Fue una larga noche en la que Pedro apenas la dejó descansar. La hizo llegar a la cumbre del placer muchas veces antes de quedar plenamente satisfecho y rendirse ante el cansancio de sus cuerpos. A la mañana siguiente, Paula se removió inquieta en la cama, buscando medio dormida los protectores brazos de su amante, al que comenzaba a acostumbrarse, pero para su sorpresa, su cama se hallaba vacía y él no estaba allí.
Lo buscó por todas las habitaciones, hasta que en la destartalada mesa del salón, vio que le había dejado el desayuno acompañado de una hermosa rosa roja, y una nota.
Desde hoy contaré los días que faltan hasta nuestra boda.
Me he ido antes de que te levantaras, porque si hubiera esperado y te hubiese tenido una vez más entre mis brazos, me habría sentido terriblemente tentado de romper mi promesa.
Espero que me eches de menos y aceptes al fin lo que los dos sabemos: que me amas tanto como yo a ti. Creo que ante este hecho lo mejor que podemos hacer es casarnos, para que hagas de mí un hombre decente.
Paula hizo una bola con ella y la tiró al suelo. Después miró atentamente el desayuno, tan cuidadosamente preparado, y al pensar en cómo la cuidaba, cambió de opinión y deshizo la bola de papel, alisó la nota entre sus manos y la guardó junto a la rosa, que puso en un pequeño jarrón de un fino cristal.
—No sé por qué sigue teniendo estos detalles conmigo. Después de tanto tiempo debe de saber cuánto los odio —comentó Paula en voz alta, sin poder resistir la tentación de oler una vez más la exquisita flor que Pedro le había dejado—. ¡No pienso echarte de menos! —sentenció, mordiendo uno de los cruasanes, sin dejar de observar la arrugada nota que tenía enfrente.
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