—«La famosa cadena Eros vuelve a triunfar en la fiesta celebrada en su nueva tienda, llena de fantásticos productos y en la que pudieron degustarse algunas de las exquisiteces que ofrecen a sus nuevos clientes...», bla-blabla... y más estupideces por el estilo, de esos periodistas lameculos —dijo Joel, tras leer el diario, molesto con las adulaciones que recibía un niño rico por abrir otra de sus tiendas.
—Bueno, nosotros también salimos en el periódico —intentó animar Catalina a los desmoralizados empleados.
—¿Dónde? —preguntó Paula con curiosidad, pues estaba segura de haber leído hasta el último artículo y no vio que hicieran ninguna mención de su negocio.
—Aquí —señaló Cata un pequeño artículo apenas perceptible de la página seis.
—«Edificio de oficinas del centro tiene que ser desalojado tras recibir el regalo de una tienda que se dedica a gastar molestas bromas en San Valentín. Love Dead se especializa en mandar a sus víctimas retorcidos obsequios. En este caso fueron unas rosas con un aroma un tanto particular, que finalmente hicieron que hubiera que evacuar toda una planta del mencionado edificio...» —leyó Joel, arrancando el periódico de las manos de su compañera.
—Bueno, sea buena o mala, es publicidad, ¡y gratis! —declaró Paula, sin darle demasiada importancia a la impertinente reportera que deslucía la imagen de su tienda—. ¿Te aseguraste de que el obsequiado firmara el papel de responsabilidad civil y le advertiste debidamente que no abriera el paquete en un lugar cerrado, Joel?
—Sí, Paula, hice todos los trámites necesarios para que nadie pueda demandarnos.
—Entonces, mientras tengamos nuestros culos a salvo, ¿a quién le importa lo que diga un estúpido periódico? —concluyó ella, tirando su lectura matutina a la basura.
—¿Le pasa algo? —preguntó Catalina al pequeño corro de compañeros que siguieron desayunando después de que Paula se alejara hacia su despacho.
—Yo os diré lo que le pasa: que ese petulante «míster Eros» y su negocio le están haciendo la vida imposible. ¡Nunca había visto a mi Paula tan desalentada como ahora! —dijo Joel en voz alta, furioso con la situación.
—¿«Tu» Paula? —se sorprendió Catalina.
—Bueno, nuestra Paula —rectificó Joel, sonrojándose por su error.
—Creo que esta vez tendré que darte la razón, Joel: todos sus males tienen nombre y apellido.
—¡Pedro Bouloir! —sentenciaron los demás, uniéndose todos contra el enemigo.
****
—¿Qué te ocurre, Paula? —le dijo Catalina a su inseparable amiga en su despacho, después de cerrar la puerta.
—Nada... Yo... No lo sé —balbuceó ella, frustrada con sus confusos pensamientos.
—¡Vamos, cuéntamelo! ¿Qué ha hecho ese estúpido de Pedro Bouloir? —insistió Catalina, dispuesta a hacerla hablar de lo que tanto la atormentaba.
—Me hizo el amor en un aparcamiento al aire libre y yo no opuse ninguna resistencia —confesó Paula, ocultando su avergonzado rostro entre las manos.
—¿Y cómo fue? ¿Os pillaron? —indagó Catalina con curiosidad.
—No, no nos pillaron. Y fue como siempre: algo asombroso.
—Entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó su amiga, sabiendo la respuesta.
—¡El problema es que yo no soy así! ¡Yo no me dejo controlar por pasiones arrolladoras, ni manejar por niños bonitos! ¡No sé qué narices me está pasando y no me gusta! —se quejó Paula, irritada con la situación.
—¿Se te ha ocurrido plantearte la posibilidad de que puedas estar enamorándote de ese tipo?
—¡No, eso es imposible! ¡Yo nunca me he enamorado! ¡No me puede estar pasando ahora, justo en este preciso momento y con la persona más inadecuada! —gritó ella, muy alterada, paseando de un lado a otro de la habitación—. Sabes que lo voy a perder todo si eso acaba siendo cierto, ¿verdad?
—No tiene por qué. Si él también se enamora de ti, sólo querrá lo mejor para su mujercita.
—Por favor, Cata, ¡mira las modelos con las que sale y luego mírame a mí! ¡Mira su negocio y luego mira el mío! ¡No congeniaríamos en la vida! Si me enamoro de alguien como él, lo único que lograré será acabar en la calle y con el corazón roto. No puedo permitir que eso pase.
—Pero ¿y si pasa? —insistió Catalina.
—¡Nunca lo admitiré! —sentenció Paula, escondiendo un poco más su duro corazón—. Tengo que alejarlo de mí y hacer que me odie. Catalina, ¿qué puedo hacer? —le planteó desesperada.
—La manera más rápida de que un hombre te odie es que lo engañes. Ahora bien, como no estáis juntos, simplemente sal con otro delante de sus narices e impídele que tenga contigo lo que tanto desea. Eso significa que nada de «sexo asombroso» con nuestro vecino de enfrente.
—¿Con quién le podría dar celos? —preguntó Paula, bastante decidida a seguir ese plan.
—¡Por Dios, Paula! ¿Es que todavía no te has dado cuenta de que Joel está loco por ti? —Catalina suspiró ante su despistada amiga, que nunca se daba cuenta de las cosas más simples.
—Pero Joel es mi empleado... No quiero que se haga ilusiones... y... — dudó Paula, sobre si seguir el retorcido plan de Catalina al pie de la letra.
—No tiene por qué hacerse ilusiones. ¡Tú simplemente cuéntale nuestro plan y él estará deseoso de ayudarte! Así es nuestro Joel —respondió su amiga—. ¿Quieres un consejo, Paula? Sal con Joel e intenta enamorarte de él. Ése sí es un buen chico con el que siempre tendrás el corazón seguro.
—¿Y qué hago con ese contrato que firmé? Estoy obligada a salir con él —le recordó Paula, arrepentida de haber propuesto alguna vez ese estúpido acuerdo.
—¡Tengo una idea para eso! Tal vez no sea tan espléndida y malvada como las tuyas, pero creo que servirá —contestó Catalina, entregándole una de las novelas románticas que leía—. La escena de la página ciento veinticinco es ideal para una situación como ésta.
—Sí, creo que servirá —declaró Paula después de leerla, recuperando su espectacular sonrisa, porque nuevamente había conseguido poner orden en el caos en que se había convertido su vida.
O eso al menos es lo que pensó en esos momentos.
****
Después de cuatro semanas llenas de citas que no lo llevaban a nada, de monólogos con su comida y largas noches de soledad, Pedro estaba más que harto de una mujer que no le permitía excusarse y que a cada paso que daba le oponía una barrera.
Hasta entonces, él las había derribado todas con facilidad, con su encanto o mediante la atracción abrasadora que existía entre sus cuerpos.
Pero ahora... ahora le era imposible acercarse a Paula. Y todo por culpa de esos... de esos...
—¡Paula, cariño! ¿Me pasas el ketchup? —pidió a voz en grito Agnes en el elegante restaurante donde estaban.
—Agnes, creo que aquí no hay de eso —contestó Paula.
—¡Pues vaya mierda de sitio! ¿Cómo quieren que me coma los espaguetis si no les echo ketchup?
Pedro, molesto con la incómoda situación, llamó discretamente al camarero y le dio un billete de veinte dólares pidiéndole que fuera a comprarle un maldito bote de ketchup lo más rápido posible.
—Agnes, el camarero ha ido por lo que has pedido tan educadamente. ¿Por qué no te echas otra siestecita mientras vuelve y dejas que esta dama y yo mantengamos una agradable conversación? —sugirió Pedro, dispuesto a acabar con toda aquella farsa.
—De acuerdo, pero luego no te quejes si ronco —advirtió la anciana, unos minutos antes de que, efectivamente, cayese dormida y que sus ronquidos hicieran la competencia a la orquesta de tan refinado lugar.
—¿Es que nunca vas a perdonarme? —preguntó Pedro, volviendo a encontrarse una vez más con la fría mirada de Paula.
—Estoy quedando contigo, tal como estipulaba el contrato —contestó ella impasible, ignorando una vez más sus súplicas.
—Sí, ¡y una mierda! —exclamó Pedro, perdiendo toda la paciencia cuando el último ronquido de Agnes sonó más fuerte que el piano—. A todas y cada una de las citas que hemos tenido te has traído a uno de tus impresentables amigos.
—Sí, cierto. Pero en ningún momento me he negado a salir contigo — precisó Paula.
—Quedamos sólo los sábados, porque durante la semana los dos estamos muy ocupados, y cuando llega nuestra esperada cita, me vienes con... ¡con esto! —señaló alterado a la pobre viejecita.
—¡«Esto» es una persona con nombre y apellido! —saltó Paula, indignada.
—Sí, y la que nos acompañó la semana pasada se llamaba Catalina, y la de la anterior a ésa, Barnie. ¿Me quieres decir por qué me estás haciendo esto? —preguntó Pedro.
—Muy fácil. Puesto que no sabes comportarte, he decidido llevar siempre conmigo una carabina. De modo que nuestras obligadas citas serán así a partir de ahora.
—¡No me jodas! ¡No estamos en el instituto, Paula! Los dos somos adultos responsables que...
—Sólo piensas con la polla —cortó ella, bruscamente.
—¡Joder, Paula, eso no es verdad! —le recriminó él sus duras palabras.
—Bien, entonces no te importará tener una cita normal conmigo, aunque sea con acompañamiento, ya que después de esta cena no esperas nada más, ¿verdad? —afirmó Paula, insolente dejándolo sin argumentos.
—Comamos, que el ketchup se enfría —zanjó Pedro la conversación airadamente, mientras dejaba sobre la mesa con brusquedad el bote que les había traído el camarero, despertando con ello a la pobre anciana.
Uyyyyy pobre Pedro lo mal que lo está pasando.
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