martes, 21 de noviembre de 2017
CAPITULO 93
En la carretera que lo llevaba finalmente a casa, Gerald se aburría enormemente. Sólo había kilómetros y kilómetros de desértico paisaje donde nunca pasaba nada. Siempre tenía que encender la radio para no quedarse dormido al volante, pero como sólo encontraba cotilleos sobre una boda, había preferido mantener apagada la radio y disfrutar del monótono paisaje en silencio.
Empezaba a oscurecer y Gerald decidió encender las luces de su camión, justo a tiempo de esquivar a un insensato que estaba sentado como si nada en medio de la carretera.
Armado con una palanca y una linterna, se bajó para investigar qué le pasaba al solitario viandante.
Cuando lo iluminó no supo si reír o llorar ante la broma pesada: era un enorme oso con una horrenda expresión y una flor mustia entre sus suaves pezuñas, que sostenían un enorme cartel que decía «San Valentín apesta».
—Sí, señor, estoy totalmente de acuerdo contigo —bromeó el hombre de mediana edad, mientras pensaba cómo llevarse ese oso consigo para irritar un poco a su querida esposa.
Por desgracia, el presente parecía ir con carga adicional, ya que una mujer vestida de novia hizo su aparición de la nada, llevando en las manos...
¿un bate de béisbol?
Gerald decidió que si no era un fantasma, estaba como una cabra, así que corrió hacia su camión para refugiarse en él y salir vivo de aquella extraña situación.
—¡Por favor! —exclamó la mujer—. ¡Usted es el único que ha pasado por aquí en horas y yo tengo que ir a una boda! ¿Podría llevarme a la iglesia de Saint Andrew?
—¿Me puede explicar qué hace usted aquí, en mitad de la nada? — preguntó él, aún escéptico, desde el interior de su vehículo.
—Me llamo Paula Chaves, mi camioneta de reparto se ha estropeado en mitad de una entrega. Llevo horas aquí tirada, mi móvil se ha quedado sin batería y nadie sabe dónde estoy. Además, si no llego pronto a esa maldita iglesia, Pedro creerá que lo he abandonado. ¡Así que, por favor, se lo ruego, lléveme a Saint Andrew lo más rápido que pueda! —rogó la desolada novia, abandonando finalmente el bate de béisbol, mientras se cubría con las manos el lloroso rostro.
—¡Espere un momento! ¿No será usted esa novia de la que hoy habla todo el mundo?
—Sí, la misma, ¡por favor...! —suplicó Paula entrecortadamente, consiguiendo que por fin Gerald saliera del encierro de su cabina.
Con cuidado, la ayudó a subirse en el asiento del copiloto y él se sentó al volante, no sin antes recoger el enorme oso que le daría como obsequio a su esposa.
Cuando el camión puso rumbo hacia la ciudad, Paula le preguntó desesperada:
—¿Tiene móvil, teléfono, algo con lo que pueda avisar a Pedro de que voy de camino?
—No, lo siento —contestó Gerald, apenado por las lágrimas que bañaban el rostro de aquella pobre chica—. Pero ¡tengo algo mejor! — anunció alegremente, recordando su radio, con la que podía comunicarse con cualquiera que sintonizara su misma frecuencia.
—Aquí Alce Rojo a cualquiera que pueda escucharme... ¿A que no adivináis a quién llevo conmigo...?
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