sábado, 4 de noviembre de 2017

CAPITULO 39





—¡Que no me entere yo de que este culito pasa hambre! —bromeó una vez más Paula, mientras pellizcaba el firme trasero de Pedro de camino a su coche. 


—¡Como vuelvas a hacerlo una vez más te vas a enterar! —la amenazó él, un tanto molesto con la inoportuna frase y sus incómodos pellizcos.


—¿Así es como tratas a la mujer que te ha salvado del acoso masculino? —se burló ella, sacando a colación su situación de unos minutos antes—. Hay que admitir que la frase de tu admirador era bastante original —comentó Paula, recordándole los insufribles instantes en que había sido acosado por una marea de hombres bastante insistentes.


—No me lo recuerdes más. ¡He estado a punto de romperle la mano a ese sujeto! ¡Si no llegas a intervenir tú, te juro que se la parto! —contestó él, furioso, recordando cómo Paula se había interpuesto delante de aquel hombre y, colgándose amorosamente de su cuello, lo había reclamado como suyo.


—Creo que le ha quedado claro que no eras de ese tipo de hombres cuando por poco me violas en la pista de baile —se rio Paula, alisándose el arrugado vestido.


—Culpa tuya. Y de esa ropa que llevas —señaló Pedro, acorralándola contra la puerta de su coche.


—¿Qué crees que estás haciendo? —preguntó ella, confusa, cuando una serie de dulces besos comenzaron a descender por su cuello.


—Acabar con tus burlas de la única manera que sé —declaró Pedroaprovechando la oscuridad del aparcamiento para dar rienda suelta a la obsesión que lo había torturado toda la noche.


Pedro le bajó la parte de arriba del vestido y sonrió malévolo al ver que no llevaba sujetador que ocultase sus hermosos y turgentes pechos. Luego procedió a devorarlos con el feroz apetito y el deseo que lo había perseguido desde que la vio llevando aquella escandalosa prenda.


—¡Pedro, para! ¡Estamos en un parking! —protestó Paula, jadeante ante el intenso placer que estaba sintiendo en esos instantes.


—No te preocupes, sólo necesito unos minutos... —contestó él ante sus quejas, negándose a soltarla.


—¿Para calmarte? —preguntó ella, esperanzada, a la vez que se retorcía entre sus brazos con deseo de alguna más de sus caricias, aunque no fuera ése el momento ni el lugar.


—No, para hacerte llegar —respondió Pedro, jactancioso, mientras deslizaba una mano con delicadeza por sus piernas, le levantaba el vestido hasta llegar a sus húmedas braguitas, y se las echaba a un lado para acariciarla íntimamente.


—¡Pedro, para! —suplicó Paula, rindiéndose sin embargo a sus caricias, cuando uno de sus dedos invadió su interior.


Él mordisqueó sus jugosos pechos, mientras Paula se recostaba contra el coche sin poder resistirse a la pasión de aquel hombre. Le cogió la cara y le exigió un beso que acallara sus gemidos de placer. Pedro no se lo negó y le
devoró la boca sin piedad. Luego le alzó una pierna, que se puso alrededor de la cadera, para que el acceso a su húmedo interior fuera más fácil y placentero.


Con la mano hacía que vibrara de placer, a la vez que su firme y palpitante miembro frotaba contra su anhelante sexo. 


Paula se arqueó entre sus brazos cuando sus fuertes manos la elevaron, sosteniéndola contra su cuerpo, mientras su impaciente erección, aún recluida en su encierro, rozaba su punto más sensible. Pedro la penetró con dos dedos, imponiendo un ritmo que la hizo llegar a la culminación del deseo.


Paula se movió descontroladamente contra él, mientras la otra mano de Pedro seguía torturando sus erguidos pezones, que apenas notaban el fresco de la noche. Se agarró a Pedro con fuerza y le arañó la dura espalda por
encima de la ropa. En el instante en que el orgasmo la arrasó, el grito de placer, reservado únicamente para los oídos de Pedro, fue silenciado por los besos de éste.


Paula pensó que todo había terminado, pero él la sacó de su error desgarrando de un solo tirón sus braguitas, en el mismo instante en que sacaba su erecto miembro de sus pantalones.


Pedro se adentró en su cuerpo con una ruda embestida y movió las caderas a un ritmo enloquecedor que la hizo desesperar por un nuevo orgasmo. Él devoró sus pechos con impaciencia, aumentando su excitación y haciéndola rogar nuevamente por sus caricias.


Cuando le mordió los sensibles pezones, a la vez que incrementaba sus arremetidas, ambos culminaron finalmente gritando su pasión en la silenciosa noche. Por suerte, no había ojos curiosos cerca.


Paula quedó débil y expuesta a la fría noche. Volvió su rostro hacia un lado y vio su lujuriosa imagen en uno de los espejos retrovisores.


—Ésa no soy yo —susurró, admitiendo su error y horrorizándose por lo que había hecho en un lugar público.


¿Cómo podía tener tan poca fuerza de voluntad cuando estaba en brazos de ese hombre? Él la había tratado como si fuera un simple desahogo para sus largas noches de insomnio. Ni siquiera se había desvestido o llegado a entrar en su coche. Todos tenían razón: era peligroso, un donjuán, un playboy lujurioso que únicamente la utilizaba para divertirse.


No la había llevado a su casa para pasar una agradable velada, no la había tratado como a una de sus apreciadas mujeres. ¿Qué era ella en esos momentos? ¡Ah, sí! Ahora lo recordaba: tan sólo una estúpida apuesta.


—¡Nunca más, Pedro Bouloir! ¡Nunca más dejaré que me vuelvas a tratar así! —declaró firmemente, mientras se arreglaba el vestido, con lágrimas de impotencia en sus ojos.


—Paula, perdona... Paula yo... —intentó excusar él su comportamiento, al tiempo que trataba de retenerla junto a su cuerpo.


—¡Suéltame, Pedro! ¡Y haznos un favor a todos: aléjate de mí! —gritó ella, zafándose de su agarre—. ¡Yo nunca me enamoraría de un hombre como tú! —añadió, mirándolo con desprecio.


—Pues tenemos un problema, porque tengo un año para hacerte cambiar de opinión. Y tú no puedes alejarte de mí —replicó él con brusquedad, enfadado por el dolor que le habían producido sus despectivas palabras.


—¡Olvidas y recuerdas ese trato a tu conveniencia! —lo acusó Paula, cerrando sus puños con rabia.


—Lo mismo que tú —respondió Pedro. Y suspiró, a la vez que se pasaba una mano por el pelo, sorprendido con su propio inadecuado comportamiento.


Parecía que siempre que estaba delante de aquella mujer sólo sabía comportarse como un desquiciado.


—Por favor, perdóname —pidió—, lo he estropeado todo. Es que estaba impaciente por tenerte para mí solo y no he sabido esperar.


—¡Impaciente! ¡Me has hecho el amor en un parking público! Hemos tenido suerte de que nadie anduviera cerca —replicó Paula, histérica ante sus pobres excusas.


—No he visto que te resistieras demasiado —comentó él, alzando una ceja.


—¡Ya me dirás qué significa entonces la palabra «para», pedazo de neandertal! —repuso Paula, bastante dolida con su insinuación.


—Seguida de tus gemidos no mucho, la verdad —ironizó Pedro comportándose nuevamente como un idiota.


—¡Bastardo! —gritó Paula, golpeándolo con su pequeño bolso de mano—. ¡Luego te preguntas por qué te puse un tres!


—Si no recuerdo mal, la última vez fue un seis —dijo Pedro,
mencionando otro memorable encuentro en otro lugar inadecuado.


—¡Te lo advierto! ¡No te vuelvas a acercar a mí o atente a las
consecuencias! —lo amenazó ella, furiosa, recordando que él solamente era el enemigo.


—¿Sabes, Paula? Me voy a volver a acercar a ti cuando quiera y donde quiera —sentenció Pedro, acercándola firmemente a su cuerpo y robándole un duro beso—. Y tú no podrás hacer nada, porque tú misma cavaste tu propia tumba en el momento en que me retaste con ese trato. Ahora, atente a las consecuencias.


—¡No iba muy desencaminada cuando te dije que no podías cambiar! ¡Eres un niño mimado y egocéntrico que solamente juega con las mujeres! Pero ¡yo me niego a ser tu nuevo juguete! —declaró airada, limpiándose los labios con el dorso de la mano, mancillados con un indeseado beso—. Esta cita no merece ni siquiera un dos —añadió, mientras lo miraba con desprecio y se alejaba hacia donde estaba su coche.


—¡Paula, espera! ¡Paula, joder...! ¡Déjame que te...! —quiso excusarse Pedro, finalmente arrepentido de cada una de sus palabras, cuando recordó el día que era y vio alguna que otra lágrima en los ojos de ella, aunque quisiera ocultarlas.


Se quedó solo en el aparcamiento en el instante en que Paula decidió bloquearle la puerta de su coche y aceleró, marchándose.


A pesar de todas sus negativas, Pedro la siguió y aparcó en una oscura esquina, observándola bajar de su coche, todavía alterada por lo ocurrido.


Esperó unos minutos para asegurarse de que todo estuviera bien, de que Paula hubiera llegado sin problemas a su apartamento. Cuando vio las solitarias luces de su hogar, no pudo evitar reprenderse una y otra vez por su idiotez.


¡Estúpido! ¡Con lo bien que iba todo! ¿Por qué has tenido que comportarte como un gilipollas? —se repitió una decena de veces, al tiempo que se golpeaba la cabeza contra el volante.


—Señor, ¿qué está haciendo? —preguntó un agente, extrañado por su conducta, mientras iluminaba el interior de su lujoso deportivo con una linterna.


—Nada —contestó Pedro, recuperándose de su irracional arranque de ira.


—Será mejor que me enseñe la documentación. Por lo visto, hay un acosador por los alrededores. Una mujer nos ha llamado hace unos minutos diciendo que un hombre sospechoso estaba rondando la zona comercial.


Mientras Pedro se bajaba del coche para aclarar el malentendido, Paula se asomó a una de sus ventanas con una triunfante sonrisa. Al parecer, no estaba demasiado mal si ya había sido capaz de llevar a cabo un nuevo movimiento en el juego en el que ambos se habían implicado, apostando sin saberlo sus duros y egoístas corazones.




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