martes, 14 de noviembre de 2017

CAPITULO 71





Mientras subía en el ascensor que me llevaría junto a Pedro, sólo podía pensar en el regalo que guardaba en mi pequeño bolso de mano.


Había decidido confiar plenamente en él, declarándolo único vencedor de la apuesta. Bromearía con la idea de entregarle mi pequeño negocio y luego le confesaría que estaba tan enamorada como cualquiera de los clientes que acudían a su tienda. Confiaba tanto en que Pedro sería el único hombre que jamás me haría daño, que estaba dispuesta a darle lo más preciado que tenía como muestra de mi amor.


En el bolso también guardaba un pequeño llavero con una foto de ambos, para darle como regalo de Navidad. Se trataba de algo simple y barato, pero hecho con cariño. 


Seguro que él sabría apreciarlo, y, si no, bromearía con ello para no ofenderme, como había hecho con el gigantesco oso, que, ante el asombro de todos, no se negó a colocar en su apartamento.


En cuanto comencé a acercarme al despacho, tuve un mal
presentimiento y no pude dejar de pensar en el extraño comportamiento de Dario. Era como si supiera algo que no se atrevía a contarme, algún oscuro secreto de Pedro que yo debía saber a toda costa.


¿Estaría Pedro con otra mujer? Tal vez antes de salir conmigo hubiera tenido muchas amantes, pero desde que lo conocí, sabía que sólo tenía ojos para mí, aunque no parecía ser muy bueno a la hora de dejárselo claro a otras féminas. 


Tal vez fuera hora de ponerle un cartel de «Novio», de
«Ocupado» o algo así, para que las mujeres dejaran de acosarlo y supieran que era propiedad privada. Sin duda alguna, ése era uno de los temas de los que debería hablar con él cuando le diera mi regalo.


Estaba ya a la puerta del despacho, con la mano en el pomo, cuando oí que Pedro aún seguía reunido. Me dispuse a marcharme, pero mi nombre asomó en la conversación despertando mi curiosidad, así que entreabrí la puerta lo suficiente para escuchar mejor y presté atención a lo que hablaban aquellas dos conocidas voces. En el mismo momento en el que lo hice, supe que oiría algo que no me gustaría saber.


—¡Tú únicamente tenías que encargarte de mantenerla lejos de mi banco! ¡Por Dios, eres mi hijo! ¿Por qué no has seguido el plan como lo trazamos en un principio? ¡Tú la enamorabas y la alejabas de ese estúpido negocio! ¡Lo tenías en bandeja cuando ella hizo contigo ese trato! ¡Tíratela! ¡Enamórala! ¡Haz lo que quieras con ella, pero mantenla lejos de mí! —le gritó Nicolas Alfonso a Pedro.


—Con ella, ese absurdo plan nunca hubiera funcionado... —contestó el hombre al que amaba y que ahora veía que sólo había jugado conmigo.


Después de eso no quise oír más y cerré la puerta del despacho. Me alejé lentamente con la cabeza levantada, aguantándome las lágrimas hasta el ascensor. En el momento en que salí de él, otro mentiroso me esperaba con impaciencia.


—Paula, yo...


—Dario, estoy totalmente de acuerdo con una cosa que te dijo tu padre en una ocasión: ¡todos sus hijos son dignos sucesores de su apellido! —le solté rencorosamente, 
despreciándolo con la mirada.


—Paula, no quería hacerte daño... —intentó excusarse él, cogiéndome la mano, algo que yo rápidamente rechacé.


—Pues lo has hecho, ¡y mucho! ¡No olvides reunirte con tu padre y con tu hermano! Seguramente ahora estarán celebrando su victoria.


—Paula, ¡te quiero! —confesó Dario, procurando detener mis pasos hacia la salida.


—¿Sabes?, he oído mucho esas palabras últimamente provenientes de un Alfonso. Al principio me emocioné, pero ahora ya no me las creo.


—Paula, ¿adónde vas? —quiso saber él, con la preocupación reflejada en su rostro.


—¡A daros lo que más queríais! —anuncié decidida.


—¡Por favor, no hagas una locura! —me advirtió Dario, intentando hacerme entrar en razón.


—¡Demasiado tarde! Ya la he hecho: ¡me he enamorado de tu hermano! —repliqué, saliendo de aquel asfixiante lugar.


Cuando encontré un taxi, le di la dirección y me derrumbé en el asiento trasero, dejando salir todas mis lágrimas y el dolor de haberle dado finalmente mi corazón al hombre inadecuado. No sé cuánto tiempo estuve llorando en aquel viejo vehículo, sólo recuerdo que el hombre que lo conducía se volvió hacia mí, preocupado.


—Señorita, ¿se encuentra usted bien? ¿Llamo a su novio? ¿La llevo a su casa? —me preguntó, sin saber que con ello solamente ahondaba en mis heridas.


—Hoy he perdido ambas cosas.


—¡Vaya! Lo siento mucho —respondió el taxista.


—¡Yo no! Mi novio era un gilipollas, sólo que hasta ahora no lo sabía —repliqué, secándome finalmente las lágrimas.


—¿Y qué hará ahora? —se interesó el hombre sin saber si dejarme marchar en mi estado.


—Por lo pronto, joderlo tanto como él ha hecho conmigo —contesté, mirándolo sin rastro de lágrimas, decidida a obtener la sangre de algún que otro Alfonso.





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