miércoles, 15 de noviembre de 2017

CAPITULO 75





Después de decidir con su padre que lo mejor que podía hacer era firmar aquel documento hasta que Paula regresara, Pedro pasó la noche en su solitario apartamento, intentando averiguar dónde podía estar ella. La llamó innumerables veces al móvil sin que se lo cogiera y le dejó más de una docena de mensajes en el buzón de voz a la espera de que escuchara alguna de sus explicaciones. 


Apenas comió un ligero aperitivo y, tras derrumbarse en el moderno sofá que tantos recuerdos le traía, se quedó dormido soñando con lo único que en esos instantes no podía tener: con su querida Paula.


Se despertó alarmado ante el sonido de su móvil, que contestó con celeridad, con la esperanza de oír sus reprimendas. Pero no tuvo suerte, ya que el único en reprenderlo fue su abogado.


Pedro, ¡dime que no es verdad el rumor que dice que has aceptado llevar el negocio de esa loca que no hace otra cosa que mandar insultantes regalos a la gente!


—Jerome, te agradezco mucho tu preocupación, pero en estos instantes no estoy como para escuchar uno de tus sermones.


—¡Me parece perfecto que te deshagas de mí con una excusa tan mala! Pero si es verdad que desde mañana también dirigirás Love Dead, tal como dice el periódico de hoy, ¿sabes lo que hará esa noticia con tu negocio? — preguntó Jerome.


—Sí, pero, aun así, a partir de ahora voy a encargarme de Love Dead además de mis tiendas Eros.


—¡¿Te has vuelto loco?! ¡Definitivamente estás como una cabra, Pedro!! —gritó el abogado.


—No, Jerome, no estoy loco, sólo enamorado —respondió Pedro, antes de colgar—. Paula, eres única jodiendo a la gente —suspiró luego, echando de menos sus enfrentamientos, que casi siempre acababan en la cama.


Poco después, el teléfono de su apartamento y el móvil siguieron sonando insistentemente exigiendo respuestas.



****


El veintiséis de diciembre fue su primer día de trabajo en Love Dead.


Cuando Pedro llegó, una decena de reporteros lo esperaban para confirmar la noticia de que ahora dirigía también un negocio totalmente contradictorio con el suyo.


En realidad, Pedro no sabía lo que le deparaba aquella terrible mañana hasta que, después de evitar a la prensa, entró por la puerta trasera a la tienda de Paula. Ninguno de los rostros que allí había mostraba ninguna simpatía por él. 


Por si le quedaba alguna duda de que no sería bien recibido por la plantilla de Love Dead, el jocoso oso en topless que le habían regalado y que aún no había podido llevarse a su casa, sostenía ahora un cartel que decía «GILIPOLLAS», con grandes letras mayúsculas.


—Buenos días —saludó Pedro, mientras los demás no dejaban de taladrarlo con sus coléricas miradas—. Como deduzco que ya sabréis, me voy a hacer cargo de este negocio mientras Paula está ausente.


—¿Y cuánto tiempo será eso? —preguntó rencorosamente el joven Jeffrey, una de las últimas incorporaciones que sin embargo se sentía como si aquella tienda fuera su segundo hogar.


—Hasta que la encuentre y la traiga de vuelta. Porque no tengáis ninguna duda de que voy a averiguar dónde narices se esconde —anunció Pedro, decidido a dar con el paradero de Paula.


—Ten en cuenta una cosa, niño bonito, si Paula no quiere que la encuentres, no vas a dar con ella ni en un millón de años —replicó la anciana Agnes, fulminándolo con la mirada.


—Tengo claro que ninguno de vosotros estáis de acuerdo con este cambio, pero si os pido vuestra colaboración no será por mí, sino para que la empresa de Paula pueda seguir en pie hasta que ella vuelva. Así que pensáoslo dos veces antes de hacer algo contra lo que es la vida de vuestra adorada jefa —intentó razonar Pedro.


—No te preocupes, con los problemas que te traerá la tienda por sí misma, nosotros no tendremos que hacer nada para fastidiarte. Únicamente sentarnos a mirar —respondió la ofendida Catalina, tendiéndole un montón de papeles—. Aquí tienes la lista de proveedores que exigen que se les paguen las facturas antes de lo acordado.


—¡Yo necesito todo lo que hay en esta lista antes de esta tarde! ¡Si no, no podré terminar con los malditos encargos de los peluches! —exigió beligerante Agnes, mientras le daba una arrugada hoja de papel con unos garabatos apenas inteligibles.


—A mí me duele el tobillo, por lo que no podré hacer los repartos de hoy —anunció Joel, cojeando hasta sentarse en el taburete que había tras el mostrador.


—¡Nosotros estamos resfriados! —anunciaron al unísono los jóvenes gamberros, emitiendo la tos más falsa que Pedro había oído en todos sus años de vida.


—Yo estoy en «esos días» del mes y necesito un paquete súper de tampones. Como estoy en mi horario laboral, no puedo ir a la tienda, así que tendrás que encargarte tú de ello, jefe —dijo Amanda, recalcando bien la última palabra y sin dejar de quejarse de su malestar.


—¿Algo más? —preguntó él, enfadado con la incomprensión de aquellos sujetos.


—¡Ah, sí, se me olvidaba! Barnie y Larry están de vacaciones, así que prepárate a mordisquear bombones o cantar con eructos si alguien pide ese servicio —apuntó Catalina con una satisfecha sonrisa que demostraba lo mucho que todos se regodeaban con su sufrimiento.


—Qué pena que no puedas despedir a ninguno de nosotros, ¿verdad? —soltó Joel complacido, mientras miraba cómo su tortura aumentaba.


—Puedo contratar a alguien para que nos ayude si es necesario. Yo mismo lo pagaré de mi bolsillo —sugirió Pedro, intentando aligerar algo su carga.


¡Vamos! ¡¿Eres el dueño de todo un imperio y no puedes
desempeñar el trabajo que hacía Paula en uno de sus días más tranquilos?! ¿Qué clase de empresario eres? —lo increpó Joel, rebajando sus aires de superioridad—. Cuando Paula comenzó con esta tienda, me ayudaba en los repartos, cosía parte de los osos, llevaba las cuentas, trataba con los proveedores y, en más de una ocasión, devoró alguna de esas cajas de bombones. ¡No me digas, principito, que tú no eres ni la mitad de hombre de lo que lo es Paula!


—Además, si has leído el contrato de cesión, sabrás que no puedes contratar a nadie sin tener la aprobación de todos los miembros de Love Dead —le recordó Catalina.


—Vamos a ver, ¡votemos! ¿Alguno cree que es necesario contratar más gente? —planteó irónicamente Joel, sabiendo de antemano la respuesta.


Nadie levantó la mano.


Pedro, crispado, entró en el despacho de Paula, que ahora le pertenecía, y comprendió por qué en más de una ocasión a ella le dolía la cabeza. De hecho, en ese instante él mismo estaba empezando a tener una punzante y molesta jaqueca, que aumentaba con cada uno de los problemas que llevaba consigo aquella maldita tienda.


—¿Dónde diablos estás, Paula? —preguntó con un suspiro, revisando una vez más sus llamadas, por si había decidido contactar con él, aunque sólo fuera para hablar de su negocio.





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