miércoles, 15 de noviembre de 2017
CAPITULO 74
Pedro había pasado toda la noche buscando a Paula.
Desesperado, llamó a sus amigos y familiares, a los hospitales e incluso lo intentó con la policía.
Pero no había ni rastro de ella. ¿Dónde narices podría estar?
¿Le habría pasado algo? ¿Estaría herida? Mil y una cosas aterradoras de lo que le podía haber sucedido pasaron por su mente mientras volvía a su apartamento, sintiéndose un inútil.
No podía ser que nadie supiera nada de ella. Lo más seguro era que sus amigos la estuvieran ocultando de él, pero en esos momentos le daba igual lo mucho que lo odiara, porque sólo quería asegurarse de que estuviera sana y salva donde fuera.
Sus sombríos pensamientos al lado de una botella de whisky fueron interrumpidos por la llamada de su padre. Por un instante pensó en no contestar, pero recapacitó. Tal vez su paternal consejo en esas circunstancias no le viniera demasiado mal.
—Pedro, ¡tienes que venir a mi despacho inmediatamente! —exigió el magnate, un tanto molesto.
—Papá, son las seis de la mañana, me he pasado toda la noche despierto buscando a Paula y créeme si te digo que no tengo ningunas ganas de ir ahora a tu despacho.
—¡Pues tendrás que hacerlo de todas formas, porque tengo un extraño presente que creo que es para ti! ¡Ya te puedes imaginar quién lo envía! — informó su padre.
—¡Ahora mismo voy para allá! —contestó Pedro, volviendo a ponerse con rapidez la chaqueta, mientras cogía las llaves del coche.
Llegó en un tiempo récord a las oficinas del House Center Bank, aparcó rápidamente en su plaza y subió hasta la última planta de las solitarias oficinas. Entró sin llamar en el despacho de su padre, encontrándose allí con una escena un tanto inusual. Por fin pudo respirar tranquilo sabiendo que a Paula no le había ocurrido nada, pues sin duda alguna aquella insólita idea solamente podía provenir de ella.
Se sentó frente a su padre, después de servirse una copa para pasar el mal trago que sin duda lo esperaba. De repente vio que su hermano también estaba allí, en un rincón cercano a las grandes ventanas, con una copa casi vacía en la mano y con la misma ropa que el día anterior.
—¿Qué hace él aquí? —exigió saber Pedro, furioso con el culpable de todas sus desdichas.
—La señorita Chaves así lo ha requerido —dijo el estrambótico regalo de Paula, que no era otro que un estirado abogado, con un inmenso lazo rojo atado a la cabeza. »Buenos días, me llamo Edgar Thomson y soy el abogado de la señorita Chaves —prosiguió el trajeado personaje, deshaciéndose el lazo de la cabeza—. Siento mucho mi inusual aspecto, pero mi cliente ha insistido en ello y es una señorita bastante convincente, todo hay que decirlo
—comentó el hombre con una sonrisa.
—¿Dónde está Paula? —inquirió Pedro, comenzando a enojarse.
—Sólo le diré que he tenido el placer de hablar con mi cliente por teléfono, así que desconozco su paradero. Pero por el momento creo que no quiere que la encuentren.
—¿Qué hace usted aquí entonces? ¿Por qué motivo ha enviado Paula un abogado al despacho de mi padre? ¿Y qué tiene que ver él en todo esto? —le preguntó Pedro al señor Thomson, señalando a su hermano.
—Si se tranquiliza, tal vez pueda responder a todas sus preguntas. Claro está, si es que quiere escuchar lo que la señorita Chaves tiene que decirle —indicó el abogado, tras lo que continuó—: Antes de desaparecer, la señorita Chaves dejó un regalo para cada uno de ustedes. Empecemos por
el que me ha costado más trabajo asimilar. Según la señorita Chaves, ustedes dos hicieron una apuesta.
—¡Tan sólo era un estúpido trato que estoy dispuesto a anular delante de Paula en cuanto vuelva a verla! —exclamó Pedro, arrepentido del momento en que hicieron aquella maldita apuesta.
—Pero ¿por qué, señor Alfonso? Si después de todo ha ganado — anunció el abogado, entregándole las llaves de Love Dead—. No sé muy bien de qué iba ese contrato o acuerdo que usted y la señorita Chaves firmaron. Ella sólo me dijo que usted era ahora el dueño de su tienda y me pidió que redactara esto para usted. Es una cesión del negocio debidamente cumplimentada, sólo tiene que firmarla y Love Dead será suyo.
—¡Yo no quiero su negocio! ¡Sólo deseo que vuelva Paula! —gritó Pedro, furioso—. ¡Dígale que romperé el contrato en mil pedazos!
—Se lo comunicaré a mi cliente, pero lamentablemente, mientras ella esté ausente, usted tendrá que hacerse responsable de su negocio y de todo lo que ello conlleva: gastos, proveedores, clientes... La señorita Chaves sugirió que le resultaría muy gratificante cambiar su estilo de trabajo. — Tras una pausa, el abogado de Paula continuó, dirigiéndose ahora a Nicolas Alfonso—. Ahora vamos con usted, señor Alfonso. Mi cliente le ha dejado esta carpeta. Por si se le ocurre preguntar, no tengo ni idea de lo que contiene. —Y por último, dirigiéndose a Nicolas, el señor Thomson dijo—: Y a usted, señor Alfonso, le ha dejado este inusual llavero —informó el hombre, dándole a Nicolas Alfonso un pequeño oso con un puñal en la espalda, que llevaba un cartel que decía «Gracias por todo»—. Y creo que con esto he terminado. Si tienen alguna duda, háganme un favor: no me llamen, porque ni siquiera yo estoy muy seguro de la cordura de mi cliente.
Cuando el abogado salió del despacho, todos los Alfonso miraron un tanto confusos sus presentes.
—¿Qué narices será esto? —exclamó extrañado Nicolas Alfonso, abriendo la carpeta que le habían dado y viendo en ella numerosas cartas con insultantes amenazas.
—Ésas son las amenazas que le mandaban continuamente los miembros de ese nuevo Comité para la Moral y Decencia —informó Pedro a su padre, al reconocerlas.
—¿Y qué hizo ella al respecto? —quiso saber su padre,
escandalizado con algunas de las ofensivas cartas.
—Nada, nunca le hacían caso. Ni siquiera la policía —contestó Pedro, pasándose frustrado una mano por su despeinado cabello, sin dejar desujetar en la otra el amargo regalo que eran las llaves de la tienda de Paula.
—Bueno, ahora que sabemos que Paula está bien, yo no pinto nada aquí, ¿verdad? —les dijo Dario a sus molestos familiares, que no hacían otra cosa que juzgarlo con sus frías miradas.
—¿Sabes qué es esto? —chilló Pedro, histérico, dirigiéndose furioso hacia donde estaba su hermano—. ¡Esto es la prueba de que ella me amaba! ¡Yo solamente ganaría la apuesta si lograba que Paula se enamorara de mí!
—Eso solamente puede significar que Paula tiene un gusto pésimo en lo que se refiere a los hombres —comentó Dario, indiferente ante el dolor de su hermano.
—¡Vete de aquí! —le gritó Nicolas a su hijo, mientras sujetaba a Pedro, impidiéndole que se abalanzara sobre Dario.
—Os dejo. Ahora que habéis conseguido el negocio de Paula, seguro que quieres mandar a tu semental a por otro. ¿Quién será la víctima esta vez? ¿La panadera? ¿La señora de la casa de empeños? —preguntó insultantemente Dario, mientras abandonaba el despacho de su padre.
—No te preocupes, Pedro. La amenazaremos con cerrar su negocio, ahora que está en tu poder, seguro que eso la hará volver —intentó animar Nicolas a su hijo, cogiendo el documento de cesión de Love Dead—. ¿Qué mierda es ésta? —exclamó, poco después de comenzar a leer el conjunto de folios.
—¿Qué ocurre? —preguntó Pedro, inquieto con las maldiciones de su padre.
—Pues que eres dueño de un negocio en el que no puedes hacer nada: no puedes cerrarlo, ni venderlo, ni despedir a ninguno de los trabajadores, ni contratar a nadie nuevo. No puedes cambiar de proveedores, ni el catálogo de regalos, no puedes tocar los precios, ni la lista de clientes... ¡No puedes hacer ningún cambio! Ahora bien, este trozo de papel sí que te obliga a llevar la contabilidad, tratar directamente con sus empleados y proveedores y resolver cualquier problema que surja.
—Míralo positivamente, papá: eso significa que todavía no me ha olvidado. Aún quiere joderme como no lo ha hecho ninguna otra —comentó Pedro entre carcajadas.
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