martes, 24 de octubre de 2017
CAPITULO 3
En la adolescencia, decidí teñirme el pelo de negro, me puse lentillas y olvidé para siempre esos horrendos vestidos que mi madre tanto adoraba.
Os preguntaréis cómo la convencí para elegir yo misma la ropa. Fue fácil: metí todas las prendas en el triturador de basura, incluidos los manteles con los que mi madre podría intentar hacerme un nuevo guardarropa.
Por desgracia, la trituradora no pudo más que yo con esas horrendas vestimentas y se rompió.
Cuando a mi madre le llegó una exorbitante factura, junto con los restos del problema, supo captar la indirecta y dejó de atosigarme con sus lazos y vestidos a cuadros, aunque también me castigó hasta el día del Juicio Final, o hasta que pagara los desperfectos, lo que llegara antes.
En mi armario predominó desde entonces el negro, con rotos y adornos de vistosas calaveras. Creo que nunca llegué a pasar por esa fase de idiotez que atraviesan los jóvenes inmaduros. Mientras que mis compañeras no hacían otra cosa que reírse de tonterías e intentar llamar la atención de los chicos, yo planificaba cómo podía ayudar a mi madre a pagar sus deudas.
Muy pronto alcancé en estatura a mis compañeras y mis curvas se desarrollaron un poco más que las de las otras chicas. Creo que era atractiva, porque los imberbes jóvenes que comenzaban a convertirse en hombres, o en lo que podíamos definir como hombres, babeaban a mi paso.
No obstante, eran precavidos y no osaban acercarse a más de dos metros de mi persona, intuyo que me tenían miedo por algo que ocurrió.
Todo comenzó con ese regalo tan especial que le hice a mi novio, o tal vez debería decir exnovio, el día en que él decidió cortar conmigo. Si hubiera sido en cualquier otra fecha, tal vez lo habría dejado pasar, pero él tuvo que hacerlo el único día del año que yo detestaba: San Valentín.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario