miércoles, 15 de noviembre de 2017
CAPITULO 76
Paula llevaba varias semanas escondiéndose de todos.
Después de que un adonis prepotente le hubiera roto el corazón, no tenía ganas de enfrentarse al mundo. Había celebrado el Año Nuevo junto a su madre, las dos solas en el pequeño hogar de Emilia, mirando por la televisión cómo la gente celebraba alegremente las campanadas y expresaban sus mejores deseos.
Paula había prometido hacerle la vida imposible a Pedro Alfonso y Emilia darle al fin una respuesta a Owen, al que su hija casi le había dado una paliza con Betty al confundirlo con un ladrón, viéndolo salir a hurtadillas del cuarto de su madre.
Tras las felicitaciones del nuevo año, Emilia había intentado animar a su hija arrastrándola al famoso Desfile de las Rosas, que se celebraba el uno de enero. Era cuando Pasadena se mostraba en todo su esplendor, porque mientras en otros lugares del país las calles permanecían cubiertas de nieve, allí había hermosas y cautivadoras flores por todos lados. Las bellas carrozas, elaboradas con una gran variedad de flores y semillas, no sólo añadían color, sino también un agradable olor al desfile haciéndolo único.
Todo fue maravilloso, hasta que Paula vio una llamativa carroza con un Cupido repartiendo amor por doquier, demasiado parecido al de la tienda del individuo al que intentaba olvidar.
Ese momento representó el final del desfile para ella y la vuelta a su escondite, donde se pasó el día evitando las insistentes llamadas de un gran mentiroso que no sólo aseguraba echarla de menos, sino amarla con todo su corazón.
Cada día le dejaba unos veinte mensajes en el buzón de voz. En alguna ocasión, sobre todo en los días de más estrés, llegó a dejarle treinta. Dario también insistía en que volviera y se disculpaba unas cinco veces al día. Por último, el irritante Nicolas Alfonso la amenazaba constantemente con hundir su negocio si no regresaba de su exilio.
Sus amigos la mantenían informada y la hacían reír relatándole cómo conseguían complicarle a Pedro su día a día. Ella, por su parte, se había tomado un tiempo indefinido de descanso para decidir qué hacer ahora que su vida estaba patas arriba. No podía olvidar que el único hombre al que había querido con toda su alma era un tremendo capullo al que le gustaba jugar con los corazones de la gente.
Su madre le servía de apoyo en esos instantes en que lo único que quería hacer era llorar a moco tendido bajo las sábanas de su cama. Ella, que era una luchadora que no se amedrentaba ante nada, se había convertido en una quejica compulsiva. Si alguien mencionaba su tienda, lloraba; si alguien hablaba de Pedro, lloraba; si leía en los periódicos algo sobre la famosa familia de empresarios Alfonso, lloraba... ¡Joder! ¡No había manera de cerrar el grifo!
Ése era el día libre de su madre, por lo que el desayuno consistía en las famosas tortitas de Emilia que a Paula tanto le gustaban. El aroma de la comida, que últimamente la tentaba como nunca, la hizo salir de la cama y dirigirse directamente a la cocina, donde se sentó con uno de sus viejos pijamas y esperó impaciente el delicioso manjar, mientras la boca se le hacía agua. Todo parecía ir un poco mejor esa mañana, hasta que su madre le puso delante el café que siempre la ayudaba a enfrentar un nuevo día.
Esa vez tampoco falló: corrió al baño con una rapidez asombrosa y vomitó el desayuno.
Ya era el tercer día que nada más despertar se encontraba abrazada al retrete. Al principio Paula pensó que ya se le pasaría, pero el malestar persistía.
—¡Mierda de virus intestinal! Tendré que ir al médico —dijo
airadamente.
—¿Has pensado en la posibilidad de que estés embarazada, cariño? — preguntó su madre apoyándose en la puerta del baño, mientras daba un sorbo a su café.
—No puede ser, ¡eso es imposible! Aunque Pedro a veces era un tanto impetuoso, yo tomo la píldora —contestó Paula, agarrándose más fuerte al retrete, a la vez que rogaba por que las sospechas de su madre no fueran ciertas.
—¿Estás totalmente segura de que no te olvidaste de tomarla en alguna ocasión?
—Bueno —repuso Paula haciendo memoria—, hubo una vez en que... Pero por un día no puede pasar nada, ¿verdad, mamá? —afirmó alterada.
Emilia simplemente acercó el intenso olor del café a la nariz de su hija y ésta volvió a vaciar lo poco que quedaba en su maltrecho estómago.
—¿Contesta eso a tu pregunta, Paula Chaves? —dijo, antes de echar el resto del café en el lavabo y ayudar a su inconsciente hija, que, aunque fuera una mujer adulta, en ocasiones seguía siendo una niña.
—¿Qué voy a hacer ahora, mamá? —preguntó Paula, preocupada por su futuro.
—Por lo pronto, confirmaremos el embarazo. Luego, tendrás que decírselo al padre.
—¡Y una mierda! —contestó ella, abrazando nuevamente el retrete.
—Sé sensata, Paula, el padre debe saberlo, si el embarazo se confirma —declaró su madre, intentando hacerla entrar en razón.
—¡Oh, Pedro, no sabes cuánto te odio! —exclamó Paula, ante una nueva arcada.
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