martes, 7 de noviembre de 2017

CAPITULO 47





De pie junto a la puerta de Eros, miraba a Pedro con odio, sintiéndome traicionada por un hombre en el que nunca debería haber confiado. ¡Y se atrevía a ensuciar nuestro acuerdo con una mujer como ésa!


Me sentaba como una patada en el estómago que «doña Castidad» hubiera conseguido lo que yo llevaba añorando desde hacía semanas. Esos apasionados labios, esas ardorosas manos... ¡solamente me pertenecían a mí!


Pero ¿a quién quería engañar? Pedro Bouloir únicamente era un maldito conquistador que nunca cambiaría. Él nunca sería fiel a una sola mujer, así como yo nunca cedería mi corazón a ningún hombre. Todos eran demasiado mentirosos: ésa era una lección que nuevamente Pedro me acababa de recordar.


—Paula, ¡no es lo que parece! —se disculpó él, alzando las dos manos con el gesto universal de «pillado in fraganti».


La señorita «Aún-soy-virgen-aunque-te-mire-como-una-guarra» dirigió hacia mí una sonrisa llena de satisfacción, mientras intentaba aparentar una inocencia de la que sin duda alguna carecía.


Pero un ser despreciable como ella no iba a conseguir sacarme del camino de Pedro, así que, con una de mis mejores y más falsas sonrisas, me dirigí hacia él provocativamente y, delante de aquella ilusa mojigata, me colgué de su cuello mirándolo acaramelada.


—Cuando me libre de esta lapa te vas a enterar —murmuré
amenazante, antes de acallar sus excusas con un ardoroso beso al que Pedro no tardó en responder con el anhelo de las semanas que hacía que nuestros cuerpos no se habían tocado.


En cuanto el beso terminó, la «señorita Empalagosa» seguía de pie junto a nosotros, sin dejar de observarnos, boquiabierta ante nuestra osadía.


Parecía que no pillara las indirectas, así que metí una mano por dentro de la camisa de Pedro, me pegué a su cuerpo lascivamente y le hice un chupetón.


A él no pareció molestarle demasiado mi osadía, ya que cogió mi trasero con sus fuertes manos, acercándome más a su cuerpo. En el momento en que Pedro se enrolló mis piernas alrededor de la cintura y comenzó a devorar con ansia mi boca, el sonido retumbante de un fuerte portazo nos anunció la partida de «miss Castidad».


Entonces me separé de Pedro, con cierta dificultad a la hora de detener sus impetuosos avances.


—¿Qué crees que estás haciendo? —le pregunté impertinente.


—Recuperar las semanas que hemos perdido por culpa del ajetreo de nuestros negocios —dijo él, intentando volver a atraerme hacia sus brazos.


—Pero, Pedro, por lo que he podido observar cuando he llegado a tu tienda, tú ya las has recuperado. ¡Y con creces! —lo acusé, cruzando los brazos a la altura del pecho, impidiéndole acercarse.


—Paula, yo... —comenzó a excusarse, alzando una mano hacia mí, pero tras ver mi ofendida mirada, desistió de sus mentiras—. Nada de lo que te diga hará cambiar la opinión que tienes sobre mí, ¿verdad? —me preguntó decepcionado.


—No —contesté, desilusionándolo aún más.


—¿Para qué has venido? —inquirió desalentado, a la vez que me acompañaba a la salida.


Ni una simple excusa, ni un ruego, ni un nuevo intento de explicar lo ocurrido... ¡Nada! Sólo una mirada de desilusión y una falsa sonrisa de resignación mientras me mostraba el camino. Me enfurecí más con las palabras que no dijo que con las que intentó excusar su falta, porque si ya ni se molestaba en mentirme significaba que yo no le importaba nada. Así que, bastante enfadada por su comportamiento, dirigí uno de los osos defectuosos a su entrepierna y le mostré cuál era mi problema.


¿Por qué se me habría ocurrido acudir a un tipo como él, si ambos sabíamos que no haría nada para ayudarme? Al fin y al cabo, Pedro sólo estaba conmigo para ganar una apuesta.




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