martes, 21 de noviembre de 2017

CAPITULO 95




Finalmente, cuando Paula llegó a Pasadena eran cerca de las doce de la noche. ¿Qué loco esperaría cinco horas en una iglesia vacía? Paula había intentado comunicarse con Pedro una decena de veces, pero tras esa llamada entrecortada en la que nada quedó claro, antes de que la batería de su móvil se agotara, ningún intento había sido fructífero.


Los compañeros de Gerald no tenían móvil; cuando pararon en un pequeño bar de carretera, la línea estaba cortada y ninguno de sus clientes parecía conocer las nuevas tecnologías o, por lo menos, usar alguna de ellas...


¡Maldita ley de Murphy, que parecía afectarla irremediablemente siempre el día de San Valentín!


Aunque Gerald se ofreció a llevarla a cualquier otro sitio, ella
necesitaba ir allí, a Saint Andrew, entrar en la iglesia donde Pedro había esperado durante tanto rato y asegurarse de que no estaba allí.


Entró en Saint Andrew a la carrera, casi sin aliento, para encontrar lo que ya suponía que la aguardaba: un lugar vacío y silencioso en el que ya nadie la esperaba.


Frente al altar había un ramo de novia de hermosas flores blancas. Sin duda, el último presente de Pedro antes de la boda. Caminó hacia él por la larga alfombra roja que ella debería haber recorrido y se derrumbó sobre los escalones, acunando entre sus brazos el que debería haber sido su ramo de novia.


¡Debería haberte dicho antes cuánto te amo! ¡Que no he dejado de hacerlo! —exclamó Paula, mientras lágrimas de impotencia surcaban su rostro. Golpeó el suelo de la iglesia con los puños, furiosa por todos los contratiempos de aquel maldito día, que le habían hecho perder finalmente al hombre que amaba.—¿Por qué no pudiste esperar un poco más? ¿Qué significa entonces esto? —preguntó alterada, mientras se quitaba el hermoso anillo que Pedro nunca llegó a darle y lo arrojaba contra el suelo.


La sortija rodó por la alfombra hasta detenerse a los pies de un hombre que siempre cumplía sus promesas.


—¿Acaso no te dije que te esperaría siempre? —recordó el sonriente y aliviado novio, ante la declaración de amor que acababa de oír.


Caminó hacia Paula y se sentó a su lado, devolviendo el anillo a donde debía estar.


—He estado tentado de irme, pero entonces he recordado algo de suma importancia que siempre me decía mi madre en el día de San Valentín.


—¿El qué? —preguntó Paula, aún confusa ante la presencia de Pedro en la iglesia.


—Que el amor, a pesar de lo que muchos piensan, nunca muere — declaró él, secando las lágrimas que aún rodaban por el rostro de su amada —. Además, en estos instantes nuestro trato, esa maldita cosa estúpida que hicimos, ya no tiene validez —dijo Pedro, rompiendo en pedazos el contrato
que le quemaba en el bolsillo desde hacía más de un año, después de oír sonar las doce campanadas de Saint Andrew que ponían fin a ese día.


—Entonces, ¿quién ha ganado? —inquirió Paula, cogiendo la mano que Pedro le tendía.


—Dejémoslo en empate —propuso él, atrayéndola hacia su cuerpo y estrechándola entre sus brazos—. Por cierto, todavía tengo retenido al cura en esta iglesia, así que, a pesar de tu tardanza, aceptaré casarme contigo, ya que amas todo de mí.


—Eres bastante arrogante... —replicó Paula, con una sonrisa, feliz—. ¿Y quién te ha dicho que te amo?


—Tú misma, con tus actos, con tus caricias, con tus besos, con tu cuerpo y, finalmente, con tus palabras cuando lo has gritado en la iglesia a viva voz.


—Creía que no estabas, que te había perdido para siempre —admitió desesperada, abrazándolo con fuerza.


—Entonces, recuérdamelo ahora para que nunca pueda olvidarlo — pidió Pedro.


—¡Te amo, Pedro! ¡Te amo con todo mi corazón y con toda mi alma! — respondió ella apasionadamente.


—Te amo tanto, Paula, que siempre te esperaré —confesó él, iniciando un nuevo trato que esta vez carecía de límite alguno y en el que ambos ganarían siempre, un trato que fue sellado con un beso con el que demostraban que nunca se rendirían ante la dura batalla que representaba el amor.


Después de una boda sin invitados, banquetes, prensa o festejos, Pedro y Paula se perdieron entre las sábanas en el pequeño apartamento de encima de Love Dead.


Tras las puertas de la habitación quedaron olvidadas las discusiones, los enfrentamientos, las peleas... Todo aquello que una vez los señaló como enemigos era ahora solamente alegres recuerdos para dos corazones que se habían encontrado entre la rivalidad de un mundo que los separaba.


Y es que a Cupido a veces le gusta hacer de las suyas y une a las parejas más extrañas para su propia diversión. ¿Y qué mejor que unir a la reina del desamor y al rey de los enamorados, para demostrarles a todos que el amor aún existe en este alocado mundo?




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