viernes, 27 de octubre de 2017
CAPITULO 12
Había que admitir que el asombrado joven que la acompañaba era verdaderamente un adonis, de unos veintisiete o veintiocho años, metro ochenta y cinco, melena rubia y unos hermosos ojos azules. Además, tenía un cuerpo de infarto.
Desde el momento en el que se atrevió a entrar en su tienda, lo miraba todo con suspicacia e incredulidad: las rojas y chillonas paredes del establecimiento, que contrastaban con el negro y brillante suelo, las distintas zonas habilitadas para cada uno de sus empleados y la gran gama de productos que ofrecían parecían abrumarlo.
A juzgar por la ropa que llevaba, aquel impecable traje de diseño y el caro reloj de oro que tanto miraba, sin duda se trataba de uno de esos ricos mimados que se atrevían a entrar en su local por pura curiosidad, tras la publicación de aquel artículo que le había traído más problemas que beneficios.
—Bien, ¿y de qué quería hablarme? —preguntó Paula, consciente de que un hombre como él nunca compraría nada en su tienda.
—Estoy buscando negocios en los que invertir y el suyo me pareció muy interesante cuando leí un artículo sobre su tienda en la prensa local y... ¿Qué es eso? —se interrumpió Pedro, al ver un enorme y estrafalario jarrón transparente de más de medio metro de altura en el centro de la tienda, bajo un llamativo cartel.
—Léalo usted mismo —indicó maliciosamente Paula con una burlona sonrisa.
—«Si la llenáis, este mes le pago al banco en centavos.» ¿Funciona? — preguntó Pedro, sabiendo la respuesta tras las innumerables quejas de su padre.
—Son muchos los que odian al House Center Bank, creo que hay días en los que algunas personas entran nada más que para soltar algún que otro centavo.
—Muy imaginativo, ¿cómo se le ocurrió?
—Pura inspiración después de que intentaran cobrarme unos intereses por un retraso que no me correspondía. Ahora nunca olvidan quién les pagó y en qué fecha.
—¿Podría enseñarme algo más de su negocio y de sus originales ideas?
—Si así lo desea... —respondió ella desapasionadamente, consciente de que aquello no llevaría a nada. Ningún hombre trajeado osaría invertir nunca en un negocio como el suyo.
—Paula, no seas tan arisca con este posible inversor —la reprendió alegremente una joven rubia de hermosos ojos verdes y con un cuerpo de modelo.
—Carla, hoy tengo demasiado que hacer como para ponerme a hacer de guía.
—No te preocupes, ¡para eso estoy yo aquí! —sugirió la rubia, sin poder apartar los ojos de él—. ¡Yo le explicaré detenidamente todo lo que se hace en este original negocio! —declaró la alegre mujer, mientras lo apartaba de la insidiosa Paula Chaves.
—Aquí es donde trabaja Barnie, éste es el momento del año en que más ocupado está, así que no lo interrumpiremos demasiado —anunció jubilosamente Carla, señalando a un hombre un poco obeso que, sentado en un sillón hinchable en un rincón de la estancia junto a una gran pila de cajas de bombones, se dedicaba a abrir las hermosas y caras cajas y dar un solo y desalentador mordisco a cada una de aquellas elaboradas delicias.
—¡¿Se puede saber qué hace?! ¡Esos bombones valen cerca de doscientos dólares! —gritó Pedro exaltado, al presenciar tal atrocidad.
—Lo sé, por eso nadie duda en abrirlos —se burló maliciosamente la dueña de la atroz tienda, desde detrás de un mostrador negro con la forma de medio corazón roto.
—¡Lo que hace es inhumano! ¡Ese hombre puede llegar a padecer diabetes por su culpa! —le espetó Pedro.
—Barnie está a dieta el resto del año y además todos le ayudamos con esta tarea. Incluso algún que otro cliente se presta a probar esos exquisitos bombones. La función principal de Barnie no es comérselos, sino revisar que todos los bombones estén debidamente mordisqueados y correctamente expuestos. Yo no obligo a mis empleados a hacer nada que no deseen y me preocupo mucho por su salud —se defendió la implacable dueña de Love Dead, muy ofendida.
—No obstante, me parece un trabajo bastante extraño, si es que a eso se lo puede llamar trabajo... —añadió Pedro Alfonso, ganándose una mirada de odio y un gruñido desaprobador del sujeto que en esos instantes «revisaba» otra caja de bombones.
—Y esos peluches tan imaginativos, ¿quién los hace? —preguntó Pedro, con la idea de hacérselas pagar al indeseable que lo había avergonzado frente a los empleados de su padre.
—Oh, ésos los hace nuestra querida Agnes —anunció Carla
alegremente, mientras llamaba a la anciana.
La mujer que antes le había disparado a Cupido tendría unos ochenta años y llevaba un horrendo vestido de flores chillonas y un estrafalario pelo de color rojo intenso nada adecuado para alguien de esa edad. En ese momento salió de la trastienda con cara de mal humor.
Pedro la miró desalentado. Nunca podría vengarse de una desvalida viejecita, por muy mal que lo hubiera pasado ante las burlas del personal del House Center Bank. La anciana pasó a su lado arrastrando un enorme peluche en forma de corazón con cuernos de demonio y unos largos brazos que hacían un descarado gesto.
—¿Qué narices quieres, Carla? ¡Estoy muy ocupada! —se impacientó la anciana.
—Nada, Agnes, sólo que este señor quería conocer a la artista que cose esos hermosos ositos.
—¡Hola y adiós! —dijo la mujer, ignorando la hermosa sonrisa de Pedro, después de echarle un simple vistazo—. Paula, ya les he cosido las flechas en el trasero a esos peluches de Cupido, como querías. ¡Espero que con lo que me ha costado abrirles el culo a esos muñecos les cobres el doble a los clientes!
—No te preocupes, Agnes, será el triple. Por tu esfuerzo.
—¡Más te vale! —la advirtió amenazadoramente la anciana, antes de volver de nuevo a la trastienda.
—Bueno, y aquí tenemos a Amanda —continuó Carla, tratando de hacerle olvidar el amargo encuentro con la dulce viejecita—. Ella es la artista que elabora esas hermosas cestas de cardos. También confecciona ramos de lirios y crisantemos, y nuestras famosas rosas olorosas.
—¿Lirios y crisantemos? ¿No son ésas las flores que se les ponen a los difuntos? —preguntó Pedro, observando con atención la enorme mesa de trabajo que ocupaba gran parte de la estancia. En ella, la mujer estaba ocupada adornando una enorme y preciosa cesta llena de lazos rojos, con horrendos cardos y flores un tanto mustias.
—Sí, y como en muchas relaciones el amor está muerto... —replicó un tanto susceptible la joven Amanda, una adolescente gótica de cabellos negros y ojos azules, que, aunque tenía un rostro angelical, por su estrafalaria forma de vestir daba bastante miedo.
—¿Qué son las «rosas olorosas»? —preguntó él con curiosidad, al ver unas hermosas rosas en un paquete herméticamente cerrado, similar al que vendían en su propia tienda para preservar el delicioso aroma de las flores.
—Son rosas que incluyen una pequeña bomba fétida que explota cuando se abre el paquete —le informó diligentemente Carla.
—El envoltorio es bastante parecido al de esa cadena de tiendas de los enamorados, esa tal Eros —comentó Pedro, seguro de que la dueña se habría percatado de esa semejanza.
—Sí —sonrió malévolamente Paula Chaves—. Por eso los clientes siempre las abren.
—¿No temen que esa cadena se ofenda y trate de sacarles del mercado? —les planteó él seriamente, retando a Paula con la mirada.
—Nos dedicamos a clientes muy distintos, no veo por qué una cadena de tiendas tan grande se molestaría por una ridiculez como el parecido de unos absurdos envoltorios, que además resulta ser una simple coincidencia.
Una explicación muy elaborada, que se hizo evidente que era una gran farsa cuando uno de sus empleados, vestido de uniforme, entró en la tienda.
—¡Por fin he terminado con el reparto de los osos! ¡Ahora sólo faltan las cosas de la fiesta del anti-San Valentín! —exclamó alegremente.
Tenía unos treinta y pocos años y llevaba un atuendo muy parecido al que llevaban los repartidores de la cadena de tiendas Eros: un mono blanco, pero en vez de llevar un corazón rojo dibujado en la espalda, tenía un corazón roto, con el nombre del negocio algo difuminado y en letras más pequeñas de lo normal, por lo que no podían leerse con claridad.
—¡¿Eso también es una coincidencia?! —exclamó Pedro, ultrajado, señalando el uniforme casi idéntico al de su empresa.
—Sí. ¡Yo no tengo culpa de que la gente no se fije en las diferencias que hay y sólo aprecien las similitudes con esa famosa tienda! Además, si nos dejan entrar en algún lado confundiéndonos con ellos, no es nuestro problema: ¡que hubieran leído la letra pequeña! —se burló abiertamente Paula, señalando los distorsionados caracteres del uniforme donde estaba escrito el nombre de su negocio.
—¿Quién es éste? —dijo Joel, un tanto molesto por el interrogatorio tan presuntuoso del desconocido—. Tu cara me suena, pero no sé de qué — añadió, intentando recordar dónde había visto antes a aquel niño bonito vestido de Armani—. Paula, ¿te queda mucho para terminar? Sabes que debemos ir a la fiesta para que la inaugures. Marian me ha dicho que ya está allí la tarta en forma de corazón roto que le encargaste.
—¡Me encantan esas fiestas de anti-San Valentín! Son tan originales... —suspiró Carla, intentando que la invitaran una vez más a uno de esos escandalosos festejos.
—Lo siento, tú tienes pareja, así que te aguantas —contestó Paula.
—Podía romper con él por un día... —sugirió la rubia, quejumbrosa.
—No creo que a Thomas le gustase demasiado la idea —comentó la dueña, mientras miraba una curiosa lista—. Anda, ven y ayúdame a terminar esto. Así las dos podremos irnos a casa.
Carla dejó a Pedro en manos de Joel mientras se acercaba al mostrador para realizar uno de los trabajos que más le gustaban.
—¿Tacones rojo infarto o botas militares? —preguntó Paula sonriente, mostrando unos bonitos zapatos de tacón de un rojo chillón y unas viejas botas con suela de goma bastante usadas.
—¡Por Dios, no sé ni cómo te atreves a preguntar! —señaló Carla, falsamente indignada—. ¡Los tacones, por supuesto!
Cuando la dueña de Love Dead le pasó los tacones a su amiga y ella se puso las mugrientas botas, Pedro sintió curiosidad. Pero en el momento en que ambas arrojaron cajas de bombones con el logotipo de Eros al suelo y
comenzaron a saltar encima como posesas, pudo reprimir a duras penas sus furiosas protestas y las ganas de poner a Paula Chaves sobre sus rodillas y darle una lección de buenos modales.
—¿Qué están haciendo? —preguntó entre dientes, intentando mantener a raya su indignación, mientras veía cómo sus famosos productos eran violentamente maltratados por aquellas alocadas mujeres.
—¡Ah, eso! Es un servicio especial de este año. Si traes algún producto que te regaló el año pasado por San Valentín alguna persona que no capta la sutileza de tus negativas, nosotros se lo hacemos entender a nuestra manera. Como verá, es un servicio muy solicitado —contestó Joel sonriente,
señalando una alta pila de cajas de bombones de su popular tienda.
Pedro observó boquiabierto cómo aquel grupo de impresentables destruían uno por uno los sueños románticos que él ofrecía en su negocio a los inocentes enamorados. Definitivamente, su padre tenía razón: una tienda así no debería existir, y menos aún cuando utilizaban el buen nombre de Eros para prosperar, aprovechándose de los pobres enamorados que se interponían en su camino.
—No te preocupes, jovencito —intervino en ese instante la vieja Agnes al pasar por su lado—, ninguno de los regalos se queda sin su debido tratamiento —concluyó, mientras sacaba de detrás del mostrador unos tacones algo más bajos que los de Carla y se disponía a darles «el debido tratamiento» a sus adorables cajas de delicias de chocolate.
—¡No, Agnes! Estas cajas van para chicas, por lo tanto debemos aplastarlas con las botas. Esas otras que tiene Carla son las de los hombres —señaló Paula Chaves, revisando una vez más la endiablada lista.
—¡Creo que ya he tenido suficiente de este negocio! —dijo Pedro, muy ofendido, sin poder contener mucho más su rabia.
—Entonces, ¿no piensa invertir en mi establecimiento? —preguntó irónicamente Paula, que sabía desde el principio que todo era una mentira.
—No, ¡en absoluto! Pero si le apetece, le puedo comprar el local antes de que se arruine —respondió Pedro Alfonso, destapando al fin sus verdaderas intenciones.
—¡No voy a vender mi negocio por nada del mundo! Y no creo que mi tienda cierre, precisamente cuando mis ventas han comenzado a duplicarse —replicó Paula, vanagloriándose.
—Bien, le doy a su empresa un año más de vida. Seguro que el año que viene por estas fechas estará mendigando en una esquina.
—Ya han predicho mi futuro otros hombres de su misma calaña y le puedo asegurar que en el instante en que abrí mi negocio no le concedían ni dos semanas de vida. ¡Y aquí estoy! —anunció Paula, triunfante, abriendo los brazos—. ¡Llevo dos años a cargo de él y pienso seguir aquí mucho tiempo más!
—¿Quiere que le enseñe la salida? —se ofreció Joel, enfadado por los insultos de Pedro y dispuesto incluso a usar la violencia.
—No te molestes, Joel, seguro que un hombre tan instruido como él sabe encontrarla solito —zanjó burlonamente Paula, señalándole el camino con el dedo corazón—. Es por allí, no tiene pérdida.
—Nos volveremos a ver, Paula Chaves —amenazó abiertamente Pedro.
—Lo dudo mucho, ¿señor...?
—Ya lo sabrá a su debido tiempo —sonrió Pedro maliciosamente, al tener una pequeña ventaja sobre aquella bruja ofensiva.
Poco después, salió del local dispuesto a arruinar a Paula Chaves y su estúpido negocio.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario