«No estoy aquí por ese idiota, no he venido aquí por él. Sólo necesito... sólo necesito...» A quién quería engañar. Si en esos instantes se encontraba en la puerta de Eros, era por una única cosa: ver a ese presumido que llevaba dos días sin dar señales de vida y que pensaba alejarse de ella dentro de poco. Pedro le había dicho que no la vería durante un tiempo, pero Paula no se imaginó que echaría tanto de menos su voz, su maliciosa sonrisa, sus impertinentes palabras o sus perversas caricias. Se levantaba por la mañana añorando su presencia.
Todo por culpa de esa boda en la que él se había empeñado.
¿Por qué no entendía de una vez por todas que ella nunca se casaría con nadie? ¿Por qué tenía que insistir? ¿Para qué demonios necesitaba ella tiempo para pensarlo si todos parecían saber ya la respuesta?
Paula tomó aire antes de adentrarse entre aquel montón de flores y empalagosos regalos que tanto la disgustaban. La solitaria rosa que Pedro le había dejado antes de marcharse
aún presidía su salón, pero Paula se decía que la había guardado sólo porque era un delicado presente que no quería despreciar.
En la tienda no halló a Pedro, así que se dirigió hacia Gaston, su fiel empleado, para dejarle recado.
—¿Podrías decirle a Pedro que he venido a verle?
—Lo siento, señorita Chaves, pero en estos momentos el señor Bouloir está preparando su viaje a Francia y ya no va a venir por aquí. Tiene que marcharse a resolver un problema que ha surgido con una de sus tiendas —añadió el joven, sin poder evitar esquivar su mirada.
—Sabes que mientes como el culo, ¿verdad? —lo increpó ella, furiosa porque Pedro hubiera ordenado a uno de sus lacayos que se deshiciera de ella —. ¡Pues informa a tu jefe de que no pienso casarme con él ni ahora ni nunca, así que sería mejor que dejara de planificar esta boda a mis espaldas! —declaró Paula, muy molesta, marchándose con un violento portazo—. Si crees que esto va a quedar así es que todavía no me conoces, Pedro Alfonso —murmuró, de vuelta a su tienda.
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Pedro se encontraba en su despacho, ultimando los preparativos de su viaje, sin poder dejar de pensar un solo instante en su temperamental enamorada. Sólo había estado dos días alejado de ella y ya echaba de menos sus ironías y sus exaltadas contestaciones. No es que le gustara estar siempre discutiendo, pero con Paula cada batalla era estimulante.
Le gustaba por su arrojo, por su temperamento, capaz de igualarse al suyo, y por su exquisito cuerpo y desbordante pasión. Ella era la única persona que había conseguido profundizar en su alma y hallar al verdadero Pedro Alfonso que se escondía detrás de aquella falsa sonrisa que dirigía a todos. Paula era la única que podía hacerlo feliz y por eso había decidido casarse con ella, algo que sin duda se había convertido en misión imposible con la cabezonería de aquella mujer.
¿Es que acaso no le había demostrado con creces que era un hombre distinto al arrogante que en una ocasión intentó apartarla de su camino?
Bueno, vale, seguía siendo arrogante... pero todo lo demás era distinto a cuando la conoció, porque ahora la amaba con todo su ser y no podía imaginar su vida sin ella.
Por eso había organizado la boda y se había obligado a dejarle algo de espacio para que pensara. Seguramente, ella estaría de lo más tranquila en su tienda, disfrutando de poder llevar las riendas de nuevo, y ya se habría olvidado de él tanto como de la rosa que le había dejado en prenda de su amor. ¡Pobre rosa! ¿En qué vertedero habría acabado, después de que él se marchara sin dignarse decirle adiós?
Pero si lo hubiera hecho, como le decía en su nota, no habría tenido valor para apartarse y dejarle ese espacio que tanto necesitaba para reflexionar. Porque cada vez que la tenía cerca no podía evitar convertirse en un egoísta sinvergüenza que sólo quería retenerla a su lado como fuese.
Mientras Pedro suspiraba resignado, el siempre alarmista Gaston entró en su despacho, seguramente con una más de sus ficticias urgencias.
Por lo visto, la explosiva Paula había estado allí y se había exaltado un poco ante las palabras del joven, negando su presencia, porque aunque Gaston lo intentara con todas sus fuerzas, era un pésimo mentiroso. Seguro que en esos momentos Paula debía de estar maldiciéndolo.
Se despidió de Gaston con una sonrisa y, tras mirar su reloj, se dio cuenta de que ya era la hora de irse a ese evento en el que él sería la atracción principal, o eso al menos era lo que los organizadores pensaban.
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