miércoles, 25 de octubre de 2017

CAPITULO 4





Empezó con un simple mensaje de texto en el que Manuel Tirson decía escuetamente «Te dejo». Tal vez otra adolescente hubiera derramado un mar de lágrimas y hubiese comentado con sus amigas lo desgraciada que era su vida, pero Paula sólo dedicó una simple mirada al SMS antes de borrarlo en la clase de Economía.


—¿Cómo puede ser tan cerdo? ¡Ni siquiera se ha atrevido a decírtelo a la cara! —gritaba indignada Catalina, la mejor amiga de Paula, una desgarbada rubia con la que todos se metían apodándola «jirafa».


—Está bien, no es para tanto —contestó Paula inexpresiva.


—Pero ¡no te ha dado ni siquiera una explicación de los motivos! Paula, ¿seguro que estás bien? —preguntó Catalina, preocupada por la reacción tan fría de su amiga ante el que hasta entonces había sido su primer amor.


—Sí, no te preocupes más por mí. Sólo llevábamos saliendo tres meses, no es para tanto. Ahora, si me perdonas, hay algo que tengo que hacer en clase de química.


Paula se marchó con decisión, mientras Catalina aún intentaba entenderla: ¿por qué no explotaba? ¿Por qué no gritaba, se quejaba o insultaba a Manuel? Ahí había algo raro, algo preocupante, algo importante que intentaba rememorar pero el recuerdo la eludía.


Hasta que la agenda se le cayó al suelo. Su libreta, llena de adornos de corazoncitos, mostró en sus gastadas páginas que ese día no tenían clase de química y, lo más importante, ése era «el día maldito».



****


Cuando Paula llegó a la clase de química, su regalo fue fácil de preparar, y no tardó mucho en disponer de su «ardiente» sorpresa. Como era de esperar, el gallito de Manuel la buscó a la hora del almuerzo para explicarle punto por punto cada una de las razones por las que su divina presencia no seguiría ya a su lado.


Le estaba amargando el almuerzo, hasta que Paula decidió acompañarlo a donde, según él, «estarían solos para hablar mejor sobre su relación».


Aunque ya no tenían nada más que decirse, Paula lo acompañó, porque sabía hacia donde se dirigía. No quería estar a solas con ella, sólo llevarla junto a su espléndido coche para mostrarle lo superior que era.


«¡Cómo narices pude comenzar a salir con semejante idiota!», pensaba Paula, mientras caminaba junto a su exnovio.


Aparte de una cara bonita, no tenía nada más que valiera la pena, excepto su lujoso deportivo descapotable, regalo de su querido y adorado papá.


«¡Maldito niño mimado! ¡Cómo lo odio! Todos los tipos como él se creen el centro del mundo y les encanta llamar la atención.»


—Paula, hemos cortado porque noto que soy demasiado para ti. Yo intento avanzar en esta relación, pero tú no me dejas.


—¿Por qué no dices mejor que tú quieres meterme mano mientras miras el bailecito de las animadoras? Y yo paso de ser un segundo plato.


—No debes estar celosa, ¡aquí hay hombre para todas! —se jactó burlonamente Manuel.


—¡Por Dios! ¿Cómo pude aceptar salir contigo?


—Porque nadie más que yo se ha atrevido a acercarse a ti hasta ahora, y aún no entiendo por qué —dejó caer él despreocupadamente.


—Aunque éste sea tu primer año en el instituto, ¿no has oído nada sobre mí? —preguntó Paula con malicia.


—Sí, claro. Estúpidas historias sobre unos días en los que te volvías loca, o algo por el estilo. Pero creo que nadie debe temer a una cosita tan bonita como tú —añadió, sujetándole la barbilla y alzándole la cara, en busca de un último beso—. ¿Quién sabe? Tal vez cuando dejes de ser tan mojigata podríamos volver a estar juntos y probar el asiento trasero de mi coche. Hasta entonces, te daré un último beso para que no te olvides de mí.


Paula apartó la cara y, lo que en un principio le pareció a Manuel un gesto de vergüenza, se tornó una maliciosa sonrisa.


—¿No recuerdas que te advirtieron que no te acercaras a mí cierto día del año? ¿Y, sobre todo, que no me hicieras enfadar en esa fecha concreta? Para tu desgracia, hoy es ese día en el que estoy algo más irritable de lo habitual y tú me has hecho enfadar enormemente, así que he decidido
demostrarte hasta qué punto con un bonito regalo. Yo tampoco quiero que te olvides de mí —concluyó Paula, acercándose con decisión hacia las plazas de aparcamiento destinadas a las visitas.


Tales plazas casi siempre permanecían vacías, pero desde hacía poco en una de ellas estaba aparcado el despampanante descapotable de Manuel, un privilegio que le otorgaba el colegio por ser un niño rico. El lujoso automóvil se hallaba en ese momento rodeado por miles de pequeñas bolitas blancas y un fino cordel que dibujaban un elaborado corazón a su alrededor.


—¡Por Dios, Paula, qué empalagoso! No hacía falta que te molestaras. Ya sé que me quieres y que soy lo mejor que te ha pasado en la vida y...


—Pero, Manuel, yo no te quiero —lo cortó ella—, y este corazón no demuestra mi amor, sino otra cosa... —finalizó perversamente, a la espera de su pregunta.


—¿Qué demuestra ese corazón entonces, Paula? —preguntó Manuel, irónico y sonriente.


—Mi odio por este día —declaró ella, demostrando finalmente sus más profundos sentimientos por la fiesta de San Valentín, mientras prendía una de las esquinas del cordel, creando un llameante corazón de fuego que rodeaba el adorado coche de Manuel.


—¡Estás loca! ¡Loca de atar! ¿Cómo has podido hacer esto? —gritaba él, histérico, mientras se mesaba los cabellos sin dejar de caminar de un lado a otro del aparcamiento.


Paula llamó perezosamente a los bomberos desde su móvil, sin dejar de observar ni por un instante la reacción de su exnovio ante su regalo. ¿No sería maravilloso que alguien se dedicara a hacer regalos así a tipos como Manuel, para que aprendieran la lección de una vez por todas?


Él había decidido deliberadamente ser cruel cortando con ella en un día tan señalado para cualquier chica como era San Valentín. Por desgracia para Manuel, para Paula ese día no significaba lo mismo que para las demás mujeres.


Justo cuando ella comenzaba a alejarse del lugar al oír la sirena de los bomberos, su amiga Catalina llegó a la carrera en su busca.


—Paula, ¿qué has hecho? —preguntó confusa, hasta que pudo observar el brillante regalo de su amiga.


—No te preocupes, las llamas se extinguirán por sí solas dentro de poco, y he recubierto el suelo que rodea el coche con pintura ignífuga. Es un truquito de internet que me pareció muy adecuado practicar este día.


—Pero, Paula... ¡te expulsarán!


—Valdrá la pena solamente por haber visto la amorosa respuesta de Manuel ante mi regalo —se burló ella, mientras observaba cómo el niño rico corría desesperado alrededor de su coche sin saber qué hacer—. Creo que le gusta. Después de todo, no se aparta de mi obsequio ni un solo instante.


—¡Estás loca! —comentó Catalina, resignada, alejándose con ella del lugar.


—No, es sólo que hoy es ese estúpido día. —Y de repente añadió, parándose en seco—: ¡Espera un momento, se me olvidaba! —Sacó su móvil y comenzó a mandar con rapidez un único mensaje.


Catalina curioseó por encima de su hombro. El texto decía así:
Feliz día de San Valentín.


Cuando Paula le dio a Enviar, el destinatario desconocido no tardó en hacerse notar, ya que desde el aparcamiento los gritos del furioso Manuel resonaron por todo el instituto.


Después de ese día, nadie volvió a salir con Paula Chaves y los bomberos siempre hacían una extraña parada el catorce de febrero por los alrededores del instituto.


Manuel Tirson nunca volvió a dejar a una chica en un día tan señalado.


Tal vez aprendiera la lección. O no, con los hombres ya se sabe. Por si acaso, todos los años recibía una anónima postal de San Valentín recordándole lo mucho que pueden llegar a quemar las llamas del amor, sobre todo si tu descapotable es inflamable.



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