miércoles, 1 de noviembre de 2017

CAPITULO 27




A la mañana siguiente, Paula encontró su tienda atestada de rosas. Ése podría ser considerado un gesto romántico por casi cualquier mujer, si no fuera porque las numerosas flores le impedían entrar en su negocio. Tras intentarlo por enésima vez, finalmente los bruscos empujones dieron resultado y pudo abrir Love Dead, llevándose por delante en el proceso alguna que otra docena de esas hermosas flores.


En cuanto estuvo dentro de la tienda, se abrió camino a pisotones, seguida de cerca por sus trabajadores. En unos instantes, logró atravesar aquella empalagosa selva aromática y llegar al mostrador, desde donde se volvió con brusquedad fulminándolos a todos con la mirada, buscando entre ellos al traidor que había sucumbido a los encantos del adonis.


—¿Se puede saber cuál de vosotros es el renegado que ha dejado entrar a ese hombre en mi tienda? —exigió saber, furiosa.


Todos se miraron entre sí en busca del conspirador, hasta que una delicada mano femenina se levantó lentamente, avergonzada por haber sido engañada con tanta facilidad por una cara bonita.


—Me dijo que quería tener un gesto romántico contigo, que tú se lo habías pedido y que serían sólo unas flores —confesó Catalina, arrepentida, sin poder dejar de excusarse ante sus compañeros—. Te juro que nunca pensé que haría algo como esto...


—Déjalo, Cata. A partir de ahora debéis tener en cuenta una cosa: que ese hombre es muy listo y, a pesar de su apariencia, puede llegar a comportarse como el mismísmo diablo —les dijo Paula, advirtiéndolos del peligro que podía suponer Pedro Bouloir.


—Bueno, ¿y qué hacemos con todas estas flores? El almacén está a reventar y así no se puede trabajar —preguntó Barnie, molesto por la jugada de Pedro.


—Esperad un segundo —pidió Paula a sus empleados mientras se dirigía hacia la cafetera.


Se sirvió con tranquilidad una taza y, tras beber unos cuantos sorbos, su mente al fin se despertó del aturdimiento de la mañana y una perversa sonrisa asomó a sus labios.


—Agnes, creo que lo mejor será dejar esto en tus manos.



***


Paula se había rendido y al fin sería nuevamente suya. Pedro aún no se podía creer que fuera cierto y se dirigía a su cita un tanto precavido, pero ¿qué otra cosa podía significar esa llamada en la que le había jurado que recibiría tantos besos como rosas le había enviado?


Si hubiera sabido antes que con unos simples y románticos regalos caería rendida a sus pies, habría empezado con ello desde el principio. Al parecer, Paula al fin y al cabo era como las demás mujeres, y con algún que otro bonito presente se rendía a sus avances. Y él que se había pasado días preocupado por cómo conseguir conquistarla...


Se bajó despreocupadamente del coche y vio las luces de su tienda encendidas. Seguramente sus empleados ya se estarían marchando. Cuando Pedro entró en el local, se dio cuenta de que estaba tan impaciente que había llegado media hora antes. Fue a la trastienda y cogió una cerveza de la pequeña nevera que había instalado para sus empleados y, sin más, se sentó a esperar en uno de los incómodos taburetes que había junto al mostrador.


Meditaba en su silenciosa tienda sobre si debía ir en busca de Paula, cuando el escándalo de cinco autobuses estacionando en su zona de parking lo hicieron salir fuera a mirar.


Antes de que pudiera advertir a los conductores que se trataba de una zona privada, los vehículos ya habían aparcado y decenas de ancianas se bajaban de ellos.


¿Cómo podía echar a unas pobres y desvalidas viejecitas? 


Por esta vez lo dejaría correr. Seguramente esas mujeres se habían desplazado hasta la zona comercial con alguna excursión de su residencia.


—¿Es ése? —le preguntó una de las ancianas, cuya vista no parecía andar demasiado bien, a otra, señalándolo con gran excitación.


Las abuelitas lo debían de haber reconocido por los anuncios de la inauguración de su tienda y querrían un autógrafo, pensó altivamente Pedromientras miraba nuevamente el reloj, pensando que Paula llegaba diez minutos tarde a su cita.


—¡Sí, es ése! Es más mono en persona que en la foto del periódico — comentó otra de las mujeres, bajando lentamente los escalones del autobús con una pierna ortopédica.


—¡Oh, qué emocionada estoy! Hace tiempo que no salimos y esto es un detalle tan romántico... —añadió una semicomatosa anciana que no podía parar de toser.


—¡Quita, Magda! —exigió una robusta mujer, que apartaba con un peligroso bastón a todo el que se interpusiera en su camino.


Cuando la combativa anciana se abrió paso a través de la multitud hasta llegar a él, Pedro empezó a buscar a Paula con desesperación para que lo librara de aquella mujer, a la cual él no podía hacer frente porque le recordaba demasiado a su abuela. La gruñona viejecita le tendió una rosa roja, que llevaba pegada una de sus célebres tarjetas.


—¡Mi beso! —exigió la octogenaria, poniéndole morritos, tras quitarse la dentadura postiza.


—¿Perdón? —preguntó Pedro un tanto confuso ante aquella locura.


—Lea... la... nota —balbuceó la abuela, sin dientes.


Pedro la cogió y leyó lentamente lo que se anunciaba como uno de los servicios de Eros para publicitar su nueva tienda. 


Cada palabra de aquel calumnioso mensaje lo ponía más furioso y lo convencía de que la rendición de Paula sólo había sido una estratagema para enredarlo en una más de sus famosas jugarretas.


—Señora, verá... yo no he repartido esta publicidad... No estoy aquí por eso. Tenía una cita y... —intentó explicar Pedro, para librarse del cometido que describía la nota.


—¡Éstas son las tarjetas de su negocio! —confirmó otra cascada e impertinente voz, al fondo de la multitud.


—Sí, pero creo que todo esto es un gran malentendido, señoras.


—¡Qué malentendido ni que ocho cuartos! ¡Yo me he dejado el andador sólo para esto, así que más te vale que cumplas lo que dice tu nota, rubito! —amenazó una nueva voz, avivando la furia de la masa.


—Pero, señoras, ¡sean razonables! ¿No se dan cuenta de que esto es una mala pasada que me han jugado a mí y a mi tienda? —razonó Pedro con lógica, algo que no le servía de nada a la hora de tratar con aquellas insensatas ancianas.


—¡Me da igual lo que digas, jovencito, o cuántas excusas pongas! La nota dice «Por cada rosa con tarjeta que le sea entregada al dueño de Eros, recibirá un beso del increíble Pedro Bouloir. Sólo válido para el día tres de febrero de 2014. No acumulable con otras ofertas y sólo canjeable en el nuevo local de Eros, en el número quince de la calle comercial».


—¡Pero, señoras...! Yo... —intentó Pedro una vez más, sin ver ninguna salida ante la cabezonería de aquellas ancianas.


—¡Pues yo no me pienso mover de aquí hasta que reciba mi beso! — declaró una de las mujeres, sacando una silla plegable y unas agujas de tejer, con una elaborada bufanda inacabada.


—¡Por favor, esto es un recinto privado! —dijo él, perdiendo la paciencia. Con lo que solamente consiguió que ellas comenzaran a amotinarse.


Entró furioso en su tienda y llamó a su abogado explicándole el problema, con lo que únicamente consiguió que un hombre que le cobraba muy caros sus servicios le dijera lo que ya sabía: cualquier cosa que les ocurriera a aquellas fastidiosas abuelitas en su recinto sería responsabilidad suya, con publicidad engañosa o sin ella.


Pedro colgó tras oír una vez más las carcajadas del inútil de su abogado y se dirigió con firmeza hacia la salida para acabar de una vez por todas con su problema: cogió bruscamente la rosa de la primera anciana que vio y le dio un beso en la sien. La abuela gritó loca de contenta y se alejó de la fila.


Bueno, después de todo, parecía que no sería tan malo, se consolaba Pedro. Si todas se comportaban así, terminaría pronto con todo ese lío y podría irse a casa a maldecir a Paula Chaves, sin duda alguna la instigadora de aquel desaguisado.


La siguiente viejecita parecía adorable. Iba en silla de ruedas, por lo que Pedro tuvo que agacharse. Cuando estuvo a su altura y se dispuso a besar la arrugada sien de la anciana, ésta volvió su rostro, plantándole un beso en los labios. Pedro se apartó escandalizado. ¡Vaya con la octogenaria! Bueno, sin duda aquello había sido un error. 


¿Qué podían hacer unas simples ancianitas?


No había ningún error: ¡aquello era el infierno! Tras el primer gesto osado de la encantadora viejecita, todas las demás se alborotaron. Algunas intentaron pellizcarle el trasero, otras pretendían hacer el mismo truco que su antecesora, incluso se llegaban a fingir inválidas para que las subiera en brazos al autobús.


Tras tres horas de besos, y de una interminable fila de ancianas que parecía no tener fin, Pedro Bouloir terminó con su cometido y las despidió con una hipócrita sonrisa, unas viejecitas un tanto tramposas que tuvieron que ser reprendidas por sus cuidadores cuando comenzaron a agenciarse las rosas ya entregadas para repetir el beso o colarse en las filas.


Gracias a los cuidadores, que pusieron orden y lo ayudaron a llevar la cuenta de las rosas entregadas, aquello no se convirtió en una tortura infinita.


Por fin podía cerrar la tienda y marcharse a su apartamento para idear un plan para averiguar la fecha del cumpleaños de Paula. Ahora más que nunca quería tener a esa arpía en su cama para que le retribuyera cada uno de los besos que había tenido que dar, un número que nunca olvidaría porque tenía que hacérselos pagar. Uno por uno.


—¡Te juro, Paula, que me las pagarás! —masculló desquiciado, mirando hacia el local de enfrente.


En ese momento vio cómo una cabecilla se asomaba para observar por uno de los escaparates de Love Dead.


De repente, un enorme cartel se apoyó en una de las ventanas. En letras chillonas ponía: «Te he dado lo que te prometí: un beso por cada rosa».


Pedro entró furioso en su lujoso coche y aceleró, decidido a llegar a su casa cuanto antes. Una vez allí, se tomaría un fuerte licor que le hiciera olvidar el día en que había besado a trescientas treinta y dos mujeres. Para su desgracia, ninguna de ella tenía menos de setenta años...





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