jueves, 26 de octubre de 2017

CAPITULO 10





Pasadena Local News

SEGUNDO ANIVERSARIO DE LA SINGULAR TIENDA LOVE DEAD


Os explicaré cómo empecé mi espléndido negocio.


Yo, Paula Chaves, odio profundamente la fiesta de San Valentín. Se trata de uno de esos fastidiosos días en que los empalagosos enamorados no dejan de hacerse carantoñas e intercambiar insulsos y repetitivos presentes. Es un día en el que los maridos infieles intentan no serlo tanto y hacen regalos a sus esposas y amantes cruzando los dedos para no ser descubiertos.


No es que no me guste estar enamorada, aunque pienso que es una pérdida de tiempo. Creo que el amor es efímero y que no dura eternamente.


No creo en los cuentos de hadas ni en el «fueron felices para siempre».


¿Quién narices se puede llegar a creer eso? Y lo del príncipe azul es una chorrada. ¿No os habéis preguntado qué ocurre después con el príncipe?


Pues yo os lo diré: que ella acaba siendo su criada, que el caballo apesta a estiércol y que al príncipe le sale barriga, se le empieza a caer la hermosa melena y se vuelve un vago. 


Ése es el verdadero final de los cuentos de hadas, pero eso no lo van a escribir en una historia para niños, aunque sí lo
deberían advertir en algún manual sobre cómo tratar con hombres.


Por desgracia para el mundo, son muchas las personas que aún creen en este día, aunque solamente sea un invento de los centros comerciales.


Pero también me he dado cuenta de que hay muchas otras que no pueden con él. Por eso, a través de mi singular tienda, ahora esas personas pueden expresar lo que sienten. 


En Love Dead nos especializamos en decir lo que otros no se atrevieron: que el día de San Valentín apesta.


Poseemos un extenso catálogo y gran variedad de artículos para que lo hagáis como deseéis.


—¡¿Que quieres que haga... qué?! —exclamó Pedro Alfonso, apodado el Rey de Corazones, el propietario de más de una decena de tiendas dedicadas a los enamorados, mientras arrojaba con violencia el periódico encima del escritorio de su padre.


—¡Seduce a esa mujer y convéncela para que cierre su negocio! — repitió Nicolas Alfonso con desesperación.


—¿Me has hecho venir desde Francia, donde iba a pasar un romántico día de San Valentín con una hermosa modelo, para pedirme que seduzca a una mujer? Papá, si esto es uno de tus trucos para emparejarme con alguien y que te dé finalmente los nietos que tanto deseas, permíteme señalarte que no funcionará.


—¡No, por Dios! ¡Por nada del mundo quisiera que te casaras con esa bruja! ¡Quiero que Paula Chaves esté lo más lejos posible de mi persona y de mi banco!


—Vamos a ver si comprendo lo que intentas decirme —trató de resumir Pedro—. Tienes a una cliente que mantiene sus cuentas saneadas, que paga sin demora, que le ha dado trabajo a alguno de tus deudores, con lo que ellos se han puesto al día con sus pagos. ¿Y me estás diciendo que quieres deshacerte de ella? Creo que ha llegado la hora... Papá, he visto una residencia muy bonita...


—¡Déjate de chorradas! —gritó Nicolas, furioso por las estupideces de su hijo—. Sí, es verdad todo lo que dices de esa joven, pero ¡me tiene harto! Todos los meses me paga mil quinientos dólares en monedas de un centavo. ¿Sabes el tiempo que les lleva a mis empleados contar todo ese dinero? ¡He tenido que contratar a más personal sólo para sus puñeteras monedas! Y sí, los deudores han empezado a pagar sus facturas atrasadas, pero toman ejemplo de Miss Simpatía y lo hacen de la misma manera. ¡Tengo el banco con más moneda fraccionaria del mundo y mis amigos ya comienzan a burlarse de mí en el club!


—Papá, no seas exagerado: tienes decenas de máquinas que se encargan de contar las monedas y a tus empleados nunca les ha molestado echar alguna que otra hora extra que les incremente el sueldo.


—¡Esas decenas de máquinas no cuentan las monedas ensuciadas con una especie de polvo blanco que ella utiliza! Ya lo intenté unas cien veces y el final siempre era el mismo: mis empleados tenían que limpiarlas una a una. ¡Y no creas que parecían muy contentos cuando los clientes ingresaban el dinero a última hora de un viernes y ellos se tenían que quedar unas tres horas contando moneditas de un centavo!


—¡No me digas que has contratado a alguien sólo para limpiar unas cuantas monedas!


—Sí, si no, mis empleados me amenazaban con renunciar masivamente —explicó Nicolas—. En una ocasión intenté convencer a la señora de la limpieza para que hiciera esa tarea, pero a la mañana siguiente de mi propuesta me trajo un globito con un dedo muy expresivo que explicaba lo que opinaba de mi idea. ¡Y, para colmo, están los regalos de San Valentín!


—Creí que te gustaba ese día. Siempre lo celebrabas con mamá cuando aún vivía —comentó Pedro, extrañado por la aversión de su padre.


—Me encantaba, lo adoraba, porque me recordaba a tu madre. Pero ahora le tengo miedo. ¡Y todo porque esa odiosa mujer me hace uno de sus regalos cada año!


—Pues no los abras —replicó Pedro despreocupadamente.


—¡No! ¡Entonces es peor! —gritó Nicolas Alfonso, alterado,
recordando el primer regalo que recibió de Paula Chaves.


—Vamos a ver, me estás diciendo que tú, un famoso banquero, le teme a una jovencita que apenas ha comenzado a expandir su negocio.


—¡No es una jovencita! ¡Estoy seguro de que es la reencarnación del diablo! Por favor, hijo, solamente te pido que la quites de en medio. Te abriré una tienda, o dos, ¡o mil si quieres! Pero ¡deshazte de ella! —rogó el rígido banquero por primera vez a su hijo.


—¿Y por qué no le pides este favor a tu querido primogénito, al que tanto quieres, y me dejas a mí en paz? —sugirió Pedro, molesto, recordando todas las nefastas comparaciones con su adorado hermano mayor que había sufrido en el pasado.


—Lo hice y ahora Dario ha huido vete a saber dónde. En su última llamada me dijo que si volvía a intentar concertarle otra cita con Paula Chaves se replantearía seriamente la posibilidad de que empezaran a gustarle los hombres.


Pedro no pudo aguantar las carcajadas ante los numerosos estragos que había causado esa tal Paula Chaves en la vida de su padre. Ya sentía curiosidad por conocerla, sólo para preguntarle qué le había hecho a su estirado hermano para que éste le contestara a su padre con tamaña inventiva.


—Bueno, ¿y se puede saber qué es lo que tienes planeado para librarte de esa extravagante joven? —preguntó, expectante ante las disparatadas ideas de su padre.


—Te he conseguido un local justo enfrente de su negocio. Tú
únicamente tienes que abrir una de tus famosas tiendas Eros y enamorarla con tu habitual encanto.


—Papá, aunque las revistas del corazón lo digan todo el rato, no soy un mujeriego. Salgo con las mujeres de una en una y solamente con las que me gustan. ¡No voy a conquistar a ninguna amargada solterona simplemente para hacerte un favor! —se negó Pedro ante la locura de su padre.


—Entonces, ¡hazle la vida imposible como ella me la hace a mí! ¡Compite con ella! Así por lo menos tendré la satisfacción de una pequeña victoria.


Pedro Alfonso suspiró resignado, intentando una vez más hacer que su padre entrara en razón.


—Por lo que he podido leer, su negocio es todo lo contrario al mío: mientras que yo regalo dulces momentos de amor, ella regala... No sé lo que regala, pero por más que abra una tienda frente a la de ella no seré competencia para su negocio.


—¡Por favor, líbrate de esa joven y dejaré de atosigarte con la idea de darme nietos u ocupar mi lugar en la empresa! —suplicó con desesperación Nicolas Alfonso.


—Papá, ¿por qué crees que cuando esa mujer me vea se enamorará de mí?


—Porque todas lo hacen desde que eras pequeño. Estoy seguro de que si utilizas tu atractivo la conquistarás, y una vez que lo hagas, sólo tienes que convencerla de que se mude de ciudad, o incluso de país.


—Papá, estás como una cabra. ¿Por qué no dejas de jugar al perro y al gato con una de tus clientes y te centras en los negocios que tanto te gustan?


—Hoy es catorce de febrero. ¡Hoy no puedo! ¡En cualquier momento aparecerá uno de sus empleados con su regalo, y si no estoy preparado, quién sabe lo que puede llegar a pasar!


—No seas paranoico, papá —dijo Pedro, tomando asiento al ver que la conversación con su progenitor se alargaría tal vez hasta la hora del almuerzo—. ¿Por qué simplemente no les prohíbes la entrada al banco a sus empleados en esta fecha? —sugirió.


—¿Es que acaso crees que no lo he hecho ya? Y no sé cómo, el año pasado consiguieron hacer entrar una enorme caja de dos metros de altura en el vestíbulo del edificio. Mis empleados, extrañados y alarmados, llamaron a los artificieros y cuando después de cuatro horas éstos abrieron el paquete, dentro había una enorme estatua de chocolate.


—¿Una estatua? —se interesó Pedro.


—Bueno, una enorme mierda de chocolate —musitó Nicolas
débilmente.


Las estruendosas carcajadas de Pedro resonaron por la silenciosa oficina. Intentó acallarlas al ver el serio semblante de su padre, que lo miraba con profundo reproche.


—Por lo menos no era de verdad... —quiso tranquilizarlo Pedrorestándole importancia.


—No, la de verdad me la regaló el año anterior.


Pedro Alfonso no se había reído más en su vida, hasta le dolía el estómago. Por desgracia, su padre parecía tener razón en cuanto a lo peligrosa que era esa mujer y su tienda de regalos.


—¡No me hace ninguna gracia! —se quejó Nicolas—. ¡Ya me gustaría verte a ti recibiendo uno de sus regalitos! ¡Seguro que se te borraba esa sonrisa!


—¡Vamos, papá! Hay que admitir que por lo menos son originales — señaló Pedro, divertido.


—¡El próximo regalo que reciba, como que me llamo Nicolas Alfonso, que lo abres tú! —sentenció airadamente ante su díscolo vástago.


—¡Vale! ¡Vale, papá, tranquilízate! Yo lo abriré —respondió el joven despreocupadamente.


Padre e hijo pasaron el día juntos y almorzaron en las dependencias del House Center Bank mientras aguardaban el regalo, que no acababa de aparecer. Pedro le explicó a su padre los avances de su negocio y estuvieron charlando de cosas diversas. Al final de la mañana, el obsequio tan esperado y temido parecía que no iba a hacer su aparición ese año, cuando, de repente, Ingrid entró muy alterada en el despacho del presidente.


—¡Su coche! ¡Señor! ¡Su coche ha desaparecido! ¡Esta mañana ha venido un hombre para llevarlo a su limpieza matutina y aún no ha aparecido!


—Si se le ha ocurrido llevarse tu coche, ya tienes una excusa perfecta para librarte de ella —sugirió Pedro, un tanto molesto por los excesos de esa mujer.


—¿Estás segura de que ha desaparecido? Quiero estar totalmente convencido antes de acusar a nadie. Ya quedé en ridículo ante los artificieros de la policía, me niego a hacerlo otra vez. ¡Que revisen el parking de arriba abajo hasta dar con él!


Tras dos horas de impaciente espera por parte de Nicolas Alfonso, su secretaria entró nuevamente en su despacho, pero seguía inquieta mientras daba una absurda explicación.


—Señor Alfonso, hemos encontrado su coche, pero creemos que hay alguien dentro. El guardia le ha ordenado salir una decena de veces, pero el individuo no da muestra alguna de entrar en razón. No obstante, no hemos llamado a la policía porque el vehículo tiene un enorme lazo rojo atado y creemos que puede ser obra de ella.


—¿Lo ves? ¿Lo ves? ¡Te lo he dicho! —le recriminó Nicolas a su hijo por dudar de su palabra.


—Bien, vayamos a ver tu regalo de este año —propuso Pedroencabezando la hilera de personas que seguían al banquero.


Aunque muchos de los guardias aseguraban que los seguían para proteger al señor Nicolas, la realidad era otra: todo el personal de la oficina, desde el cargo más alto hasta el más insignificante, se volvían unos cotillas consumados en el momento en que llegaba el día de San Valentín y Paula Chaves volvía a hacer una de las suyas con sus escandalosos presentes.


—¿Qué ocurre aquí? —preguntó Pedro un tanto extrañado, cuando vio que casi toda la zona de aparcamiento estaba en penumbra, iluminada únicamente por las luces de emergencia.


—Han comenzado unas obras en la calle principal, por lo que llevamos todo el día sufriendo cortes intermitentes de luz. Dentro de unos minutos volverá la iluminación, no se preocupe —le informó diligentemente uno de los guardias de seguridad.


—¡Ahí está el hombre, en el asiento trasero! ¡Detrás del conductor! No responde a ninguna de nuestras llamadas —explicó el segundo hombre al mando. 


—¿Qué es lo que tiene en la mano? —preguntó Pedro, confuso, cada vez más cerca de la oscura figura.


—¡Parece un cuchillo! —exclamaron los vigilantes, alarmados, sacando sus armas reglamentarias a la vez que el hijo de Nicolas Alfonso abría con violencia la puerta, justo cuando las luces volvían a apagarse.


En la confusa oscuridad, desarmó fácilmente al peligroso individuo.


—¡Tranquilos! ¡Lo he desarmado y no parece oponer resistencia! — anunció triunfante, poco antes de que las luces del aparcamiento volvieran a encenderse.


—¡Sí, señor! ¡Al fin veo que las clases de artes marciales que te pagué cuando eras niño han servido para algo! —le dijo burlonamente Nicolas Alfonso a su impetuoso hijo—. Pedro, ¿podrías levantarte del suelo y dejar de hacerle una llave a Winnie the Pooh? —sugirió, mirando con atención el gigantesco oso de dos metros al que su hijo había desarmado.


El peluche, sin duda una imitación barata del famoso personaje, tenía una horrenda expresión en vez de su gesto afable y bonachón. Mostraba unos afilados dientes y parecía estar gruñendo rabioso; su fija mirada de desprecio daba bastante miedo. El arma que sostenía en sus blandas garras estaba un tanto alejada del lugar, pero sólo se trataba de un enorme cuchillo... de gomaespuma.


—¿Ves cómo no exagero? —insistió Nicolas mientras ayudaba a Pedro a levantarse del suelo y enfrentarse a la vergüenza de haber noqueado a un oso de peluche.


—Parece que le echaré un vistazo a esa mujer y a su absurda tienda — aceptó Pedro, sacudiendo su elegante traje, un tanto avergonzado por haber hecho el ridículo delante de tantas personas.


—No se preocupe, señor Alfonso, estamos acostumbrados —comentó uno de los vigilantes, dirigiéndole una mirada compasiva en el instante en que pasaba a su lado.


—Sí, después de todo, hoy es San Valentín —dijo otro de los
empleados, resignado ante el extraño sentido del humor de Paula Chaves.


Él, un tanto molesto, siguió a los eficientes trabajadores hacia el interior de la oficina, no sin antes aprovechar la oportunidad de patear al horrendo peluche.


Cuando lo hizo, una amorosa voz dijo una decena de veces «Feliz día de San Valentín, feliz día de San Valentín, feliz día de...».


—¡Dios! Empiezo a comprender la desesperación de mi padre — susurró para sí mismo, volviendo a patear con rabia al oso de peluche y reiniciando así el repetitivo mensaje.



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