lunes, 13 de noviembre de 2017

CAPITULO 69




—Mamá, ¿por qué los elfos le han sacado una foto a la señora Claus y ella se ha enfadado tanto? —preguntó Joe un tanto confuso.


—Verás, yo... no lo sé, cariño, hay cosas que no sé cómo explicar — reconoció la señora Milburn bastante desconcertada.


—No te preocupes, mamá, ¡serán cosas del Polo Norte! —concluyó Joe, consolando a su querida y ensimismada madre, que después de todo no tenía todas las respuestas, como siempre le hacía creer—. Ahora iremos a ver a Santa Claus —la tranquilizó el crío, guiándola hacia la calle, como hacían muchos de los niños con sus padres, después de quedar éstos en shock ante lo que encontraban en la tienda.


Y es que en Love Dead nunca se dejaban las cosas a medias, y ese año y tal vez algunos más, todos disfrutarían de su bonito buzón de reclamaciones.


«¡Qué pena que no haya uno para padres ineptos!», pensaba Paula, recordando las idiotas acciones de los miembros del Comité.



****

El veinticuatro de diciembre era la fecha del gran evento en el House Center Bank. Por desgracia, coincidía con la pequeña fiesta de Paula, y Pedro no sabía cómo proponerle que lo acompañara. Finalmente, fue ella quien se ofreció a hacerlo, tras ver las invitaciones guardadas en su chaqueta y su cara de preocupación. Así que Pedro decidió que la gran fiesta que daba su padre sería el mejor lugar para declararle su amor y entregarle su regalo, un anillo de compromiso con un bello e inmaculado diamante de la más hermosa talla.


Todo estaba preparado al milímetro. Esa misma mañana le había entregado a Paula unos regalos por adelantado, desviando su atención del que sería su verdadero obsequio. Probablemente, ella se pondría el elegante vestido de noche de color rojo, con zapatos de tacón a juego, que él mismo había elegido, y un bate de béisbol nuevo descansaría junto a Betty en la trastienda.


Después de recibir contenta sus presentes, Paula había prometido darle esa noche también el suyo y Pedro esperaba bastante excitado ver cuál sería el obsequio del que le había hablado tan sensualmente.


Cuando llegó a Love Dead, Pedro se encontró con todos los que trabajaban para Paula en medio de un alegre festejo. 


¡Qué pena que muy pronto ellos dos tuvieran que cambiar esa alegre reunión por otra más elegante y pomposa, sin duda alguna mucho más aburrida!


La anciana Agnes servía un ponche un tanto cargado a todos los presentes, excepto a los dos adolescentes, que intentaban por todos los medios hacerse con un poco de aquel fuerte brebaje. Catalina y Joel colocaban en un muro fotos de los trabajadores besando a Agnes bajo el muérdago. Seguramente debía de tratarse de una nueva tradición. Barnie, disfrazado de Spiderman con un gorro de Navidad, repartía insultantes regalos de Love Dead a todos. Amanda, la joven gótica, estaba en un oscuro rincón con el joven ayudante Pedro, Gaston, y Larry comenzó a entonar Blanca Navidad a eructos, una exhibición que todos aplaudieron asombrados.


En aquella fiesta sólo había una persona que sobraba y no era precisamente él, aunque su elegante aspecto pareciera decir lo contrario.


¡¿Qué demonios hacía allí Dario?! ¿Y por qué estaba tan pegado a Paula?


Ésta estaba arrebatadoramente hermosa con el vestido largo rojo que él le había regalado, y Dario parecía desnudarla con la mirada, mientras no dejaba de pasarle un brazo despreocupadamente por los hombros, algo que a Pedro no le gustó en absoluto. Todos se percataron de su presencia cuando, con paso decidido, se acercó a Paula y apartó el brazo de su hermano colocando el suyo en su lugar.


—¡Por fin has llegado! —se alegró Paula, dedicándole una de sus hermosas sonrisas que últimamente Pedro tenía el privilegio de disfrutar muy a menudo—. ¡Tenemos un regalo para ti de parte de todos los miembros de Love Dead! Y es algo que estoy segura de que no te han regalado nunca —
añadió jubilosamente, besándolo en la mejilla.


—¡Feliz Navidad! —gritaron todos, mientras Joel y Barnie arrastraban su presente hacia la entrada.


—Sí, estás en lo cierto —confirmó Pedro entre risas—. Definitivamente, nunca me han regalado un oso de peluche de dos metros en topless.


—¿Ves? ¡Te lo dije! —señaló Barnie, satisfecho, llevándose todo el mérito de la peculiar idea.


—¿Cómo sabíais que esto es con lo que siempre había soñado, chicos? —bromeó Pedro, haciéndolos reír a todos—. Tengo que preguntároslo: ¿cómo se os ha ocurrido semejante idea?


—¡Muy fácil! Simplemente pensamos en algo que nunca le hubieran regalado a un niño rico y mimado —se carcajeó Paula.


—En serio, espero que éste no sea mi tan esperado regalo —le susurró Pedro al oído.


—No, ése te lo daré luego. Puede que en la fiesta —murmuró ella en respuesta.


—Lo espero con impaciencia —respondió Pedro sugerentemente, mordiendo con sutileza el lóbulo de la oreja.


Cuando se marcharon, tras despedirse de todos, Dario los siguió hacia fuera.


¡Qué coincidencia que vayamos al mismo evento! ¿Verdad, Pedro? — se burló atrevidamente su hermano—. ¡Ni que tú también fueras hijo de ese millonario! —añadió, sin decir la verdad, pero insinuando una sutil amenaza.


—Seguramente lo invitan como empresario famoso —replicó Paula despreocupadamente, mientras se acomodaba en el coche, sin percatarse de las miradas enfrentadas de los dos hombres, desesperados por conseguir lo que ella protegía con tan gran celo: su corazón.




CAPITULO 68




Una semana antes de Navidad, el trono y el buzón de cartón piedra fueron colocados junto a la tienda de Paula. Todos esperaban el momento adecuado para reírse de ella por no contar con ningún Santa Claus, pero Love Dead nunca decepcionaba a nadie a la hora de dar una lección. En el buzón que acompañaba el ornamentado trono no rezaba «Buzón de Santa Claus», como en todos los demás establecimientos, sino «Buzón de reclamaciones».


Una anciana con cara de mal genio y vestida como la famosa señora Claus se sentaba en el trono, dispuesta a escuchar todas las quejas de los niños sobre los regalos recibidos en los últimos años.


Mientras en los demás comercios del distrito comenzaron a reírse ante la loca ocurrencia de Paula, ésta les dirigió una de sus audaces sonrisas que les advertía de que el resultado que ellos esperaban finalmente no sería el que obtendrían.



****


—Bueno, cariño, ¿y ahora adónde quieres ir? ¿Vamos a ver a Santa Claus y le entregas tu carta para este año? —le sugirió una amorosa madre a su hijo de seis años.


—¡Ni hablar! ¡Yo quiero ir primero al buzón de reclamaciones! Me han dicho que la señora Claus se encarga de reprender a su marido todas las noches, como tú haces con papá.


—Pero, cariño, ese buzón no es el adecuado, porque...


—Entonces, ¿es verdad lo que dicen algunos niños del colegio, que Santa Claus no existe, ni el Polo Norte, ni la señora Claus? —preguntó tristemente el pequeño.


—¡Pues claro que Santa Claus existe! Pero ¿no crees que es muy feo echarle en cara sus equivocaciones, con todo el trabajo que hace en una sola noche?


¡Tú siempre reclamas en las tiendas de ropa cuando algo no te gusta! ¿Por qué yo no puedo hacerlo? —se quejó el chiquillo, convenciendo finalmente a su madre de que nada de lo que dijera lo haría cambiar de opinión.


La señora Milburn, una joven de unos treinta años, un tanto estirada, que pertenecía al nuevo Comité para el Decoro y la Moral, se acercó con su hijo a la insufrible tienda donde estaba colocado el buzón de reclamaciones.


¡Se llevó una buena sorpresa al llegar a un lugar que esperaba hallar vacío de niños y encontrarse con aquella gran concurrencia de padres e hijos de todas las edades! Se puso en una de las colas más largas que podían verse en el distrito y esperó pacientemente junto a su hijo para echar la maldita carta de reclamaciones en el buzón.


Cuando Joe al fin introdujo una larga lista de quejas en el buzón, se sentó en las rodillas de la anciana señora Claus y comenzó a exponerle todas sus quejas.


Al finalizar, la amorosa madre esperó la típica respuesta de un adulto:
«¡Qué se le va a hacer!», «Las personas a veces se equivocan» o «Le haré llegar las quejas a mi esposo». Lo que sin duda no esperaba escuchar fue el extenso y malsonante vocabulario de la anciana.


—¡Gordo simplón! ¡En cuanto lo pille se va a enterar! ¡Mira que hacerle eso a un niño tan bueno como tú! Cuando lo vea, le voy a meter tu carta por el cu...


Gracias a Dios, unos jóvenes disfrazados de elfo taparon la boca de la anciana con la mano, antes de que terminara su beligerante discurso ante los sensibles niños. En el momento en que la señora Milburn se marchaba con su hijo más feliz que nunca, observó cómo los jóvenes elfos se acercaban a la anciana con una ramita de muérdago y la besaban en ambas mejillas mientras se hacían una foto con ella. Parecía una escena tan bonita y cariñosa... hasta que uno de ellos habló y rompió el encanto.


—¡Creo que esto servirá! —dijo el que llevaba la cámara.


—¡Sí! ¡Creo que le podemos sacar un buen partido a esta foto!


—¡Venid aquí, mocosos impertinentes, que os voy a despellejar! — gritó la anciana, levantándose del trono para perseguir a aquel par.


¡Decididamente, en aquella tienda todos estaban locos! No era de extrañar que quisieran deshacerse de ellos.



CAPITULO 67





Pedro no estaba del todo contento con la solución que Paula había hallado a sus problemas, pero ella se negó en redondo a recibir más ayuda que no fuera un mísero trono y un buzón de cartón piedra que Pedro tenía arriconados en el almacén de una de sus tiendas. Mientras las demás tiendas ya tenían expuestos sus maravillosos adornos y contaban con los falsos Santa Claus, que tanto atraían a los más pequeños, paseando enfrente de los respectivos establecimientos, el de Paula lucía únicamente unos simples ornamentos hechos a mano y unas bonitas luces resaltando el nombre de la tienda.


Paula se negó a que Pedro buscara un Santa Claus en otro estado o que comprara un traje del mismo por internet para uno de sus empleados. Ella le explicó, sonriendo maliciosamente, que si el Comité no quería que Love Dead tuviera ese año un Santa Claus, no lo tendrían.


En ese instante, Pedro supo que eso solamente podía significar que Paula estaba planeando una de las suyas, algún pérfido plan que se negó a contarle. Por eso ahora él estaba mirando expectante la tienda de enfrente, a la espera del momento en que ella llevaría a cabo su sin duda atrevida idea, que estaba seguro de que los dejaría a todos con la boca abierta, como cada una de sus malévolas jugadas.


Desde el día en que al fin tuvieron una primera cita que Pedro no pudiera calificar como «lamentable», habían salido muchas veces más. De hecho, casi todas las noches se quedaban en su apartamento o en el de Paula.


En ocasiones iban a caros restaurantes y en otras, a tugurios donde había servilletas de papel y el camarero se apodaba Bubba o algo parecido.


Mezclaban sus dos mundos sin sentirse fuera de lugar en ninguno de ellos, tal vez porque sólo tenían ojos el uno para el otro y nada más importaba en la pequeña burbuja que los rodeaba.


Paula lo había invitado a una pequeña fiesta que celebraban el día veinticuatro la plantilla de Love Dead, después de echar el cierre en la tienda. Él, por su parte, la quería llevar a la que el lujoso banco de los Alfonso organizaba todos los años. Y quería hacerlo para que su padre viera su relación y la aceptara, antes de decidirse a revelarle a Paula toda la verdad.


Posiblemente fuera mucho pedir que su padre admitiera dentro de su familia y de buen grado a la mujer que más odiaba, pero en cuanto viera cómo era Paula realmente y lo mucho que se querían, tal vez cambiara de parecer.


El insistente sonido de su móvil le indicó que justamente el gran hombre lo estaba llamando una vez más. Pedro, decidido a confesarle la verdad de sus sentimientos, cogió la llamada y tomó aire antes de comenzar a rebatir cada una de las protestas del famoso Nicolas Alfonso ante la idea de que Paula Chaves fuera su futura nuera.


—Estamos en Navidad, ¿por qué motivo esa mujer no ha abandonado aún su local? —le espetó el avaricioso banquero.


—Papá, te lo vuelvo a repetir: no pienso ayudarte más a hacerle daño a Paula. Hazte a la idea de que su local no se va a mover de donde está.


—¡Esa mujer ya te ha embaucado con sus malas artes! Me han dicho que hay un Comité que le está haciendo la vida imposible, así que si no quieres ayudarme, simplemente apártate y deja que ellos hagan lo que tú no tienes agallas para hacer.


—¡Que sepas que tengo una relación con Paula y no pienso permitir que nadie le haga daño: ni tú, ni ese fastidioso Comité!


—Sí, ya sé que te acuestas con ella, pero eso no quiere decir nada. Muchas mujeres pasan por tu cama y... ¡Espera! ¿De qué tipo de relación estamos hablando? —quiso saber Nicolas, empezando a asustarse.


—Me quiero casar con ella —anunció Pedro, dejando caer la bomba, a la espera de la explosión.


—¡¡No!! ¡¡Nunca!! ¡¡Jamás!! ¡Te desheredaré, te meteré en un manicomio, haré que te declaren incapacitado, pero tú no te casarás con una mujer como ella!


—Papá, me has desheredado millones de veces, nadie creería que estoy loco y, por tanto, no podría incapacitarme, así que hazte a la idea de que si Paula me acepta, me voy a casar con ella.


—¡Hijo, me estás clavando un puñal en el corazón y veo que no te importa en absoluto! Esa bruja te ha cegado por completo, te ha vuelto en mi contra y finalmente te alejará de mí.


—Papá... —suspiró Pedro, resignado ante el dramatismo de su progenitor—. Quiero llevarla a la fiesta de Navidad, pero todavía no quiero que sepa que tú eres mi padre. Me gustaría que vieras la parte de Paula que me ha conquistado, para que descubras por ti mismo lo equivocado que estás. Pero ¡si le dices quién eres, o si haces algo para alejarla de mí, no te lo perdonaré nunca! —concluyó Pedro, intentando hacerle comprender la profundidad de sus sentimientos.


—¿No hay posibilidad de que te arrepientas? —preguntó Nicolas Alfonso, esperanzado.


—No, padre, la amo con la misma intensidad con que tú amabas a nuestra madre.


—¡No me jodas! ¿Por qué mi hijo más desvergonzado se tenía que ir a enamorar de una persona como Paula Chaves? ¡Se supone que tú no te enamorabas de nadie! —le recriminó su padre, cediendo poco a poco ante la imposibilidad de entrometerse en esa relación.


—Y no lo hacía hasta que la conocí —respondió Pedro.


—¡Maldigo el día en que te animé a que la conocieras!


—Pues yo, por el contrario, te estoy muy agradecido.


—Bien, ¡tráela! Pero no esperes que ocurra un milagro de Navidad y que esa persona acabe cayéndome bien —dijo finalmente el frío empresario, cediendo ante los deseos de su hijo.


—Gracias, papá —contestó Pedro, escuchando pacientemente las exigencias de su padre respecto a la presencia de Paula en la fiesta de su fantástico banco, que el día de Navidad se convertía en un pequeño palacio lleno de magia.