miércoles, 25 de octubre de 2017

CAPITULO 8





Era catorce de febrero, día de San Valentín, a las siete y media de la tarde. Únicamente faltaba media hora para que el plazo de Paula Chaves terminara. El señor Alfonso estaba en su despacho, como cualquier otro día. Apenas había dedicado unos instantes de su tiempo a la alocada mujer del día anterior, seguro de que le sería imposible conseguir las mil firmas.


Sonreía satisfecho ante la idea de bajarle los humos a aquella jactanciosa joven, cuando su eficaz secretaria anunció la visita de la señorita Chaves.


—Señor Alfonso, su cita de las ocho ha llegado.


Paula Chaves, vestida con un traje chaqueta de un rojo chillón que dañaba la vista, entró lentamente en el despacho llevando una inmensa caja blanca con un hermoso y elaborado lazo rojo. La colocó en el suelo junto a ella y esperó pacientemente las victoriosas palabras del dueño del House Center Bank.


—Señorita Chaves, tome asiento, por favor —pidió Nicolas Alfonso, sonriente al ver que Paula tenía las manos vacías—. Como salta a la vista, las cosas han sucedido tal como yo suponía... —comenzó el señor Alfonso presuntuosamente.


—No, es sólo que mi nuevo ayudante está tardando algo más de lo previsto —replicó ella, mientras se sentaba sin perder de vista su presente.


—¿Se puede saber qué es lo que está haciendo su ayudante para tardar tanto? —preguntó Nicolas Alfonso, irritado al ver que ella no daba su brazo a torcer.


—Recoger las firmas, por supuesto —confirmó tranquilamente Paula Chaves, sin dejarse intimidar por la impaciencia del presidente del banco o por el tiempo, que se estaba acabando.


—¡Señorita! ¡Faltan diez minutos para que finalice el plazo! Le advierto que si a las ocho en punto su ayudante no está aquí, el trato quedará anulad...


—¡El ayudante de la señorita Chaves! —anunció la secretaria, espantada, mientras entraba un hombre elegantemente vestido, que llevaba una tarjeta de felicitación del tamaño de una persona.


—Lo siento, Paula, pero ¿sabes lo difícil que es meter este trasto en un coche?


En la tarjeta que depositó ante un anonadado Alfonso, unas letras de un llamativo color verde fluorescente dentro de un corazón negro, decían:
«Todas estas personas comprarían en Love Dead».


—¿Qué tipo de broma es ésta? —bramó Nicolas Alfonso, furioso y molesto con la tarjeta, que ocupaba gran parte de su oficina.


—No se preocupe, por si no tiene ganas de contarlas... —dijo Paula, abriendo con dificultad la enorme tarjeta y mostrándole la firma de todas las personas que apoyaban su proyecto—. Aquí le traigo las firmas —concluyó con una radiante sonrisa, depositando además unos doscientos folios encima de la grandiosa mesa del presidente.


—¿Cómo las ha conseguido en un solo día? —preguntó el señor Alfonso, asombrado, revisando uno por uno los folios y dándose cuenta de que, efectivamente, había más de mil firmas.


—Le contaré mi secreto en cuanto firmemos el préstamo.


—No pueden ser solamente firmas de sus amigos o familiares... — seguía divagando el financiero al verse vencido.


—¿Dónde está el contrato de concesión del préstamo? ¿No iba usted a cumplir su incuestionable palabra? —insistió Paula.


—Sí, espere un momento, señorita. ¡Ingrid! Redacte ahora mismo un contrato de préstamo para la señorita Paula Chaves—gruñó Nicolas Alfonso por el intercomunicador, admitiendo al fin su derrota.


—¿Cómo lo ha hecho? ¿La apoya alguna gran compañía? ¿Ha llevado a cabo una campaña publicitaria impactante?


—Todo a su debido tiempo, señor Alfonso, todo a su debido tiempo — esquivó Paula hábilmente su pregunta, dispuesta a no descubrir su secreto hasta el último instante.


Nicolas ya empezaba a pensar que estaba ante una futura y brillante empresaria y a cuestionarse seriamente la primera impresión que le había causado, cuando Ingrid llevó los contratos debidamente redactados a su despacho y, tras las firmas de rigor, la joven reveló su verdadera personalidad.


No era que Paula Chaves fuera muy hábil en los negocios, o que tuviera importantes contactos. No señor, la verdadera Paula Chaves era una taimada mentirosa que los volvería locos a todos en el banco. Aquel contrato era peor que haber firmado uno con el mismísimo Belcebú. Por lo menos con el diablo tal vez se pudiera razonar, pero con Paula Chaves...


—Bueno, señor Alfonso. En realidad, lo que hice fue ofrecerles a algunos clientes mis servicios gratuitos durante un tiempo ilimitado. Pero tan sólo el día de San Valentín —explicó Paula finalmente al interesado banquero.


—Pero ofrecer sus servicios a más de mil personas gratuitamente, ¡la llevará a la ruina! —exclamó Nicolas, asombrado ante su inteligente, pero suicida estrategia.


—En realidad los convencí a todos para obsequiar a una sola persona.


—Eso es brillante, señorita Chaves, ¿y de dónde ha sacado a esas mil personas? —preguntó Nicolas algo confuso, compadeciéndose del destinatario de regalos tan cuestionables como los que habría en la tienda de esa joven.


—Si las mira bien, verá que son mil seiscientas cinco personas las que me apoyan. La verdad es que no podía haberlo conseguido sin su ayuda, señor Alfonso.


—¿Sin mi ayuda? —preguntó él, aún más confuso.


—Sí, usted me proporcionó los mil seiscientos cinco nombres y sus números de teléfono.


—¿Yo? —se asombró el hombre, comenzando a temerse lo peor.


—Sí, usted —respondió Paula, arrojando encima de la mesa la lista de los morosos que el banco exponía tan a la ligera en sus dependencias.


—¿Las firmas que usted ha conseguido son de clientes deudores de mi banco?


 —Sí, más concretamente de estos deudores —confirmó la joven, señalando la infame lista.


—Y adivine quién ha sido la persona a la que todos quieren agasajar con mis presentes —lo retó burlonamente, regodeándose en su victoria.


—No me dirá que piensa atosigarme con los regalos de su tienda. ¡Le advierto que puedo cambiar de opinión respecto a su préstamo y...!


—¿Incumpliría su palabra, poniendo en cuestión su prestigioso apellido? Y es más, ¿se arriesgaría a exponer su banco a un escándalo cuando mi contrato, debidamente firmado, fuera anulado sin motivo?


—¡Piénselo bien, señorita! ¿Sabe usted a quién se está enfrentando?


—Lo siento, señor Alfonso. Voy a abrir mi tienda para que personas como usted entiendan los mensajes, así que, lamentándolo mucho, es mi primer cliente. ¡Feliz San Valentín! —anunció alegremente, dejando la hasta entonces olvidada caja del sugerente lazo rojo encima del escritorio del presidente del House Center Bank.


—¡No pienso abrir esta caja por nada del mundo! —exclamó él, furioso.


—¡Usted verá! Dentro de unos minutos, exactamente cinco, si no se abre la caja, ésta se autodestruirá y, créame, no le gustará demasiado lo que ocurrirá en su despacho.


—Está bromeando, ¿verdad? —dijo Nicolas Alfonso, incrédulo.


—No, tiene un resorte especial, obra de un amigo que me aseguró que así ninguno de nuestros paquetes quedaría sin abrir.


—¡Fuera de aquí y llévense eso! —ordenó iracundo el dueño del banco. 


—¡Ah, no! Lo siento, pero yo he cumplido mi encargo. Si quiere deshacerse del paquete, hágalo usted mismo, aunque le advierto que sería mejor que lo abriera...


—¡Fuera! ¡Fuera de aquí! ¡Espero que usted y su tienda no tarden mucho en arruinarse!


—Feliz San Valentín a usted también, señor Alfonso—se despidió dulcemente Paula Chaves, antes de alejarse de las lujosas oficinas del último piso del House Center Bank.


—¿Crees que lo abrirá? —preguntó un sonriente Joel a su nueva jefa, mientras salían de aquel ostentoso lugar.


—Ni de coña, lo más probable es que se aleje de la oficina hasta que pasen los cinco minutos de rigor y luego entre de nuevo con precaución.


—Ese resorte que inventé no tardará en hacer salir el regalo como si de una caja sorpresa se tratase y esparcirá su contenido por toda la habitación. ¡Estoy impaciente por oír el resultado! ¡Atención! Cinco, cuatro, tres, dos, uno...


Unas iracundas maldiciones resonaron por todo el House Center Bank, haciendo que los empleados corrieran a ver qué le ocurría al empresario.


—Joel, tu idea es muy original, pero me niego a poner ese producto en el catálogo de la tienda. ¿Sabes cuánto me ha costado que el gran danés de mi madre hiciera sus necesidades en esa caja?


—¡Y pensar que todos los de la lista querían colaborar y no los dejaste! —replicó Joel, sin poder dejar de reírse.


—¡Joel, teníamos que llenar una caja, no un camión! —contestó Paula, sonriente al ver cómo su compañero se convertía nuevamente en un hombre con esperanzas.


—No sé cuánto durará este loco negocio tuyo, pero mientras esté abierto no dejaré de apoyarte —declaró Joel fielmente.


—Claro, pero eso sólo porque te he adjudicado la tarea de traerle el regalo a Nicolas Alfonso el próximo año —bromeó Paula, mientras salía contenta de un edificio que ya no la intimidaba en absoluto.




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