo que se os vendrá encima a partir de mañana, porque trabajareis en Love Dead.


—Pero ¡señor Bouloir, el juez nos destinó a su tienda!


—Para vuestra información, yo puedo ceder alguno de mis trabajadores a quien me dé la gana. Y si vuestros padres tienen alguna queja, decidles que vengan a hablar conmigo. Comentadles de paso que yo, al contrario que Paula, no leo la correspondencia basura, sino que me deshago directamente de ella —amenazó Pedro abiertamente—. ¡Ahora, apartaos de mi vista! Id con Gaston. Él os dará suficiente trabajo como para que no podáis usar esas manitas en otra cosa que no sea embalar.


Cuando los chicos se fueron, Pedro decidió echar una cabezadita en su despacho, mientras pensaba cómo le contaría a Paula, sin que ésta se ofendiera, la decisión que había tomado.


Después de todo, no podía ser tan difícil, ¿verdad?



****


Pedro se había quedado dormido durante toda la tarde. Se despertó poco después de que comenzaran los fuegos artificiales, dándose cuenta de que Love Dead había cerrado sus puertas. Pensó en llamar a Paula para contarle lo que había ocurrido con aquellos muchachos, pero con el genio que se gastaba, dudó que lo dejara terminar de explicarse antes de que le colgara el teléfono. Así que se encontraba en la puerta trasera de Love Dead, sin decidirse a llamarla, cuando oyó un ruido en la trastienda.


Cuando fue hacia allá, vio que el cristal de la puerta estaba roto y que alguien había forzado el cierre. Pedro se preguntó por qué motivo el caro sistema de seguridad que había hecho instalar no había funcionado, y se dispuso a detener al intruso, pero sólo consiguió que éste saliera corriendo.


Durante su huida, el delincuente perdió una gorra. Una gorra que él no tardó en reconocer.


Por suerte, Pedro lo había sorprendido y el trabajo de destrucción quedó inconcluso, siendo los únicos perjudicados algunos de los horrendos osos de Agnes.


Las luces se encendieron mientras él recogía apenado uno de los descabezados peluches del suelo. De repente, alzó la vista y se quedó sin habla al ver a Paula junto a él.


Llevaba la más escandalosa ropa que jamás había visto: un camisón negro y totalmente transparente. Tras fijarse en su atuendo, se percató de que en la mano derecha llevaba su famoso bate. Entonces Pedro recordó por qué estaba allí y se enfureció con la insensatez de ella.


—¡¿Qué narices haces bajando así?! ¿Es que quieres que además de destrozar tu local también te violen? ¿Y me puedes decir para qué tienes un sistema de seguridad de última generación si no lo utilizas? —concluyó, bastante enfadado.


—Con el ajetreo del día se me ha olvidado conectarlo. Y en cuanto a mi indumentaria, estaba durmiendo y he oído un ruido así que no me he parado a pensar en lo que llevaba puesto. Simplemente he cogido a Betty y he bajado a echar un vistazo —dijo Paula, que al ver los peluches destrozados, añadió—: Esto no es propio de ti, así que dime, ¿qué ha pasado?


—Un gamberro ha entrado en tu tienda dispuesto a destrozarlo todo, pero yo lo he interrumpido y ha huido, aunque creo saber quién es.


—¡Mierda, más gastos! —se quejó Paula, preocupada por la puerta rota.


—No te preocupes, yo lo pagaré. Después de todo, es culpa mía —dijo Pedro, sin poder evitar distraerse con el atuendo de ella.


—¿Y cómo es eso? —preguntó reprobadora.


—Verás, a los muchachos de ayer los han condenado a trabajar en mi tienda, pero yo he decidido cedértelos amablemente como trabajadores temporales. Deben de haberse asustado con la idea y uno de ellos ha hecho esto.


—Pues no has debido de asustarlos demasiado si aún se han atrevido a entrar aquí. Pero no te preocupes, ¡yo sabré cómo tratarlos a partir de ahora! —declaró, con una de sus maliciosas sonrisas.


—¿Te puedo pedir un favor? ¿Podrías darme una taza de café? Como no me despierte un poco, no sé si seré capaz de llegar a mi apartamento de una pieza —confesó Pedro, mientras se masajeaba los doloridos ojos.


—Sube un momento, aquí no me queda café —respondió Paula, compadecida al ver su cara fatigada y consciente de que solamente había dormido un par de horas. Por su culpa.


—Gracias, esto es lo que necesitaba —declaró Pedro, tras tomar un sorbo del fuerte café, que no tardó mucho en despertar cada uno de sus sentidos. Por desgracia, alguno de ellos deberían haber seguido durmiendo, sobre todo el que hacía que su miembro se irguiera firmemente, reclamando atención—. ¿He interrumpido algo? —preguntó, intentando averiguar si su hermano estaba allí.


—No has interrumpido nada. Esto me lo regaló mi madre y lo uso para dormir sólo porque es bastante fresco y tengo los pijamas en la lavadora. Dime, ¿has subido por el café o para curiosear? —le espetó impertinente.


—Por ambas cosas —confesó finalmente, detrás de la humeante taza de café.


—¿Por qué estás tan interesado en mi vida amorosa, Pedro?


—Porque tengo celos de cualquier hombre que esté cerca de ti. Tengo celos de que alguien pueda abrazarte como lo hago yo y de que puedas gritar otro nombre que no sea el mío —respondió, dejando la taza en la mesa y poniéndose en pie para marcharse.


De repente, la delicada mano de Paula le agarró un brazo y sus ojos suplicantes lo retuvieron, posponiendo su partida.


—Los Pedro Bouloir de este mundo no tienen celos de nadie.


—Créeme, Paula, este Pedro Bouloir los tiene, y son insoportablemente dolorosos —reconoció él, llevando la mano de ella hasta su dolorido corazón.


—Yo nunca me he acostado con Dario. ¿Cómo puedes creer que justo después de hacerlo contigo me iría con otro hombre? —dijo Paula, sincerándose con él y dejándole entrever un poco de sus sentimientos.


—Tal vez porque siempre me recuerdas que yo no soy nadie
importante en tu vida —contestó Pedro, mirándola con el alma en vilo, dispuesto a ser nuevamente rechazado.


Pedro, yo no soy de la clase de chicas que se enamoran —respondió Paula, sosteniendo dulcemente su rostro entre sus delicadas manos, para observar con atención sus tristes ojos azules.


—Yo tampoco —dijo Pedro, ocultando la verdad de su corazón.


Ella vio la mentira en sus ojos y no pudo contenerse. Lo besó con el amor que no le demostraban sus palabras. 


Mientras, Pedro la atrajo hacia su cuerpo, deseoso de mostrarle cuánto había añorado sus caricias, sus besos...


Paula enlazó las manos detrás de su cuello y se dejó llevar por la arrolladora pasión de un beso que parecía no tener fin. 


Pedro degustó su boca con las delicadas caricias de sus labios. Se los mordió con suavidad hasta que ella entreabrió la boca, dejando que su lengua la invadiera, y en ese momento, Paula igualó su respuesta buscando el sabor de la lengua de él y jugando con ella.


Las fuertes manos de él acariciaron sus nalgas por encima de la tenue tela hasta dejarlas expuestas. Y pegó su virilidad contra su delicado y femenino cuerpo para que notara la evidencia de su deseo. Paula se frotó sensualmente contra su erección, haciendo que se endureciera aún más, y el control de Pedro saltó por los aires, poco después de que ella buscara sus caricias acercándose más a él.


Pedro la cogió en volandas y, sin decir una sola palabra, la condujo hasta la pequeña habitación. Cuando llegó allí, la dejó en el suelo y bajó los tirantes del sugerente camisón, dejando sus senos expuestos a su anhelante mirada. Y cogiéndola con rudeza de la larga melena, la echó hacia atrás para tener pleno acceso a su delicioso cuerpo. Se deleitó con su hermosura antes de devorar golosamente sus pechos, haciéndola gemir de placer.


Fue una larga noche, entre besos, abrazos y caricias que demostraban el amor que se negaban a confesar con palabras. Sólo cuando Pedro creyó que Paula dormía entre sus brazos, se permitió pronunciar en voz alta las palabras prohibidas.


—Paula, te quiero —susurró, acariciando el rostro dormido de su amada.


Ella se volvió en sueños, dándole la espalda, y él la abrazó durante toda la noche como si de su tesoro más preciado se tratase.


Pero Paula no pudo dormir, porque las sinceras palabras de amor de Pedro aún la atormentaban. ¿De verdad estaba enamorado de ella?, se preguntó una y mil veces, antes de finalmente caer rendida ante el cansancio de ese día.






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