viernes, 3 de noviembre de 2017
CAPITULO 35
Paula tenía un punzante y persistente dolor de cabeza, y todo por culpa de aquel odioso y prepotente niño mimado y de su estúpida tienda.
La gente no cesaba de alborotar para ser de los primeros en llegar a la fiesta de Eros: se pisoteaban, se empujaban y se gritaban como animales, saltando unos por encima de otros, sólo para conseguir unos estúpidos presentes. ¿Qué mejor forma de demostrar el amor que arrollando a cuantos se te pusieran por delante para hacerte con una puñetera caja de bombones?
Por eso a Paula le gustaba infinitamente más su negocio.
Por lo menos, sus clientes eran sinceros a la hora de expresar lo que pensaban, y en esas ocasiones en que su cabeza estaba a punto de estallar, ella solamente podía pensar en una cosa: en matar lentamente a aquel ricachón que había tenido la brillante idea de colocar dos enormes altavoces en la calle, para que todo el mundo pudiese escuchar su repertorio de baladas románticas, algo que había hecho sin duda para fastidiarla.
Después de tomar varias aspirinas para que el maldito dolor de cabeza desapareciera, salió de la tienda dispuesta a decirle a Pedro lo que pensaba de él y dónde podía meterse los altavoces.
La columna de gente era inmensa y apenas podía avanzar entre la multitud. Le recriminaron en más de una ocasión que intentara colarse, pero una de sus fulminantes miradas siempre conseguía acallar a aquellos estúpidos fans del dios del amor. ¡Por favor! ¡Qué gente tan patética! La mitad de las personas que estaban esperando, únicamente querían ver al gran hombre en persona. Pero ella ya lo conocía y sabía que no era para tanto. Por suerte, ni ella ni ninguna de las inteligentes mujeres que trabajaban para Love Dead caerían nunca en las redes promocionales de aquel escandaloso al que le encantaba llamar la atención.
Cuando le quedaban unas cinco personas para llegar a la puerta, una disputa estalló delante de ella. Por lo visto, alguna desaprensiva acababa de intentar colarse delante de una anciana y había recibido su merecido. No prestó demasiada atención a las bulliciosas mujeres hasta que pasó junto a ellas y vio cómo una viejecita amenazaba a unas chicas jóvenes que estaban delante de ella, y lo hacía con un lenguaje bastante vulgar que Paula ya conocía.
—¿Agnes? ¿Se puede saber qué demonios haces aquí? —preguntó muy contrariada a su empleada, que en esos momentos debería estar haciendo su trabajo.
—He venido por los regalos promocionales. ¡Dicen que las bolsas son muy bonitas! —contestó la anciana, entusiasmada ante la idea de conseguir algo gratis.
—¿Tú también has caído bajo el embrujo de ese hombre y sus regalos? ¡Menos mal que mis demás trabajadoras tienen algo de cabeza y nunca vendrían a buscar presentes de la competencia! —señaló Paula, muy decepcionada con Agnes.
Pero entonces la anciana alzó una de sus perfiladas cejas rojas y señaló a unas alborotadoras que gritaban contentas tras haber recibido una bolsita de presentes de la famosa tienda.
—¿Qué tienes tú? —preguntaba una de ellas.
—¡Una rosa, un osito de peluche y bombones! —respondía la otra.
En cuanto alzaron la vista de sus regalos, vieron la amenazante figura de su jefa, que las contemplaba con una penetrante mirada de reproche.
—¡Catalina! ¡Amanda! ¡A trabajar! —ordenó Paula firmemente, ignorando sus miradas de pena y arrepentimiento, porque sabía que en cuanto dieran la vuelta a la esquina, volverían a gritar emocionadas como unas histéricas.
Cuando finalmente llegó ante el prepotente adonis que repartía los regalos tan generosamente como sus sonrisas, por poco le tiró a la cara la bolsa roja con el logotipo de Eros que le ofreció.
—¡No distraigas a mis empleadas! ¡Hoy es un día de mucho trabajo y estamos muy ocupados! —dijo Paula, delante de todas las histéricas clientas que empezaban a impacientarse porque la entrega de regalos no avanzaba.
—Siento mucho si las he entretenido, sólo les comenté que guardaría un presente para ellas —se disculpó Pedro con una sonrisa—. Para ti también tengo una bolsa. Si la quieres, claro.
—¿Te digo dónde te puedes meter la bolsa o mejor te lo imaginas? — ironizó Paula, bastante molesta con su presunción.
—Lo suponía, ¿alguna advertencia más, querida? —contestó él cariñosamente, sin prestar atención a su furiosa mirada.
—Sí, ¡apaga esos malditos altavoces! —ordenó ella, estallando por su insoportable dolor de cabeza.
—Lo siento, cielo, pero es una técnica promocional de todas las tiendas Eros. Hasta que no termine el día, no los apagaré, y tengo permiso del ayuntamiento, así que no puedes hacer nada —concluyó, mostrando una vez más su hermosa sonrisa—. ¿Quieres algo para celebrar este maravilloso día? ¿Una flor, unos bombones, tal vez algún bonito peluche? —se burló Pedro, recordándole cada uno de los regalos que había recibido de su parte.
—¡Muérete! —gritó Paula, antes de abandonar la cola, más decidida que nunca a silenciar aquellos malditos altavoces.
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