—¡Vaya mierda de día! —gritó Paula Chaves, frustrada, tirando a la basura un nuevo aviso del abogado, junto con otra notificación de demanda de la empresa Eros.
—¡Joder! ¿Por qué nos demandan ahora? —preguntó Joel preocupado, mientras recogía la carta de la basura.
—¡Y yo qué sé! Tal vez el culo de nuestros muñecos se parezca al del dueño. ¡Y a mí qué me cuentas! ¡Quisiera tener una vez delante a ese gilipollas prepotente para apalearlo como a las piñatas que vendemos!
—Todo esto comenzó hace once meses —le recordó Joel—. ¿Estás segura de que no te metiste con alguien o hiciste algo que no debías?
—Joel, mira a tu alrededor, ¿a qué se dedica mi negocio? ¡Pues claro que me he metido con alguien en los últimos meses! Concretamente, ¡con todo el mundo! Me gustaría ver al dueño de esa despiadada cadena.
—¿Para disculparte con él? —sugirió Joel, esperanzado.
—No, ¡para darle una verdadera razón para demandarme y no esas estupideces por las que somos llevados a juicio! Esos idiotas siempre hacen lo mismo: poco antes de que se celebre el proceso, la empresa Eros retira la demanda con una sonrisa y yo me hundo cada vez más en las deudas por el dinero que tendré que pagarles a las sanguijuelas de mis abogados.
—La última vez te recomendé a un buen amigo.
—Y gracias a Dios que es un buen hombre, porque no me cobró nada y me explicó que ésta es sin duda una estrategia de la empresa Eros para arruinarme. ¡Y al parecer lo están consiguiendo! —gritó furiosa, haciendo una bola de papel con sus facturas pendientes de pago y encestándolas en la papelera.
—Paula, lo he comentado con todos y no nos importa bajarnos el sueldo hasta que tú puedas hacer frente a los pagos.
—¡Y una mierda os voy a bajar el sueldo por culpa de esos cabrones! —exclamó ella—. Le he pedido dinero a un amigo y ha decidido ayudarme en todo lo que pueda. Aunque no sé cuánto más podré aguantar. Si al menos dejaran de llevarnos a juicio por cada estúpida similitud que ven en nuestros productos...
—Algunas de las cosas de las que nos han acusado eran ciertas: nos aprovechamos demasiado de cualquier parecido que pudiéramos tener con ellos para hacernos un nombre en el mercado.
—Sí, pero los uniformes de nuestros mensajeros ahora son totalmente diferentes —comentó Paula, señalando un mono negro con el eslogan y el logotipo de la empresa—. Y los envases de nuestras rosas olorosas son también de distinto color y están plagados de advertencias.
—Sí, pero seguimos aplastando sus cajas de bombones —puntualizó él.
—Joel, ¡déjame disfrutar de la única satisfacción que me queda! —se quejó Paula—. Ya sabes que el juez consideró que como nosotros ofrecemos el servicio de aplastarlas y no las vendemos haciéndolas pasar por un producto nuestro, no es plagio en absoluto.
—Tuvimos suerte con el juez Liam, creo que fue el único que
desestimó una demanda de Eros.
—Sí, sobre todo porque es uno de nuestros mejores clientes: cada San Valentín le regala un expresivo peluche a su exmujer.
—Bien, veamos cómo nos quiere joder ahora la maravillosa cadena de tiendas Eros —dijo Joel, cogiendo la carta de la papelera y leyéndola en voz alta.
Estimada señorita Chaves:
A las oficinas centrales de Eros Company nos ha llegado el rumor de que sus peluches de Cupido guardan cierta similitud con los que nosotros ofrecemos este año como regalo con motivo del quinto aniversario de nuestras tiendas. Por lo que le rogamos encarecidamente que retire sus provocativos muñecos de su lista de productos o tendremos que proceder, una vez más, a demandar a su tienda.
Gracias por todo y un cordial saludo de todos los integrantes de Eros.
—Pero ¡qué narices...! —masculló Paula, enfadada, mientras corría a su ordenador para ver los nuevos productos de la majestuosa tienda Eros.
—¡Son nuestros Cupidos! —exclamó Joel, sorprendido al ver que eran idénticos a los de ellos, pero sin la nota irónica que aportaba su tienda.
—¡Serán bastardos! ¡Seguro que han encontrado a nuestro proveedor y lo han impresionado con sus billetes!
—Por lo menos no pueden sobornar a nuestra Agnes —señaló Joel, recordándole la fidelidad de sus empleados—. ¿Y ahora qué hacemos con nuestros ciento cincuenta Cupidos que tienen el trasero atravesado con una flecha? —preguntó, frustrado por los problemas que se iban acumulando.
—¡Venderlos! No pienso ceder ante esos prepotentes que se creen dioses. ¡Hasta que los jueces no digan lo contrario, esos peluches son míos!
—Paula, y si te vuelven a demandar, ¿qué harás? —le planteó Joel, inquieto por la cabezonería de su amiga.
—¡Regalarlos como obsequio el año que viene en la puerta de cada una de sus tiendas! Y alimentarme durante un año más o menos a base de pan y agua —ironizó ella, mientras se derrumbaba sobre el mostrador de su tienda, donde había una inmensa pila de facturas.
****
Era un espléndido día para Pedro. Según le habían dicho, las obras de su local estaban casi listas. En unas tres semanas, su nueva tienda abriría al público, justamente el catorce de febrero, tal como estaba previsto. Y ese día celebrarían también el quinto aniversario de su cadena con magníficos regalos y novedosos productos.
Paula Chaves permanecía quietecita y callada gracias a sus múltiples demandas, y el padre de Pedro llevaba tranquilo mucho tiempo, desde que él le había prometido que se encargaría de su problema.
Un simple negocio como el de esa chica nunca podría competir con sus decenas de tiendas, Paula Chaves simplemente sería aplastada en el proceso. Aunque eso parecía que aún no había tomado forma en la mente de esa insidiosa mujer, que cada vez que la demanadaba se enfrentaba a él con la cabeza alta y sin dejarse amilanar por sus caros abogados, aunque sus deudas debían de estar empezando a amontonarse.
Había que admitir que la señorita Chaves mostraba coraje al hacerle frente, pero llegaría el momento en que ese coraje no le serviría para nada.
Desde su moderno despacho en la nueva sede de aquella pequeña ciudad, Pedro observaba un hermoso paisaje a través de las grandiosas ventanas, sin límite ninguno para la vista. Una copa del brandy más pecaminosamente caro que se podía permitir descansaba en sus manos, deleitando su paladar, mientras que, sentado en su confortable sillón, él repasaba con una maliciosa sonrisa todo lo que habían hecho sus abogados contra Love Dead en los últimos once meses.
—Señor, ha llegado un paquete de parte de Paula Chaves. Como usted nos ordenó, no hemos dejado pasar al repartidor pero le hemos subido inmediatamente el regalo —anunció Abigail, su madura secretaria, dando paso a uno de sus empleados, que portaba una hermosa caja con una bonita tarjeta.
— Gracias, eso es todo, señora Jones —contestó Pedro, despidiendo así a sus empleados.
Se sentó de nuevo en su sillón y, con suma tranquilidad, abrió el regalo a la espera de nuevos insultos, igual que los que había estado recibiendo a lo largo de los últimos meses.
Algo que a él simplemente le hacía sonreír.
¿Qué sería esta vez: una soga-corbata, un terrorífico muñeco sorpresa...?
—¡Esto sí que no me lo esperaba! —se carcajeó Pedro, mientras observaba detenidamente su regalo y buscaba la tarjeta que lo acompañaba.
Como le gusta tanto joder a la gente, creo que le gustará este presente. Feliz quinto aniversario, señor Eros.
Pedro leyó detenidamente la nota, sin poder dejar de reírse ni un solo instante ante el insultante regalo. Aquel provocativo muñeco de Cupido con una flecha clavada en el trasero le recordaba que ya era hora de que se diera a conocer ante Paula Chaves. Ya había transcurrido su período de tregua, ahora era cuando comenzaba la auténtica guerra. Y si la señorita Chaves creía que hasta entonces se había enfrentado a alguien despiadado, era que aún no sabía de lo que Pedro Alfonso era capaz.
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