Veinte cartas llevaba Paula leídas en lo que iba de día y cada una era más amenazadora que la anterior. Eso sí, había que admitir que ninguna de ellas era nada original: estaban desde el típico e insultante «¡Lárgate, puta!» a «¡Si no te marchas, sabrás de nosotros!».
Ya que osaban amenazarla, por lo menos podrían haber sido un poco más imaginativos, o incluso haber utilizado una de sus elaboradas tarjetas y así darle un buen uso a tanto desperdicio de papel. Al leer las cinco primeras, Paula llamó a la policía, pero éstos rápidamente se lavaron las manos ignorando sus quejas y atribuyéndolo a una jugarreta de algún cliente descontento.
Por lo visto, que alguno de los uniformados hubiera recibido una muestra de sus regalos del día de los Inocentes no había hecho mucha gracia en la comisaría del distrito.
¡Hombres! Todos eran iguales, unos malditos rencorosos.
Por su parte, Paula había decidido cuidarse ante las posibles
consecuencias de aquellas amenazas, así que, ahora, su querida Betty descansaba junto a ella en la parte trasera del mostrador en vez de en la trastienda, y había advertido a sus trabajadores de todo lo que ocurría, por si las amenazas de ese estúpido Comité se extendían también a ellos.
Ahora, mientras todos la vigilaban como si de una pieza de museo se tratase, Paula empezaba a pensar que no había sido una buena idea advertirles de la situación. Al final de la tarde, se hartó y los reunió a todos para dejarles bien claro que sabía cuidarse muy bien solita; después de todo, lo había hecho durante veintiséis años.
—¿Queréis dejar de preocuparos? Nadie me va a hacer nada —declaró Paula ante sus escépticos amigos.
—¿Y eso tú cómo lo sabes? Gaston me ha dicho que la puerta de Eros ha aparecido rota esta mañana. Primero ocurre eso y ahora las cartas amenazándote. ¡Seguro que van a por nosotros! —señaló la joven Amanda, que creía cada una de las palabras de su exaltado enamorado.
—No creo que lo que haya pasado en el local de ese egocéntrico presumido tenga mucho que ver conmigo —replicó Paula.
—¿Por qué no? El Comité sabe que estáis juntos, aunque, al parecer, ahora te gusten más los artistas en paro —le espetó Catalina.
—¡Entre ese presumido y yo nunca ha habido nada! —gritó Paula, furiosa por la traición de sus empleados al expresar preocupación por su enemigo.
—Si tú lo dices... —dijo con ironía la vieja Agnes, alzando una de sus pintarrajeadas cejas.
—Por si te interesa saberlo, te diré que, esta mañana, ese niño mimado tenía vendada una mano. Así que lo más probable es que anoche se peleara con alguien junto a la puerta de su local —comentó despreocupadamente Joel.
Paula pensó en las advertencias de sus compañeros y finalmente llegó a la conclusión de que no estaba de más tomar alguna precaución.
—A partir de ahora, cuando cerremos, ninguno de nosotros irá solo a casa: nos repartiremos en grupos de dos hasta llegar a las paradas del transporte público o a los coches. Y todos y cada uno de vosotros me mandará un mensaje cuando llegue sano y salvo a su hogar —propuso Paula; una nueva regla dadas las excepcionales circunstancias ante las que se hallaban.
—¿Y a ti quién te acompañará? —le preguntó Barnie, protector.
—No os preocupéis por mí. Conozco a alguien que nunca me dejará sola —respondió Paula, sonriendo amablemente y tranquilizando a sus empleados, que creyeron que esa persona sería el siempre persistente Pedro.
Ella se negó a sacarlos de su error e informarles de que, en realidad, hablaba de su leal bate de béisbol.
****
Pedro se quedó hasta tarde en Eros. Concretamente hasta que el lento operario terminó al fin de arreglar el recordatorio de su estupidez. Cuando cerró la tienda, observó que las luces de Love Dead aún estaban encendidas, por lo que decidió hacerle una visita a su dueña, una vez más en busca de su perdón. Decidido a que en esa ocasión Paula no pudiera huir de él, entró silenciosamente por la puerta trasera y, cuando la halló haciendo el aburrido inventario, no dudó en abrazarla cariñosamente por la espalda.
Se extrañó al verla forcejear fieramente entre sus brazos, bastante asustada, y pronto supo que los problemas volvían a perseguirla.
—Soy yo —susurró amoroso en su oído, a la vez que la besaba con cariño en la mejilla para tranquilizarla.
—¡No sabes el susto que me has dado! ¡Creía que eras uno de esos psicópatas que no dejan de mandarme esas cartas amenazadoras...! —Paula se calló al darse cuenta del error que había cometido al comentarle a Pedro su situación. Pues si sus empleados eran un tanto pesados con respecto a su seguridad, Pedro era tremendamente protector y por nada del mundo admitiría dejarla sola.
—¿Qué cartas? —preguntó él, negándose a soltarla.
—Nada que sea de tu incumbencia —replicó Paula, zafándose de sus brazos y señalándole la salida.
—¡Si alguien te está amenazando, tengo todo el derecho a saberlo! Déjame protegerte, Paula —pidió Pedro, cogiendo entre sus manos las de ella, aún temblorosas.
—¡Vete! —exigió Paula, alejándose de él.
Pedro se marchó un tanto reticente, pero sus fríos ojos le advirtieron que aquella discusión no había terminado.
Cuando Paula consiguió tranquilizarse, echó el cierre a su local y salió, dispuesta a subir a su apartamento. En la acera de enfrente, vio que Pedro la observaba y, sin decir nada, se apoyó en una de las farolas de la calle y siguió atentamente todos sus movimientos.
Paula no le dirigió ni una palabra mientras se encaminaba hacia su casa, pero la tranquilizó enormemente saber que él estaba allí sólo para protegerla.
A la mañana siguiente, alguien encargó un caro sistema de seguridad para su tienda, que ella no pudo rechazar, pues ya estaba pagado. Pero lo que más tranquilizaba a Paula era que todas las noches, cuando llegaba la hora de echar el cierre, Pedro estaba allí, apoyado en la misma farola, observándolo todo con sus fríos ojos azules. Lloviera, nevara o hiciera un calor de mil demonios, siempre estaba allí únicamente por ella.
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