domingo, 12 de noviembre de 2017
CAPITULO 64
—¿Qué haces tú con todos estos cuadros? ¿Por qué los compraste todos? —quiso saber Paula, bastante interesada en obtener una respuesta, tras observar detenidamente el apartamento de Pedro y su nueva decoración.
—Porque no quería que nadie más que yo viera de cerca tu hermosa sonrisa. Esa que últimamente no puedo hacer resurgir —contestó él, apenado, acariciando su rostro con gran ternura.
—Me morí de celos al verte con esa pelirroja —confesó Paula, buscando sus caricias.
—Yo estuve tentado de cometer un asesinato cuando te vi marcharte con ese idiota.
—Sólo me acompañó a casa. Dario es todo un caballero —explicó Paula, haciendo que Pedro se apartara, enfadado—. Pero al parecer, a mí me atraen más los sinvergüenzas —añadió ella, consiguiendo una ávida mirada llena de deseo.
—La pelirroja se fue en un taxi. Tu imagen fue la única que me acompañó a casa ese día —reconoció Pedro, señalando los hermosos retratos de Paula que adornaban su salón.
—¡No me digas que tuviste pensamientos indecorosos conmigo ese día! —bromeó ella, mientras le rodeaba el cuello con los brazos.
—Cariño, tengo pensamientos indecorosos contigo todas las noches y alguna que otra mañana —contestó él desvergonzadamente, acercándola a su cuerpo para mostrarle lo mucho que lo excitaba.
—Entonces sólo tengo una cosa que decirte —murmuró Paula, rodeándole la cintura con las piernas y sujetándose con fuerza a sus hombros—: llévame a la cama —susurró sensualmente junto a su oído, poniendo fin a la conversación de la noche.
Después de que llegaran juntos a la cima del placer, Paula se derrumbó sobre él, terriblemente cansada, pero con una gran sonrisa de satisfacción en su bello rostro.
—Ésta es una sonrisa que Dario nunca tendrá el placer de retratar —se jactó Pedro, contento, acariciando su hermoso perfil.
Paula sabía que tenía razón, por eso no contestó.
Simplemente le dio un beso en el pecho y se durmió tranquilamente entre los brazos del único hombre que había conseguido hacerse con su corazón. Aunque aún no le diría la verdad. Todo tenía que ser perfecto. Buscaría la mejor oportunidad para confesarle que había ganado esa estúpida apuesta, junto con su eterno amor.
A la mañana siguiente, Paula aún no podía terminar de creerse que se hubiera enamorado. Después de tantos años protegiéndose, al final iba y caía ante el hombre más inadecuado: uno que poseía un negocio ñoño, era cien veces más educado que ella y mucho más guapo también, que siempre mantenía hipócritamente las formas, comportándose con demasiada amabilidad con todos, y, para colmo de males, uno al que las chicas se pegaban como moscas.
No, si al final esas estúpidas tarjetas de San Valentín iban a tener razón y el amor era ciego. De hecho, ellos dos no pegaban ni con cola, pero había ocurrido: el maldito Cupido se había vengado de todas las putadas que ella había hecho en su nombre y la había emparejado con el hombre menos indicado.
Pero eso a Paula le daba igual, porque el Pedro que ella conocía, con su astuta sonrisa, sus atrevidas jugarretas y sus excitantes juegos, también era, a la vez, el que más podía comprenderla: el único hombre que se había enfrentado a su genio sin salir huyendo, el único que entendía lo que ella necesitaba a cada momento, la persona que siempre estaba allí para ayudarla y el que, finalmente, había conseguido que volviera a confiar en alguien.
Pedro siempre sería el amor de su vida. Aunque el futuro los separase, nunca podría olvidarse de él. Por eso, en la nota que le había dejado en esa ocasión le ponía un siete, junto con el burlón comentario «Progresas adecuadamente». Después de todo, no había que dejar que su ego se hinchara demasiado o a saber entonces lo que podía ocurrir.
Cuando llegó a su trabajo estaba pletórica de felicidad, y poco podía imaginar que al final de ese mismo día no le quedaría ni una pizca de esa alegría.
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