jueves, 9 de noviembre de 2017

CAPITULO 55





Las insultantes cartas siguieron amontonándose en mi escritorio. Todos los días recibía como mínimo unas diez. En mi opinión, eran un gasto de papel absurdo.


La policía continuaba ignorando mis quejas, por lo que, simplemente, dejé de quejarme. Al final de la semana, estaba más que harta de todo aquel maldito asunto: entre mis agobiantes empleados, Pedro, que no me perdía de
vista ni un instante, y mi amigo Dario, que no dejaba de ofrecerme consejos, me tenían hasta las narices, así que al final hallé el lugar más adecuado para esas estúpidas amenazas. Ya que la policía no necesitaba las cartas y yo estaba cansada de que mis empleados no dejaran de
recordármelas, tratando de, según ellos, insuflar algo de prudencia en mi alocada mente, decidí utilizarlas como haría cualquier persona sensata: las coloqué en el baño, junto al papel higiénico, dándoles a elegir entre utilizar el rasposo papel reciclable que nos obligaba a usar Catalina o las bonitas y floridas amenazas del Comité.


El número de cartas fue disminuyendo con gran rapidez.


Aquel día concluyó sin más contratiempos que los habituales, hasta que, a la hora del cierre, oímos un extraño ruido en la parte trasera.


En Love Dead sólo quedábamos la dulce Agnes, el intrépido Barnie, que se estaba probando un disfraz de Spiderman dos tallas más pequeño, para ir a su emocionante convención de la Cómic-Con, y yo. Alertada por todo lo ocurrido últimamente, cogí a mi fiel Betty y me dispuse a informar a mis empleados de que me dirigía a investigar la causa del estruendo.


Pero cuando me volví para pedirles que esperaran en la tienda, ya era demasiado tarde: en cuestión de segundos, Agnes había sacado una enorme pistola de su horrendo bolso, lo que me hizo plantearme seriamente qué más podía guardar la anciana en él, mientras que Barnie se puso la máscara, ocultando así su identidad. Aunque su expuesta barriga sin duda alguna lo delataba.


Los dos se pegaron a mí protectoramente y se negaron a alejarse de mi lado. Con cautela, salimos por la puerta trasera y pillamos in fraganti a dos jóvenes de unos quince años, bastante desaliñados, que con unos esprays rojos intentaban escribir «¡Lárgate, puta!». Su caligrafía era espantosa y su pulso semejante al de una abuelita con párkinson.


Decididos a darles una lección, nos colocamos silenciosamente a su espalda, obstruyendo todas las posibles vías de escape.


—¿Qué creéis que están intentando escribir? —pregunté burlonamente, mientras golpeaba el bate de béisbol contra una de mis manos.


—No tengo ni idea. Me he dejado las gafas en el bolso —respondió Agnes, apuntando con la pistola a los impertinentes adolescentes, que nos miraban sin un atisbo de arrepentimiento por haber sido pillados con las manos en la masa.


—Sea lo que sea lo que intentabais hacer, no está bien dañar una propiedad privada —los aleccionó el superhéroe, llevando a cabo su papel.


—¡Vamos, llamad a la policía! ¡Nadie vendrá a ayudaros, porque todos quieren que os larguéis, y a nosotros no nos castigarán! —dijo muy chulito uno de los chicos, que aún no sabían cómo se las gastaban los de Love Dead.


— ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Barnie, un tanto preocupado por no poder darles una lección a esos chavales.


—¡Oh, tengo una idea! —anuncié, sacando cinta adhesiva de mi bolsillo.



****


Pedro había recibido una llamada de la policía poco después de terminar de cenar con uno de sus abogados, con el que ultimaba la adquisición de un nuevo local en Roma. Por suerte, no estaba demasiado lejos de su tienda en la avenida comercial y había llegado en tan sólo unos minutos.


Tras dejar el coche en su plaza de aparcamiento, se dirigió hacia la parte lateral de su edificio, donde un agente reprendía a dos chicos que no dejaban de llorar e intentar explicarse a la vez.


—¡Nosotros no queríamos! ¡Nos han obligado! —suplicaba uno de ellos, señalando lo que habían pintado.


—Sí, claro. ¿Y se puede saber quién os ha obligado? —preguntó el agente, poniendo los ojos en blanco ante las tontas excusas de los adolescentes.


—¡Una mujer con un bate de béisbol al que llamaba Betty, una abuela de pelo rojo con una pistola enorme y...!


—¡Y un Spiderman gordo! —concluyó el otro delincuente, ante los titubeos de su amigo.


—Sí, está bien... Esto... Vosotros tomáis drogas, ¿verdad? Decidme, ¿qué os metéis? ¿Éxtasis? ¿Coca? ¿Crack? ¿Cristal? Es cristal, ¿verdad? — afirmó preocupado el agente de policía, ante la insólita historia de los jóvenes.


—¡No, se lo juro! ¡La mujer con el bate nos ató con cinta adhesiva de pies y manos y nos trajo hasta aquí! ¡Luego nos obligó a escribir eso!


—Sí, claro. Mientras Spiderman paseaba junto a la abuelita de Billy el Niño, ¿verdad? —se burló el agente de la cada vez más fantasiosa historia que estaban contando para intentar librarse de la responsabilidad de sus actos.


¡Se lo juro! ¡Todo es culpa de los empleados de esa maldita tienda! ¡Nosotros solamente queríamos espantar a la dueña con una pintada, pero aparecieron esos personajes y...!


—Entonces, ¿me estás diciendo que ésta no es la primera pintada que hacéis? —se interesó el policía, viendo que con cada palabra que pronunciaban únicamente cavaban más hondo su propia tumba.


—No, sí... Bueno... Nosotros... —balbuceó uno de ellos.


—Hemos hecho una en el local de enfrente —confesó el otro.


—Ajá, ¿en algún sitio más?


—No señor —contestaron los dos al unísono, cabizbajos, dándose al fin cuenta de que sus excusas no servirían de nada.


—¿No debería usted ir al local de enfrente para comprobar los daños y preguntarle a la dueña si quiere presentar una denuncia? —interrumpió Pedro el interrogatorio, un tanto preocupado por Paula.


—Señor Bouloir, sé que es su prometida, pero en la comisaría no le tenemos demasiado aprecio a esa mujer, desde que la exesposa de Charlie le envió unos bombones con laxante que probamos todos sus compañeros. Cuando le reclamamos a Paula Chaves una disculpa, ¿sabe usted qué hizo? Nos mandó una tarjeta, junto con un paquete de pañales para adultos. Comprenderá, señor Bouloir, que si no es absolutamente necesario, no pienso pisar el establecimiento de esa mujer. Por lo pronto, rellenaré este
parte y me llevaré a estos dos quejicas a la comisaría. Usted puede calcular el coste y añadirlo a la denuncia cuando termine —dijo el agente, señalando la estropeada pared.


Poco después de que el policía se marchara de allí con los jóvenes detenidos, Pedro se quedó pensando: aquellos dos mocosos de mirada débil no tenían lo que había que tener para ofender a un conocido empresario, pero sí para intentar hacerse los gallitos ante la amenazada propietaria de un pequeño negocio.


Pedro se apostaría su deportivo de lujo a que los padres de esos chavales pertenecían a esa extraña asociación que iba a la caza de brujas y acosaba a Paula. Finalmente, echó una mirada a la dañada pared, en la que, en grandes letras rojas, se anunciaba «Eros apesta». Debajo de esta primera frase, se repetía dos veces más el insultante enunciado, pero con distinta caligrafía y letras más distorsionadas. Era como si alguien les hubiera estado enseñando a hacer una pintada en condiciones sin terminar de conseguirlo. En un lado parecían haber dibujado la cara de Spiderman... ¡A saber por qué!


Pedro recapacitó sobre todo lo que había visto y oído esa noche y no tuvo ninguna duda de que la historia de los chavales era cierta, para su desgracia. Muy pocos conocían el impulsivo carácter de Paula y él estaba demasiado enfadado por la despreocupación que había mostrado el agente de policía ante los problemas de Love Dead como para decir la verdad.


Cruzó con paso decidido hacia la tienda de su rival, dispuesto a reprenderla, pero cuando vio a Paula, no pudo hacer otra cosa que bromear para intentar borrar la preocupación de su rostro.


—¿Así que mi negocio apesta? Creía que eras un poquito más original —se burló Pedro.


—Por lo menos a ti no te han llamado puta —replicó ella, furiosa, intentando borrar con desesperación esa palabra de la pared.


—Déjalo, Paula, será mejor que pintes encima —le aconsejó Pedrocogiendo el trapo de sus manos manchadas.


—No tengo dinero para eso —respondió ella, irritada, arrebatándole el trapo e insistiendo en limpiar la pared.


—Yo tengo pintura blanca en mi almacén. Si me ayudas, creo que podremos tenerlo listo para mañana.


—Gracias —sollozó Paula, levantándose del frío suelo y corriendo a los amables brazos de su enemigo, que siempre la esperaban abiertos.


Después, simplemente hundió la cara en el fuerte y seguro pecho de Pedro y dejó salir todas las lágrimas que hasta entonces no se había permitido derramar. Él no dijo nada, no hizo nada, simplemente la abrazó, disfrutando del instante y de sentirse útil ante aquella fuerte mujer que continuamente negaba que lo necesitara.




No hay comentarios:

Publicar un comentario