Bien. Otra cita, otra nueva e impertinente compañía que no los dejaría a solas ni un solo instante, que monopolizaría las conversaciones y que no le permitiría avanzar en su conquista, que le impediría acercarse a Paula lo suficiente como para darle siquiera un simple beso, y por culpa de la cual se volvería a una casa vacía, donde sus sueños calenturientos lo obligarían a torturarse con horas y horas de duchas de agua helada que no le servirían para nada.
¡Oh, pero esta vez la elección de la carabina había sido un error!
Demasiado joven, demasiado inofensiva, demasiado fácil de manejar... Y Pedro estaba demasiado desesperado como para comportarse nuevamente como un buen chico, así que en esta ocasión jugaría sucio.
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¡Dios! ¡Pedro estaba guapísimo con aquellos vaqueros gastados y aquella camiseta que se adaptaba a su cuerpo, marcando cada uno de sus firmes músculos y haciéndola babear y recordar cada una de las veces que había deseado besar de arriba abajo ese espectacular y fuerte torso!
Pero ¿en qué narices estaba pensando? Tenía que centrarse y no caer más en la tentación de acostarse con él, con aquel musculoso hombre que tenía unas manos mágicas y una lengua lasciva que la hacía enloquecer cada vez que devoraba su...
«¡Céntrate, joder Paula, céntrate! ¿Para qué narices has traído a Amanda si no es precisamente para detener los avances de ese hombre y endurecer nuevamente tu corazón?»
La cena siguió adelante sin ningún contratiempo. Incluso fue divertido escuchar alguna de las anécdotas de Pedro de cuando estaba en el instituto, así que en el momento en el que él propuso ir a un bar cercano para tomar unas copas, nadie protestó. Fueron a un lugar con un ambiente un tanto tranquilo y lo más fuerte que pidieron fue unas cervezas.
Pero cuando el joven y adinerado empresario empezó a beber, se descontroló, y a su quinta cerveza era un muestrario andante de todos los pecados que un hombre podía cometer.
—Entonces, a Loretta Wilbur le quité el sujetador con los dientes y...
Paula le tapó la boca antes de que prosiguiera con su picante historia, no apta para algunos oídos. Él le besó la mano, sin olvidarse de lamerle lujuriosamente la palma antes de que ella la retirara rápidamente, un tanto abochornada.
—Pero sin duda alguna, la mejor noche de mi vida fue cuando mi querida Paula me dio una oportunidad, esperándome lascivamente desnuda en el sofá de cuero de mi apartamento. ¡Oh, esa noche fue espléndida! ¿Recuerdas cuántas veces lo hicimos? Casi no pude esperar a llevarte a mi cama. La forma en que te retorciste entre mis brazos mientras besaba tus...
—¡Ya es suficiente! Ya no hay más cerveza para ti —exclamó Paula, arrebatándole la botella y mirando el reloj, cuya avanzada hora marcaba el fin de una velada que comenzaba a impresionar la inocente mente de la joven casi adolescente que los acompañaba.
—Sí, creo que será lo mejor. Pero ¿no deberías llamar un taxi para Pedro? —sugirió Amanda, al ver cómo se tambaleaba, bastante inestable.
—Sí. Tú vete a casa, yo me quedaré con él. Después de todo, en este estado no puede ser demasiado peligroso —comentó Paula, tras verlo disculparse con una silla con la que había tropezado.
—¿Estás segura? —preguntó con impaciencia la joven, sin dejar de mirar su reloj.
—Sí, anda, lárgate ya o tu padre te echará la bronca.
Cuando Paula se volvió hacia la masa bamboleante que era Pedro, pensó que ella misma tendría que llevarlo a su apartamento si no quería que acabara durmiendo en la acera de su edificio, porque en el estado en que se encontraba no llegaría ni al portal.
—No me puedo creer que te hayas emborrachado tanto con sólo cinco cervezas —se quejó Paula, mientras él apoyaba en su hombro parte de su peso.
Cuando llegaron al aparcamiento, Paula decidió que lo mejor sería que cogiera el coche de Pedro. Aparte de que siempre había querido echarle mano a uno de esos lujosos deportivos, también estaba el hecho de que el coche de ella pasaría más desapercibido ante los delincuentes del lugar.
—¡Las llaves! —le exigió, tras apoyarlo en el capó.
—¡No voy a dejar que conduzcas a mi bebé! Ninguna mujer lo ha conducido nunca y tú eres capaz de estrellarlo, con tal de hacerme sufrir un poco más —se quejó Pedro, como un niño que no quisiera prestar su juguete preferido.
—Tienes dos opciones: o me dejas a mí las llaves para que lo conduzca hasta tu casa o te despides de tu hermoso coche, que lo más seguro es que mañana aparezca desmontado, porque con la borrachera que llevas encima, ni loca te voy a dejar conducir —señaló Paula, contando con los dedos las únicas alternativas posibles.
—Sólo porque no tengo más remedio, pero ¡no le hagas ni un solo rasguño! —la advirtió Pedro antes de entregarle a regañadientes las llaves de su ostentoso vehículo.
En el momento en que llegaron al apartamento de él, Paula lo dejó sobre el enorme sofá, y ya se disponía a marcharse después de echarle una manta por encima, cuando Pedro le cogió una mano atrayéndola hacia él, y sus penetrantes ojos azules la miraron suplicantes.
—Paula, no me dejes —rogó, intentando retenerla a su lado.
Ella dudó unos instantes antes de rendirse finalmente a la tentación que representaba Pedro y caer de nuevo entre sus brazos.
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