Tras recibir de su hijo la alegre noticia de que finalmente iba a ser abuelo, Nicolas Alfonso había buscado incansablemente el paradero de Paula y finalmente dio con su número de teléfono.
Tomó aire, preparándose para una llamada que no sería fácil para nadie, pero como padre que era, tenía que hacerlo por el bien de su hijo y de sus futuros descendientes.
—Si es usted otro de esos malditos periodistas, le diré que no me entretuve en medir el miembro de Pedro, simplemente lo utilicé. ¡Y me niego en redondo a revelarle las posturas que realizamos en la cama, ya que no es de su incumbencia...!
—Señorita Chaves, me alegro de que se niegue usted a hablarle de esos temas a la prensa, pero me alegraría aún más que dejara de esconderse —dijo el banquero.
—¡Ah, es usted! ¡La vieja urraca de ese famoso banco que no tuvo las agallas suficientes para enfrentarse a mí y me envió a sus dos hijos! ¡No se preocupe, no pienso formar parte de su eminente familia! Además, ahora tiene usted lo que tanto deseaba: ¡me he marchado lejos y ni usted ni ellos volverán a verme nunca más!
—Eso sería perfecto para mí, señorita Chaves, si no fuera porque el idiota de mi hijo Pedro se ha enamorado de usted como un loco.
—Ese cuento aún no acabo de creérmelo —replicó ella, escéptica.
—Pues debería confiar más en el que va a ser el padre de su hijo — opinó Nicolas ante aquella irritante mujer que tanto lo sacaba de quicio.
—No se preocupe, no voy a molestar a su hijo con la gran
responsabilidad que supone la paternidad. ¡Yo sola soy muy capaz de encargarme del bebé!
—El problema es que tanto él como yo queremos formar parte de la vida de ese niño, y no sólo económicamente.
—¡Le digo una vez más que este bebé es mío y de nadie más y no voy a permitir que le meta a mi hijo en la cabeza sus estúpidas ideas sobre heredar su imperio, o lo acabe manejando a su gusto como a sus dos vástagos!
—Yo no soy tan manipulador como usted cree, señorita Chaves. De hecho, no hay ninguna posibilidad de que yo haya influido en Pedro en modo alguno en lo que a usted se refiere.
—¿Se supone que debo creerle?
—¡Exijo que vuelva inmediatamente a la ciudad y deje de esconderse como una cobarde!
—No me estoy escondiendo, solamente me he tomado unas largas vacaciones, ya que su hijo parece haberse quedado con todo lo que me importaba.
—Pues sus largas vacaciones deben finalizar ya, señorita Chaves. Yo no soy tan complaciente como Pedro. Si para el próximo pago del día cinco no entrega usted el dinero en persona, olvídese de la tienda que tanto le importa, porque le juro que cierro Love Dead para siempre, aunque tenga que no volver a hablar en la vida con mi insufrible hijo —finalizó Nicolas Alfonso con un tajante ultimátum, antes de colgar el teléfono.
Ahora sólo le quedaba esperar que sus amenazas hubieran surtido efecto y que ella se decidiera a volver, aunque sólo fuera para enfrentarse a él y a su banco.
A partir de ese día, contaría las horas que faltaban para que Paula Chaves volviera a la ciudad, y guardaría en secreto su agresiva amenaza.
Sus hijos no conocerían el retorno de la joven hasta que él lo decidiera.
Después de todo, tenía mucho de lo que hablar con ella, la protagonista de todas sus pesadillas y sueños; porque, aunque fuera difícil de tratar, sin duda sería una gran madre para su futuro nieto.
*****
El cinco de febrero, Paula salió temprano de la casa de su madre.
Aunque aún no se decidía a dar la cara, por nada del mundo consentiría que Nicolas Alfonso acabara con el sueño que tanto trabajo le había costado fundar. En esos momentos se encontraba frente a Love Dead, oculta en su destartalado coche.
Paula miraba su adorada tienda, que no había perdido nada de su habitual esplendor. Los escaparates estaban un tanto anticuados, tal vez deberían cambiar de nuevo la postura del oso, pero por lo demás, Pedro parecía no haber desatendido su negocio en absoluto. Ella había pensado que, después de ganar la apuesta, delegaría en alguno de los trabajadores de Love Dead para el día a día y no se acercaría a la tienda.
Desde su desvencijado escarabajo pudo observar que todo lo que sus empleados le habían dicho era cierto: los trajes de Pedro habían pasado a mejor vida y ahora vestía de una manera elegante aunque informal, resaltando aún más su atractiva apariencia. Manejaba todos los asuntos con bastante eficacia, y a juzgar por su rostro cansado y sus ojeras, parecía que se hubiese enfrentado a fondo al desafío que era dirigir aquel lugar con todos los problemas que conllevaba.
Esperó con impaciencia que Pedro se tomara un descanso o que hiciera alguna gestión fuera, ya que todavía no se sentía capaz de verlo.
Se quedó en su coche cerca de dos horas, con la única compañía de una chocolatina y un botellín de agua, hasta que vio salir a Pedro en dirección a la furgoneta junto a Joel, para hacer el reparto, algo que nunca hubiera creído posible de tan orgulloso personaje. La furgoneta no era la suya vieja, que hacía un ruido ensordecedor cada vez que arrancaba, sino otra totalmente nueva. ¿Qué le habría pasado a la otra, y desde cuándo su negocio podía permitirse tal lujo?
En cuanto vio arrancar a Pedro, no perdió más tiempo, salió de su coche y entró en Love Dead. ¡Dios, cuánto había echado de menos aquellas cuatro paredes que eran toda su vida!
Paula se dirigió directa al gran jarrón donde recogía las monedas de un centavo con las que pagaba a aquel odioso banco que tantos quebraderos de cabeza le había dado.
Entró como si nada, como si no hiciera ya más de un mes que los había abandonado a todos para esconder la cabeza en el agujero más cercano.
Sus empleados miraron boquiabiertos cómo, tras un simple «Hola», Paula se encaminaba hacia el saco que guardaba tras el mostrador, lo cogía y empezaba a llenarlo volcando el enorme jarrón. En el mismo instante en que intentó alzar la vasija, tres pares de manos la detuvieron, mientras la vieja Agnes la reprendía:
—¡Qué narices intentas hacer, Paula Chaves! ¡En tu estado!
—Nicolas Alfonso me ha amenazado con cerrar la tienda si no le llevo el pago yo misma. Y tal vez pueda obligarme a salir de mi escondite, pero ¡por nada del mundo pienso renunciar a las tradiciones de este negocio! — manifestó Paula.
—Me parece muy bien que por fin hayas salido de tu escondrijo, niña, pero de ninguna manera vas a llevar un saco tan pesado tú sola —insistió Agnes, advirtiéndole con su firme mirada que nada la haría cambiar de opinión.
—Ya os lo ha dicho Pedro, ¿verdad? —preguntó ella, resignada a que todos supieran la noticia de su embarazo.
—¡¿Que si nos lo ha dicho?! ¡Ese hombre se ha dedicado a gritar a los cuatro vientos que va a ser padre y cada día nos persigue con uno de esos libros, dándonos la lata con un capítulo nuevo sobre desarrollo y lactancia y yo qué sé...! —la informó Catalina.
—Ayer tocó el del color de la caquita del bebé... ¡Puaj! —se quejó Barnie, vaciando el contenido de la enorme jarra en el saco.
—Hoy creo que tocaba el capítulo de cómo cambiar al bebé, ya que lo he pillado poniéndole un pañal a uno de los peluches de Agnes —explicó Amanda, mientras cerraba el saco, repleto con el pago de ese mes.
—No creí que se tomara tan en serio la noticia. Por su fama más bien pensaba que se desentendería de ello —comentó Paula.
—Pues déjame decirte que te has equivocado con ese hombre — intervino la anciana, sacándola de su error—. Después de que te fueras, se derrumbó. ¡Iba de acá para allá como alma en pena!
—Sólo porque no podía deshacerse de esta tienda —musitó débilmente Paula.
—¡No te engañes, niña! —replicó Agnes—. Podía haber delegado en cualquiera de nosotros, pero en cambio tomó las riendas y dijo que no pensaba permitir que nadie destruyera tu sueño, que lo mantendría en pie hasta que tú volvieras a reclamar lo que te pertenecía.
—Ése no es el Pedro que yo conozco —dijo Paula, sorprendida con el comportamiento del hombre al que había odiado durante tantas semanas.
— ¡Y eso no es todo! ¡Echó a las cotorras de aquí de muy malas formas cuando comenzaron a insultaros a ti y a tu hijo! ¡Llegó incluso a pedirle la pistola a Agnes! —señaló Amanda, alabando la loable hazaña de Pedro.
—¿Incluso a la rubia con cuerpo de modelo que es incapaz de despegarse de él?
—Ésa fue la primera —respondió Barnie.
—Aunque ahora se esté comportando como un caballero, os recuerdo que los príncipes azules no existen y que él fue un completo canalla que me rompió el corazón. No voy a perdonarle tan fácilmente —declaró Paula con firmeza.
—¡Quién narices te dice que lo perdones! —gritó Agnes, molesta por su empecinamiento.
—Ponlo a prueba, haz que te demuestre que merece tu amor —propuso Amanda, aleccionada en los problemas del corazón.
—Pero ¡por el amor de Dios, deja de esconderte o ese hombre nos volverá locos! ¡Si me lee un capítulo más sobre lactancia, te prometo que me suicidaré atiborrándome a bombones, o enfadaré a Agnes hasta que me pegue un tiro! —suplicó Barnie a su indecisa jefa.
—Yo nunca desperdiciaría un tiro en tu gordo culo —replicó
amablemente la anciana.
—No sé qué hacer —reconoció Paula—. Por ahora, sólo quiero enfrentarme a ese mezquino de Nicolas Alfonso y entregarle el pago de este mes antes de que se decida a cumplir sus amenazas.
—Yo te acompañaré —se ofreció Barnie, levantando el saco con ligereza y cargándoselo sobre un hombro mientras se dirigía a la salida.
—¡Por favor, no le digáis a Pedro que he vuelto! Todavía no sé si es lo mejor...
—Paula, si ese hombre no está enamorado de ti, no sé lo que es el amor. Porque aunque tú no creas en los príncipes de los cuentos, que matan dragones para salvar a las princesas, él definitivamente los está matando por ti —dijo su amiga Catalina, haciendo que ella reflexionara sobre los fuertes sentimientos que aún persistían en su corazón.
Paula se alejó en su viejo coche hacia el banco, acompañada de Barnie y, mientras conducía, no pudo evitar pensar que tal vez huir no había sido la mejor opción, pues sus problemas y temores seguían esperándola.
Al llegar, cruzó altivamente las puertas del House Center Bank, seguida de Barnie con el gran saco de calderilla. Como nadie la detuvo cuando entró con decisión en el ascensor que llevaba a la última planta, supo que Nicolas Alfonso la estaba esperando.
La agria secretaria, que normalmente le cortaría el paso al despacho del adinerado magnate, en esa ocasión simplemente la precedió hacia las enormes puertas de madera y las abrió diligentemente, dejándolos pasar.
Cuando penetró en la estancia, la regia figura del dueño de aquel imperio la miraba un tanto molesto. Molesto con ella y con el saco que portaba su empleado con el pago del mes. Barnie lo dejó encima de la mesa y se fue, dejándolos enfrentados en una guerra silenciosa por ver cuál sería el primero de ellos en hablar.
—Bien, veo que ha venido a entregar el pago en persona, como yo le recomendé que hiciera —comenzó Nicolas Alfonso.
—Más bien como usted me ordenó que hiciera si no quería perder mi tienda —replicó Paula.
—¡Por favor, querida, siéntese! ¿Quiere un zumo, un refresco o tal vez un poco de agua? —le ofreció el hombre amigablemente, mientras él se servía una copa para poder continuar la conversación.
—Y si le pidiera un whisky, ¿qué haría? —preguntó Paula
provocativamente, sacándolo de sus casillas.
—Le pondría un zumo.
—Entonces, no, gracias. Si no puedo tomar algo fuerte para aguantar esto, prefiero no intentar endulzar el mal trago con ninguna bebida — declaró, tomando finalmente asiento.
Nicolas se sentó también y se dispuso a enfrentarse a aquella terca mujer. Por desgracia, su elevada posición parecía intimidarlos a todos excepto a Paula, que lo miró con impaciencia a la espera de una explicación.
—Señorita Chaves, me gustaría que dejara de esconderse de mi familia.
—No me escondo, sólo me he tomado un largo descanso y, como puede ver, ya he vuelto a la ciudad.
—¿Se quedará esta vez o después de discutir con mi hijo huirá de nuevo con el rabo entre las piernas?
—¡Yo nunca huyo! —replicó ella, ofendida.
—Si usted lo dice... —ironizó el hombre, sacándola de quicio con su tono.
—¿Quería hablarme de algo importante o simplemente hacerme perder el tiempo?
—Quería hablarle de mis hijos.
—Sí, los ha criado muy bien. Son su viva imagen: unos farsantes y unos mentirosos de primera.
—Ninguno de los dos se parece en nada a mí. Dario es serio y responsable, aunque también un tanto extravagante a la hora de reivindicar su libertad. Pedro es un rebelde que no quiere tener nada que ver conmigo en los negocios, pero que puede llegar a ser tan persistente como yo a la hora de conseguir lo que desea. Y ése es el quid de la cuestión, señorita Chaves. Para mi desgracia, mis dos hijos la desean a usted. Así que, ¿cuál será su elegido? ¿Dario o Pedro?
—¡Ninguno de los dos! No me gustan los mentirosos arrogantes que se creen Dios.
—Creo que uno de ellos sí le interesa, ya que está esperando usted a mi querido nieto. Lo mejor para todos sería que cediera a las demandas de Pedro y se casara finalmente con el padre de su hijo. Pero, por otro lado, si quiere seguridad y estabilidad, tal vez debería casarse con Dario. Con cualquiera de las dos opciones estaré de acuerdo, ya que mi nieto podrá llevar mi apellido.
—¿Cómo se atreve a venderme a sus hijos como si de una mercancía se tratase? —se exaltó Paula, bastante ofendida con las pretensiones del rico magnate.
—Muy fácil: los dos son un caso perdido en mi ascenso hacia el éxito. Son unos inútiles que se han negado a seguir mis pasos y...
—¡No me quedaré aquí sentada escuchando cómo denigra a ninguno de los dos! ¡Dario es un excelente pintor y un buen amigo y Pedro, aunque es un sinvergüenza y un embaucador, es un hombre con el que se puede contar ante cualquier contratiempo! ¡También es un egocéntrico al que le encanta ganar, pero acepta la derrota muy dignamente! ¡Y es divertido, y un entrometido al que le gusta controlarlo todo, pero que también es capaz de dejarles a los demás su propio espacio! ¡Además, es un magnífico empresario que se hizo a sí mismo desde la nada, consiguiendo un gran éxito sin recurrir a la ventaja de su apellido, que le hubiera abierto muchas más puertas de las que tiene abiertas ahora!
—Veo que finalmente me ha sacado de dudas y Pedro es el elegido — comentó astutamente Nicolas Alfonso, contento de que su estrategia para descubrir la verdad hubiera funcionado.
—¡No elijo a ninguno de los dos porque ambos son unos mentirosos!
—Dario en realidad no le mintió. Sólo guardó silencio para no delatar a su hermano. Y en cuanto a Pedro, dígame en qué ha podido mentirle.
—¿Y tiene el descaro de preguntarme eso, cuando fue usted quien lo planeó todo? —gritó Paula, furiosa.
—Yo le pedí ayuda a mi hijo para deshacerme de usted, pero aunque empezó como siempre, haciéndome caso, terminó actuando como le dio la gana. ¿Sabe para qué vino a verme el día de Navidad? —inquirió Nicolas, sacando de su cajón el olvidado estuche y tendiéndoselo a su legítima dueña —. Quería hablar conmigo para decirme que, a pesar de mis muchas protestas, estaba dispuesto a proponerle matrimonio, porque aunque todo empezó como un juego, había acabado enamorándose perdidamente de usted.
— ¡Eso es mentira! —exclamó Paula al borde de las lágrimas, abriendo el delicado estuche con manos temblorosas y viendo en su interior un hermoso anillo que sin duda había sido elegido por Pedro. Sólo él podía elegir una joya tan simple y exquisita.
—Crea lo que quiera, señorita Chaves, pero no dude de que esto es la prueba de que en algún momento mi hijo la amó con toda su alma. Tal vez si lo sigue castigando por un error que únicamente fue culpa mía, él deje de quererla, y entonces este anillo dejará de tener significado.
—¿Por qué lo tenía usted? ¿Por qué no lo guardó Pedro, si es tan importante para él como usted dice? —quiso saber Paula, exaltada, sujetando con fuerza el estuche entre sus manos.
—Dario también deseaba casarse con usted, y después de que usted huyera, discutió con su hermano. Ambos se acaloraron y Pedro se marchó a buscarla, dejándoselo aquí olvidado. El resto de la historia la sabe usted mejor que yo, señorita Chaves—le explicó Nicolas.
—¡Pedro no podía querer casarse conmigo! Yo... ¡yo no soy nada! — dijo Paula, afligida, sin dejar de mirar el precioso anillo que proclamaba lo contrario.
—Me pregunto quién es el verdadero mentiroso en esta historia — susurró Nicolas, ganándose la atención de ella, que lo miró en busca de respuestas—. Deje de escudarse en los errores de mi hijo para ocultar la principal mentira: usted no se esconde por rencor, sino por miedo a amarlo demasiado.
—¡Me mintió! ¡Me engañó! Me hizo mucho daño...
—¿Acaso no se lo hacemos todos a algunas personas a lo largo de nuestra vida? No le pido que me perdone a mí, Paula. Yo soy un viejo egocéntrico que no tiene remedio, pero ¿acaso no sería mejor comprender los motivos de Pedro para sus mentiras, antes de decidirse a borrarlo de su vida para siempre?
—Yo... yo... Lo pensaré... —cedió finalmente frente a las palabras del hombre.
Cerró el estuche y lo acercó a través de la mesa hacia el serio empresario, pero él lo depositó en sus manos, mientras se las cerraba sobre aquella muestra de afecto.
—Se lo debería devolver a mi hijo para que él mismo se lo pusiera en el dedo, pero como no sé cuándo podría suceder eso, será mejor que lo guarde usted y que cada vez que tenga dudas sobre Pedro, lo mire.
—¿Por qué motivo de repente ahora soy apropiada para su familia? ¿Por mi embarazo? —preguntó Paula, confusa con tanta amabilidad por parte del despiadado banquero.
—Por mi hijo. Porque vi su cara de enamorado y me recordó a mí mismo cuando conocí a mi querida Monica. ¡No cometa el error de perder el amor de su vida por miedo! Yo disfruté del mío poco tiempo y, tras su muerte, le puedo garantizar que ni el más absorbente negocio puede sustituir el vacío que ha dejado en mi alma —confesó Nicolas Alfonso, acariciando la foto de su esposa y demostrando que, después de todo, el frío empresario también era humano.
—Lo pensaré —repitió Paula, tras coger el caro presente y marcharse del despacho, dispuesta a enfrentarse con lo que le deparara el destino.
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