—¡Yo seré la presidenta de esta empresa! —proclamaba una pequeña de seis años bastante decidida, mientras daba vueltas en el cómodo sillón del dueño del House Center Bank.
—¡No! ¡Tú no puedes porque eres una niña! ¡Lo seré yo! —discutió indignado su hermano de cinco años, que intentaba echarla del disputado asiento tras el gran escritorio.
Nicolas Alfonso miró orgulloso a sus nietos: la persistente Juliana, una temperamental niña de rizados cabellos castaños y hermosos ojos azules y el testarudo Arturo, que intentaba recuperar su lugar en el sillón del abuelo.Éste era un rebelde e inquieto niño de angelicales cabellos rubios y bonitos ojos castaños. Los dos hermanos discutieron hasta que él se sentó en el sillón de la discordia y se puso a cada uno de ellos en una rodilla.
—¡Abuelo, dile al estúpido de Arturo que yo seré la heredera de tu imperio por ser la mayor! —rogó Juliana zalameramente, mientras abrazaba a Nicolas haciendo que el corazón de éste se derritiera.
—¡Abuelo, eso no es justo! —refunfuñó Arturo.
—Vamos a hacer una cosa: cada uno de vosotros me dirá lo que piensa hacer con mi negocio cuando ocupe mi lugar y yo decidiré cuál de los dos es el más adecuado para ello.
—¡Yo pienso gastarme todo el dinero del banco en chucherías y juguetes! —exclamó Arturo.
—¡Pues yo pienso ayudar a todos los que son pobres! Excepto a Karen... y a Abril, y a...
Nicolas negó en silencio. Ya sabía que todo no podía ir tan bien como él pensaba. Después de todo, eran dignos hijos de sus padres.
—Bueno, tal vez si me decís lo que planea regalarme este año vuestra madre por San Valentín... —comentó Nicolas Alfonso, igual de manipulador que siempre, intentando tomarle la delantera a aquella fastidiosa mujer que ahora pertenecía a su familia y de la que, definitivamente, nunca podría librarse.
Aunque ya no le molestaba tanto, porque, después de todo, le había concedido su mayor deseo, pensaba, mirando nuevamente a sus adorados nietos.
****
«Siete años después del matrimonio clandestino de la dueña de Love Dead con el propietario de la cadena de tiendas Eros, ambos negocios aún siguen en pie y los simples mortales nos preguntamos cómo esta extraña pareja puede combinar su vida diaria con sus contradictorios trabajos sin que entre ellos surja la menor disputa...»
—Si ellos supieran... —dijo Joel, resignado, tras leer el artículo del periódico.
—¡Te he dicho mil veces que no pienso sacar ese producto del catálogo! —gritaba con gran satisfacción Paula, mientras entraba en su tienda, seguida muy de cerca por su marido.
—Paula, ¡es insultante que vendas papel higiénico con el logotipo de mi negocio! Pero ¡aún más humillante es que tengamos ese mismo papel higiénico en casa!
—¿De qué te quejas? Tiene doble capa y es extrasuave.
—¡No me recites las frases de tu catálogo! ¡Quiero que ese papel higiénico salga de mi casa!
—¡No! —se negó rotundamente ella, cruzándose de brazos desafiante.
—¡Oh, perfecto! —ironizó Pedro, quejándose una vez más del problemático carácter de su mujer—. ¿No puedes ser razonable por una vez en tu vida?
—Soy completamente razonable en alguna que otra ocasión. Después de todo, me casé contigo.
—¡Bien! ¡Si no piensas hacer nada al respecto, tendré que solucionarlo a mi manera!
—¿Qué vas a hacer? —dijo Paula, preocupada.
—¡Oh, nada que tú no hicieras, cielo! —respondió él, poco antes de dirigirse al mostrador donde se encontraba Joel, intentando pasar desapercibido ante la disputa.
—Joel, ¿tienes listo mi encargo? —preguntó malicioso, sin dejar de mirar ni un solo instante a su esposa.
—Aquí tienes, Pedro. Tal como me pediste.
—¿Se puede saber qué haces pidiéndole favores a mis empleados?
—Paula, no le he pedido ningún favor. Más bien he contratado un servicio de tu tienda.
—¿Cuál? —quiso saber ella, orgullosa al ver que el romántico de Pedro Alfonso utilizaba los servicios de su empresa.
—¡Muy fácil! He pensado que si tú tienes tu propio papel higiénico, yo también debería tener el mío —sonrió triunfante, sacando un rollo de papel higiénico con el logotipo de Love Dead.
—¡Serás tramposo...! —gritó Paula, indignada, mientras intentaba arrebatarle el encargo que había tenido la desfachatez de comprar en su tienda.
Pedro la esquivó y aprovechó su cercanía para atraerla hacia él y encerrarla entre sus brazos. Luego, simplemente acalló sus protestas con uno de sus tentadores besos.
—¿Cambiarás de opinión? —insistió, tras finalizar su arrebatador beso.
—Lo pensaré —contestó finalmente Paula, dando su brazo a torcer.
—Bien, entonces mientras lo decides usaré esto —dijo Pedro, saliendo alegremente de la tienda.
—¿Por qué narices me casaría con él? —murmuró Paula.
—Porque te enamoraste —dijo Catalina, saliendo de la trastienda, tras haber sido testigo de gran parte de la disputa.
—¡Estúpido Cupido! —gritó Paula, sonriente, volviendo a recuperar su buen humor al recordar lo mucho que quería a su marido.
Pedro era el único hombre que le había enseñado cómo no odiar el día que tantas veces había maldecido desde su infancia. Y es que el amor era algo tan importante que en ocasiones valía la pena recordarlo, aunque fuera solamente una vez al año.
Pero eso era algo que Paula Chaves nunca diría en voz alta, después de todo, tenía una reputación que mantener. Así que sólo se lo susurraría al oído a su marido, junto con las palabras que a él tanto le gustaba oír: ¡Feliz día de San Valentín!
Finalmente, cuando Paula llegó a Pasadena eran cerca de las doce de la noche. ¿Qué loco esperaría cinco horas en una iglesia vacía? Paula había intentado comunicarse con Pedro una decena de veces, pero tras esa llamada entrecortada en la que nada quedó claro, antes de que la batería de su móvil se agotara, ningún intento había sido fructífero.
Los compañeros de Gerald no tenían móvil; cuando pararon en un pequeño bar de carretera, la línea estaba cortada y ninguno de sus clientes parecía conocer las nuevas tecnologías o, por lo menos, usar alguna de ellas...
¡Maldita ley de Murphy, que parecía afectarla irremediablemente siempre el día de San Valentín!
Aunque Gerald se ofreció a llevarla a cualquier otro sitio, ella
necesitaba ir allí, a Saint Andrew, entrar en la iglesia donde Pedro había esperado durante tanto rato y asegurarse de que no estaba allí.
Entró en Saint Andrew a la carrera, casi sin aliento, para encontrar lo que ya suponía que la aguardaba: un lugar vacío y silencioso en el que ya nadie la esperaba.
Frente al altar había un ramo de novia de hermosas flores blancas. Sin duda, el último presente de Pedro antes de la boda. Caminó hacia él por la larga alfombra roja que ella debería haber recorrido y se derrumbó sobre los escalones, acunando entre sus brazos el que debería haber sido su ramo de novia.
—¡Debería haberte dicho antes cuánto te amo! ¡Que no he dejado de hacerlo! —exclamó Paula, mientras lágrimas de impotencia surcaban su rostro. Golpeó el suelo de la iglesia con los puños, furiosa por todos los contratiempos de aquel maldito día, que le habían hecho perder finalmente al hombre que amaba.—¿Por qué no pudiste esperar un poco más? ¿Qué significa entonces esto? —preguntó alterada, mientras se quitaba el hermoso anillo que Pedro nunca llegó a darle y lo arrojaba contra el suelo.
La sortija rodó por la alfombra hasta detenerse a los pies de un hombre que siempre cumplía sus promesas.
—¿Acaso no te dije que te esperaría siempre? —recordó el sonriente y aliviado novio, ante la declaración de amor que acababa de oír.
Caminó hacia Paula y se sentó a su lado, devolviendo el anillo a donde debía estar.
—He estado tentado de irme, pero entonces he recordado algo de suma importancia que siempre me decía mi madre en el día de San Valentín.
—¿El qué? —preguntó Paula, aún confusa ante la presencia de Pedro en la iglesia.
—Que el amor, a pesar de lo que muchos piensan, nunca muere — declaró él, secando las lágrimas que aún rodaban por el rostro de su amada —. Además, en estos instantes nuestro trato, esa maldita cosa estúpida que hicimos, ya no tiene validez —dijo Pedro, rompiendo en pedazos el contrato
que le quemaba en el bolsillo desde hacía más de un año, después de oír sonar las doce campanadas de Saint Andrew que ponían fin a ese día.
—Entonces, ¿quién ha ganado? —inquirió Paula, cogiendo la mano que Pedro le tendía.
—Dejémoslo en empate —propuso él, atrayéndola hacia su cuerpo y estrechándola entre sus brazos—. Por cierto, todavía tengo retenido al cura en esta iglesia, así que, a pesar de tu tardanza, aceptaré casarme contigo, ya que amas todo de mí.
—Eres bastante arrogante... —replicó Paula, con una sonrisa, feliz—. ¿Y quién te ha dicho que te amo?
—Tú misma, con tus actos, con tus caricias, con tus besos, con tu cuerpo y, finalmente, con tus palabras cuando lo has gritado en la iglesia a viva voz.
—Creía que no estabas, que te había perdido para siempre —admitió desesperada, abrazándolo con fuerza.
—Entonces, recuérdamelo ahora para que nunca pueda olvidarlo — pidió Pedro.
—¡Te amo, Pedro! ¡Te amo con todo mi corazón y con toda mi alma! — respondió ella apasionadamente.
—Te amo tanto, Paula, que siempre te esperaré —confesó él, iniciando un nuevo trato que esta vez carecía de límite alguno y en el que ambos ganarían siempre, un trato que fue sellado con un beso con el que demostraban que nunca se rendirían ante la dura batalla que representaba el amor.
Después de una boda sin invitados, banquetes, prensa o festejos, Pedro y Paula se perdieron entre las sábanas en el pequeño apartamento de encima de Love Dead.
Tras las puertas de la habitación quedaron olvidadas las discusiones, los enfrentamientos, las peleas... Todo aquello que una vez los señaló como enemigos era ahora solamente alegres recuerdos para dos corazones que se habían encontrado entre la rivalidad de un mundo que los separaba.
Y es que a Cupido a veces le gusta hacer de las suyas y une a las parejas más extrañas para su propia diversión. ¿Y qué mejor que unir a la reina del desamor y al rey de los enamorados, para demostrarles a todos que el amor aún existe en este alocado mundo?
—Pedro, hijo mío, la prensa se ha ido hace horas y los invitados también. Sólo quedamos tú, yo y el cura, al que te niegas a dejar marchar. Sabes que ya no vendrá, ¿verdad? —preguntó un desalentado Nicolas Alfonso a su hijo, que seguía sentado en los escalones del altar, esperando a una mujer que le había demostrado lo que sentía por él simplemente con su ausencia en ese crucial momento.
—Creía que aparecería. Estaba tan seguro de que vendría, de que había empezado a amarme de nuevo y a olvidar lo que hice... Todo es por mi culpa.
— No, Pedro. Tal vez si yo no hubiera insistido en que le hicieras daño, os habríais conocido en otras circunstancias y...
—Déjalo, papá, de nada sirve echarnos las culpas el uno al otro ni pensar lo que podría haber sido. La amé, me arriesgué... y he perdido — zanjó Pedro, poniéndose finalmente en pie, dispuesto a abandonar la iglesia donde quedaban todos sus sueños—. Desde mañana trabajaré contigo en el banco junto a mi hermano y olvidaré todo este asunto.
—Pedro, no creo que estés preparado para ello. En estos momentos, en estas circunstancias, no quiero que te escondas de la realidad detrás de una montaña de trabajo, como hice yo cuando murió tu madre. Eso no es bueno.
—Entonces, dime, ¿qué quieres que haga? Porque en estos momentos estoy perdido.
—Quiero que hagas lo que más te guste, lo que traiga a tu rostro nuevamente esa sonrisa que tanto me recuerda a tu madre. Así que si para que seas feliz tengo que renunciar a que dirijas mi imperio, lo haré sin arrepentirme de ello.
—Gracias, papá, pero creo que es demasiado tarde para ello. Paula era lo único que me hacía sonreír últimamente y, como puedes ver, la he perdido —dijo él, abriendo los brazos para señalar la iglesia vacía que confirmaba sus palabras—. Creo que esta noche tomaré un vuelo y volveré a mi apartamento de Francia. Enterraré todo bajo champán y tal vez una modelo que me haga olvidar que el eslogan de Paula es totalmente acertado: «El amor apesta».
—¡Maldita mujer! —murmuró Nicolas Alfonso, mientras veía cómo su hijo todavía dudaba si abandonar el lugar donde aún yacían sus esperanzas.
En la carretera que lo llevaba finalmente a casa, Gerald se aburría enormemente. Sólo había kilómetros y kilómetros de desértico paisaje donde nunca pasaba nada. Siempre tenía que encender la radio para no quedarse dormido al volante, pero como sólo encontraba cotilleos sobre una boda, había preferido mantener apagada la radio y disfrutar del monótono paisaje en silencio.
Empezaba a oscurecer y Gerald decidió encender las luces de su camión, justo a tiempo de esquivar a un insensato que estaba sentado como si nada en medio de la carretera.
Armado con una palanca y una linterna, se bajó para investigar qué le pasaba al solitario viandante.
Cuando lo iluminó no supo si reír o llorar ante la broma pesada: era un enorme oso con una horrenda expresión y una flor mustia entre sus suaves pezuñas, que sostenían un enorme cartel que decía «San Valentín apesta».
—Sí, señor, estoy totalmente de acuerdo contigo —bromeó el hombre de mediana edad, mientras pensaba cómo llevarse ese oso consigo para irritar un poco a su querida esposa.
Por desgracia, el presente parecía ir con carga adicional, ya que una mujer vestida de novia hizo su aparición de la nada, llevando en las manos...
¿un bate de béisbol?
Gerald decidió que si no era un fantasma, estaba como una cabra, así que corrió hacia su camión para refugiarse en él y salir vivo de aquella extraña situación.
—¡Por favor! —exclamó la mujer—. ¡Usted es el único que ha pasado por aquí en horas y yo tengo que ir a una boda! ¿Podría llevarme a la iglesia de Saint Andrew?
—¿Me puede explicar qué hace usted aquí, en mitad de la nada? — preguntó él, aún escéptico, desde el interior de su vehículo.
—Me llamo Paula Chaves, mi camioneta de reparto se ha estropeado en mitad de una entrega. Llevo horas aquí tirada, mi móvil se ha quedado sin batería y nadie sabe dónde estoy. Además, si no llego pronto a esa maldita iglesia, Pedro creerá que lo he abandonado. ¡Así que, por favor, se lo ruego, lléveme a Saint Andrew lo más rápido que pueda! —rogó la desolada novia, abandonando finalmente el bate de béisbol, mientras se cubría con las manos el lloroso rostro.
—¡Espere un momento! ¿No será usted esa novia de la que hoy habla todo el mundo?
—Sí, la misma, ¡por favor...! —suplicó Paula entrecortadamente, consiguiendo que por fin Gerald saliera del encierro de su cabina.
Con cuidado, la ayudó a subirse en el asiento del copiloto y él se sentó al volante, no sin antes recoger el enorme oso que le daría como obsequio a su esposa.
Cuando el camión puso rumbo hacia la ciudad, Paula le preguntó desesperada:
—¿Tiene móvil, teléfono, algo con lo que pueda avisar a Pedro de que voy de camino?
—No, lo siento —contestó Gerald, apenado por las lágrimas que bañaban el rostro de aquella pobre chica—. Pero ¡tengo algo mejor! — anunció alegremente, recordando su radio, con la que podía comunicarse con cualquiera que sintonizara su misma frecuencia.
—Aquí Alce Rojo a cualquiera que pueda escucharme... ¿A que no adivináis a quién llevo conmigo...?
Pedro Alfonso iba ataviado con un elegante esmoquin negro, una delicada camisa blanca y una corbata roja. En el ojal llevaba una rosa blanca y en las manos sostenía un olvidado ramo de novia compuesto por iris blancos, que en el idioma de las flores significaba «amar y confiar». Unas palabras que, al parecer, para la novia eran desconocidas, ya que una ceremonia que debía comenzar a las siete de la tarde llevaba ya dos horas de retraso.
El exterior de la iglesia, a pesar de las restricciones de la seguridad contratada, estaba atestado de periodistas y curiosos a la espera de ver o bien una bonita boda o bien un jugoso cotilleo al contemplar de primera mano cómo tan famoso playboy era abandonado por la novia.
Los invitados, elegantemente vestidos, comenzaban a cuchichear ante el retraso, aunque eran hábilmente silenciados por el coro de angelicales niños que Nicolas Alfonso se encargaba de sobornar ante la menor muestra
de impaciencia.
La hermosa iglesia de Saint Andrew estaba engalanada para la ocasión con elaborados centros florales señalando el camino hacia el altar y una hermosa alfombra roja, una alfombra que el novio no dejaba de recorrer con impaciencia.
Pedro miraba su reloj sin cesar, inquieto ante el comportamiento de su evasiva novia.
—¡Maldita mujer testaruda! —murmuró cuando su reloj marcó las nueve y media.
—Creo que será mejor que desistas, hermano. Paula no vendrá —le dijo Dario con una sonrisa satisfecha.
—¡Te juro, Dario, que si no te apartas de mí en este mismo instante, te voy a poner un ojo morado!
—Bueno, no sé de qué te sorprendes. Paula siempre ha sido sincera contigo: te dijo que no vendría y, por lo que puedo ver, ha cumplido su palabra.
—No pienso escuchar tus envidiosas palabras —replicó Pedro—. La esperaré lo que haga falta, así que no insistas e intentes hacerme perder la paciencia.
—No hace falta nadie para hacerte perder la paciencia, tú mismo lo haces muy bien. ¿Cuántas vueltas has dado a ese altar? ¿Quince? ¿Dieciséis? —se burló Dario.
—Veinte, ¡y daré veinte más si hace falta!
—Paula está enamorada de ti, hermano, cualquiera con dos dedos de frente se daría cuenta de ello —afirmó despreocupadamente su hermano, atrayendo su atención—. Ahora sólo tienes que rezar para que se dé cuenta ella también antes de dejarte definitivamente plantado ante el altar.
—¡Ya es suficiente! —gritó Pedro, enfadado al oír unas palabras que se hallaban muy cerca de la verdad e, ignorando a Dario, contestó la llamada de su maldito teléfono.
—Pedro... yo... boda... no... voy... asistir... ahí... —oyó que le decía Paula entrecortadamente.
—¡Paula! ¿Me llamas por teléfono para decirme que no vas a venir a la boda? ¡Esto es el colmo! ¡Creía que por lo menos te dignarías decírmelo a la cara! ¡Confiaba en ti! ¡Aún confío en ti! No me moveré de aquí hasta que vengas a darme tu respuesta, aunque si finalmente no vienes, creo que todos la sabrán, ¿verdad? —preguntó Pedro, apenado, poniendo fin a la conversación.
Luego se sentó en los escalones del altar, resignándose a ser abandonado por la única mujer a la que había amado.
—No, si al final vas a ganar esa estúpida apuesta, Paula —musitó, mientras se pasaba las manos por el pelo, frustrado.