lunes, 6 de noviembre de 2017

CAPITULO 46





Desde el mismo y maldito día en el que aquella estúpida asociación apareció, todo habían sido problemas, problemas y más problemas.


Paula había estado tan ocupada que ni siquiera había tenido tiempo para seguir fastidiando a aquel egocéntrico de Pedro, que no dejaba de dirigirle sonrisitas de satisfacción cada vez que sus miradas se cruzaban. Por lo visto, él también había estado demasiado atareado con la apertura de una de sus tiendas en Londres, pero a diferencia de ella, no tendría problemas con los proveedores, los clientes, los inspectores y los estúpidos de los comercios circundantes, que habían decidido que su tienda era inmoral e indecente.


Él era el ojito derecho de todos, mientras que ella era una bruja, pero una bruja idiota, porque aún intentaba excusar algunas de las cosas que aquellas indeseables le habían hecho, y todo por culpa de los celos, porque a las malditas cotorras les había molestado que ella tuviera una relación con Pedro. Muestra de ello eran las insistentes visitas de la «señorita lapa» a Eros, con un montón de muestras de afecto caseras.


Aquél era uno de esos días especiales en los que tenía toneladas de trabajo que hacer, pero sus tareas se acrecentaban cuando los proveedores se retrasaban, los encargos no llegaban y los productos con defectos se amontonaban en su entrada. Le habían entregado trescientos osos defectuosos, que, en vez de eructar cuando se le daba al botón de encendido, comenzaban a vomitar una extraña mezcla verdosa, sin opción de pararlos de ninguna forma.


Cuando los recibió, Paula discutió durante un buen rato con el proveedor que se los había servido, y que no les veía defecto alguno.


Finalmente, ella se lo mostró de la mejor manera posible: dirigió un oso hacia él y accionó el botón de encendido. Para su desgracia, aunque ese obtuso hombre finalmente comprendió el problema, se marchó enfadado, sin darle ninguna solución. Desesperada y sin saber qué hacer, se dirigió a la acera de enfrente, donde tal vez aquel genio de los negocios pudiera darle una solución a alguno de sus problemas.



****


Pedro observó con atención la pequeña tienda de Paula. 


Otro de aquellos proveedores se marchaba alterado porque ella se había negado a no hacer nada ante sus provocaciones.


Eso a Pedro no le gustaba. El molesto acoso de aquella exasperante asociación estaba consiguiendo alejarlos cada vez más. Siempre que él tenía tiempo para verla, ella estaba demasiado ocupada con algún problema referido a su establecimiento. Y, para colmo, tenía que aguantar el asedio de aquella rubia que vestía como los protagonistas de La casa de la pradera, pero que tenía unos pensamientos de lo más sucios y pervertidos.


Pedro estaba hasta las narices de comportarse con educación con aquellas dos fastidiosas cotillas para no dañar la imagen de su negocio. En más de una ocasión se había sentido tentado de contratar los servicios de Love Dead para ver si así les quedaba claro que no le gustaban las mujeres como Lilian Leistone.


Él prefería mil veces la burda sinceridad de Paula a las dulces insinuaciones de una víbora malintencionada. Pedro había tenido bastante de ese tipo de féminas y podía asegurar a ciencia cierta que si no tuviera dinero, aquellas dos no lo tratarían con tanta deferencia.


Se dispuso a salir de su tienda en busca de su amada Paula para intentar ayudarla a resolver sus problemas, cuando la indecorosa rubia del Comité para la Decencia y la Moral llegó de nuevo para acosarlo con sus empalagosos dulces.


—¡Buenos días, Pedro! Pasaba por aquí y he decidido hacerte una visita —dijo, tendiéndole un pastel—. ¡Es de boniato!


—¡Mmm, mi preferido! —mintió él, dispuesto a indigestar con él al primer perro que pasara por su lado—. Siento no poder atenderte, Lilian, pero ahora estoy muy ocupado y me disponía a salir a almorzar con mi prometida —añadió, intentando escapar de la agobiante joven.


Pero aunque la rechazara con amabilidad mil veces, no parecía darse cuenta de que sus atenciones no le interesaban en absoluto. En el pasado tal vez hubiera aceptado gustoso alguna de sus invitaciones, pero en esos momentos su mente y su libido sólo podían pensar una cosa: en los treinta y cuatro días, seis horas y cuarenta y dos minutos que llevaba sin acostarse con su bella y arisca enemiga.


—Si me disculpas... —intentó excusarse de nuevo, apartando la mano de ella de su brazo.


—Dime una cosa, Pedro, ¿por qué estás con una mujer como ésa? Podrías tener a cualquiera... —contestó Lilian dulcemente, insinuándosele una vez más—. Y tú vas y caes bajo el influjo de una maliciosa joven que tiene contratados a un grupo de groseros e impresentables. ¡Pedro, yo soy una
buena mujer y no pararé hasta guiarte por el camino de la salvación y alejarte de los brazos de esa mala pécora! —anunció Lilian con determinación, mientras se echaba sobre él, dándole un brusco beso en los labios que a Pedro lo dejó frío.


La alejó, decidido a rechazarla una vez más con la firmeza y sinceridad que merecía, cuando vio a Paula en la puerta, fulminándolo con una de sus gélidas miradas.




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