—Venga, ¿quién ha sido esta vez? —exigió Paula a sus empleados, mientras se acariciaba la frente, un tanto ofuscada.
La manita de una anciana se alzó, ante el asombro de todos.
—¡Tú no, Agnes! ¡Tú también! ¿Cómo has podido?
—Me sobornó con uno de sus presentes y no lo pude rechazar.
Paula suspiró frustrada ante las decenas de osos de peluche que había repartidos por toda la tienda, que no cesaban de observarla con sus ojos tristes y sus bonachonas sonrisas.
Tras apartar bruscamente uno de ellos de su adorada cafetera, se volvió hacia los demás, dispuesta a aleccionarlos sobre cómo debían de tratar con aquel vil embaucador.
—¿Es que todavía no habéis aprendido la lección? El martes fueron las rosas, el miércoles los globos, el jueves los bombones... ¡Y fuiste tú, Barnie, quien cayó ese día en su trampa! —señaló Paula acusadoramente.
—¡Es que eran bombones de chocolate belga artesanales en cajas de surtidos variados y...!
—¡Ya es suficiente, Barnie! Recibí cien cajas de bombones, todas puestas encima de los papeles de mi despacho. ¡Tardé un buen rato en poder acceder a mi agenda!
—Sí, pero después de todo, le devolviste cada una de las cajas debidamente tratadas con los afilados tacones de aguja —le recordó Barnie, intentando evitar la reprimenda.
—Sí, menos mal que lo hice. Así no le quedarán dudas de que no me gustan sus regalos. Porque se las devolví todas, ¿verdad? —preguntó algo inquieta, cuando sus empleados empezaron a dirigirse miradas especulativas entre ellos—. ¿Se puede saber cuántas le devolví? —exigió saber Paula a sus traicioneros compañeros.
—Yo cogí una para mi madre —confesó Joel con arrepentimiento.
—Yo tres: para mi madre, mi abuela y mi tía. Es que se acercaban sus cumpleaños y como soy estudiante, no me puedo permitir regalos muy caros, así que... —se excusó Amanda.
—Yo una para mamá —dijo Catalina, su amiga del alma, asestándole una puñalada trapera—. Aunque yo sea alérgica al chocolate, mamá es tan golosa...
—Yo cogí cinco —reconoció finalmente Barnie, ante la sorpresa de todos—. Es que era chocolate belga, Paula, ¡chocolate belga!
—Yo cogí veinticinco —reconoció valientemente Agnes ante sus asombrados compañeros—. ¿Qué pasa? Tengo muchas amigas y la comida de las residencias es un asco —plantó cara la anciana, uniendo su pecado al de los demás integrantes de Love Dead.
—Vamos a ver, ¿se puede saber cuántas cajas le devolví finalmente a ese presuntuoso? —preguntó Paula, masajeándose las sienes, donde empezaba a sentir un punzante dolor, provocado sin duda por sus funestos empleados.
—Cinco —reveló con un hilo de voz Joel, señalando la magnitud de su traición con una sola cifra.
—¡Cinco! ¿Cómo narices le pude devolver sólo cinco cajas? ¡Si estuve aplastando bombones durante todo el día! —clamó Paula, fulminando con la mirada a cada uno de los que la rodeaban.
—Verás, ésos eran los encargos de San Valentín. Pero ¡no te preocupes! Los proveedores quedaron muy complacidos ante nuestro regalo —la tranquilizó Catalina.
—Bueno, por lo menos habrá comprendido el mensaje con esas cinco cajas —suspiró Anna, resignada.
—No te creas, casi todas estaban medio vacías... —confesó Barnie distraídamente.
—Es que a lo largo del día siempre nos entra hambre y como tú no las querías... —se excusó Agnes, junto con toda la pandilla de traidores.
—¡Sois...! ¡Sois...! —se quejó Paula, frustrada—. ¡Espero seriamente que esto no se vuelva a repetir! Y para que tengáis presente quién es el enemigo... —añadió, mientras sacaba una gran diana de debajo del mostrador, con la foto del sonriente dueño de Eros—, ¡aquí tenéis! —Y colgó la diana en un rincón idóneo para practicar el juego que tanto les gustaba a todos.
Lanzó furiosa uno de los dardos y dio de lleno en uno de los preciosos ojos azules de Pedro.
—¡Al enemigo, ni agua! —ordenó beligerante, observando con inquina los cientos de ojos de ositos llenos de ternura e inocencia que la miraban acusadoramente.
****
—¡Señor, tenemos un problema! —dijo alarmado uno de los nuevos empleados de Eros.
Gaston parecía un buen chico, un trabajador muy dispuesto ante los quehaceres de la tienda, pero para su desgracia, era un alarmista: todo lo que ocurría se convertía en un problema, ya fuera que se había fundido una bombilla o que se había terminado un rollo de papel higiénico.
Pedro lo siguió, resignado a enfrentarse a otra de sus falsas alarmas, cuando vio una decena de cajas con el eslogan de Love Dead.
—Las has abierto, ¿verdad? —preguntó Pedro maliciosamente, al ver cómo su empleado comenzaba a perder los nervios.
—Sí. ¡Es algo grotesco y sin sentido! Al principio he pensado que era un error del proveedor, pero tras llamarlo lo he desestimado. Creo que deberíamos llamar a la policía. ¡Sin duda, esto es cosa de un acosador! — conjeturó Gaston, mirando inquieto a todos lados.
—¿Qué había dentro, Gaston? —tanteó Pedro, en busca de una respuesta que le sirviera.
—¡Cuarenta y nueve cabezas de ositos de peluche que al parecer han sido arrancadas con bastante salvajismo!
Pedro sonrió ante la agresiva respuesta de Paula. Al parecer, de todos los regalos que le había enviado hasta el momento, los bombones habían sido los únicos recibidos de buen grado. Aunque aún no le quedaba claro si por ella o por sus empleados.
—No te alarmes, Gaston, sólo es una broma de mal gusto que me ha hecho una mujer con la que salgo —comentó Pedro, sin darle demasiada importancia.
—Señor, si me permite preguntárselo, ¿con qué clase de mujeres sale usted? —curioseó el joven.
—Con ésa. —Y señaló a través de uno de los escaparates de su local la adorable figura de su némesis.
El joven Gaston observó curioso la tienda que se encontraba enfrente de Eros. A pesar de su llamativo letrero y sus sugerentes escaparates, no fue capaz de averiguar a qué se dedicaba. Prestó una especial atención a la mujer que su jefe había señalado. A primera vista no parecía nada especial.
De hecho, era muy normal en comparación con las modelos con las que aquel famoso personaje acostumbraba a salir en las revistas.
Oyó cómo su jefe se carcajeaba a su lado y no comprendió el motivo de su risa hasta que vio cómo la pequeña mujer arrastraba hacia el escaparate un horrendo oso que la doblaba en tamaño y lo ponía en un lugar estratégico, para que ellos pudieran verlo constantemente. Luego colocó un
cartel en el regazo del oso que decía «¡Te odio!».
—Señor, creo que no debería hacerse ilusiones con esa mujer — comentó el joven, preocupado por el optimismo de su jefe.
—No te preocupes, Gaston, ellos son siempre así de cariñosos.
—¿A quiénes se refiere, señor? —indagó Gaston, empezando a lamentar haber aceptado tan rápido aquel trabajo, por muy bueno que fuera el sueldo.
—¡Oh! A nuestros vecinos, por supuesto. No te preocupes, no tardarás mucho en conocerlos y entonces desearás no haberlo hecho nunca —le explicó Pedro alegremente, dándole un motivo real del que preocuparse.
—Señor, ¿se puede saber a qué se dedican? —inquirió el joven, inquieto, mientras veía a un hombre disfrazado de Freddy Krueger salir de la tienda con una caja de bombones aplastada.
—¿Ellos? Se dedican a entregar mensajes a otras personas. Lo que ocurre es que los suyos, como puedes comprobar, son un tanto singulares — respondió Pedro, señalándole el oso del escaparate, que ahora estaba colocado de tal forma que mostraba un insultante y obsceno gesto con sus pezuñas, a la vez que seguía sosteniendo el cartel.
—¿Y su novia trabaja ahí, señor? —preguntó Gaston.
—No, Gaston —contestó Pedro despreocupadamente, esperando la reacción de su empleado cuando le soltara la bomba—, ella es la dueña.
El joven miró boquiabierto a su sonriente jefe, preguntándose cuál de los dos estaba más loco, si la mujer que destrozaba peluches o el hombre que osaba salir con ella
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